En Cataluña hay terrorismo, sí. Rásguense las vestiduras todos los buenistas y democrátas de nuevo cuño y defiendan lo contrario, que un servidor insistirá, pese a quien pese y cueste lo que cueste, en que las acciones violentas y vandálicas que lleva a cabo la facción juvenil de las CUP (Arran) no tiene otra definición que la de terrorismo de baja intensidad. Decía el estadounidende Coleman que no debemos olvidar nunca que el terrorismo es, en el fondo, en su naturaleza maligna, una guerra psicológica. Llámese kale borroka catalana, chirucaires violents o sardanismo del martillo, tanto da.

En esta comunidad hemos otorgado al independentismo una tesis: ninguna de sus acciones puede considerarse violencia. Han construido un gran relato de actitud pacífica y nos lo hemos tragado sin tamizar ningún ingrediente con el colador. Civismo, ciudadanía, fervor tranquilo, hemos dicho y escrito. La puntita nada más, que diría la sabiduría popular. Eso se propaga desde Alcanar a La Jonquera, de Barcelona a Fraga, como un mantra mediático y popular. Se aplica también a la violencia política (xenofobia, supremacismo…) que nos invade desde hace ya demasiado. Las repetidas acciones de Arran, los impunes cachorros radicales, son la mejor prueba de cómo nos cuelan el cuento a los acomplejados.

Primero fue un ataque a un autobús turístico, luego a unas bicicletas y más tarde a la sede de Crónica Global. Todos fuimos definidos como fascistas por un movimiento que si algo tiene en sus adentros es justamente que emplea los métodos más rastreros y radicalmente alejados de la ley para expresar sus opiniones. Operan fuera del marco legal y con la violencia cargada en su desaliñada mochila juvenil. Expresado en román paladino, son fascismo de verdad, del que toda Europa, todo el mundo, podrían identificar y no del que ellos dicen combatir. Así opera la muchachada de Arran, una reunión de niños pijos, hijos en su mayoría de buenas familias conservadoras catalanas (no de ciudadanía, sino de ocho apellidos catalanes), que han decidido que su contribución a la sociedad no es otra que el ejercicio de la agresividad más cobarde de todas las que existe: el atentado minorista. El que, a diferencia de ETA en el País Vasco, permite regresar a dormir a sus cómodas alcobas bienestantes.

Ya vale. Debe acabar. Es necesario erradicar todo eso. En las últimas horas, ellos o los que se mueven jaleados por la simpatía que produce atentar contra los más indefensos, han arremetido contra el juez Llarena y, posiblemente, contra el nuevo presidente del PP de Cataluña, Alejandro Fernández. En ambos casos, sean con el nombre de Arran o con el anonimato de algún CDR, lanzan ataques de proximidad con los que justifican acciones políticas que no resultan al cabo más que gamberradas adolescentes con pretensión ideológica.

Ni la fiscalía especial de delitos de odio parece tomarse del todo en serio esta constante provocación. Allí justamente denunciamos la agresión vándala de la que fuimos objeto. Nuestro expediente duerme en el juzgado de instrucción número 32 de Barcelona sin que nadie, a día de hoy, nos haya dicho que trabajan en la investigación, que han detectado o identificado a los responsables y que se les procesará por ello.

Sólo hay una forma dolorosa de que la justicia asuma este asunto sin complejos: que Arran le haga a los jueces lo que practica con el resto de la sociedad catalana que defiende el Estado español y las tesis constitucionalistas. Y llegará, no lo duden, como le ha llegado a Llarena. Estos cachorrillos hambrientos y sin escarmiento alguno no reparan en ningún tipo de obstáculo y actúan sin miedo. Lo harán porque vienen tiempos convulsos en los que el poder judicial deberá reafirmar su autoridad. Nadie les ha parado los pies hasta la fecha y son una amenaza real. Es imposible olvidar que la Audiencia Nacional, tan criticada estos días, se creó para que los jueces vascos no tuvieran la presión directa del terrorismo sobre sus decisiones.

Unos días después de que Arran reivindicara el atentado contra la sede de Crónica Global construimos unas informaciones en las que, de la misma manera que ellos nos señalaron, mostramos quiénes eran los responsables políticos de tamaña fechoría. Incluso recordamos que la portavoz vive en una casa con piscina en una localidad del Vallès Occidental y que su padre, jefe de los visitadores médicos de una importante multinacional farmacéutica, era uno de los principales activistas en redes sociales del grupo independentista radical que actúa emboscado, causando terror y daños.

Ellos nos señalaron y nos llamaron fascistas y nosotros hicimos lo propio. Hemos sido más valientes que la policía que nos prometió protección y prevención, pero que no ha hecho nada comprobable. Hemos mostrado más arrojo que los jueces que, en teoría, investigaban el acto terrorista del que fuimos objeto. Les aseguro que fue mano de santo: a partir de aquel momento, tanto el padre burgués de la jovencita radical y bisoña líder política dejó de lanzar al aire las barbaridades y justificaciones políticas a su actuación, y algunos de los que vivían en la más absoluta impunidad quedaron retratados, literalmente, además de cabreados, para que toda Cataluña sepa quiénes son los que inducen a la violencia. En sus empleos, entornos de amistades y compañeros, en los lugares donde estudian, muchos saben ya que estos energúmenos son unos niñatos con mucha desfachatez y escaso cerebro, más allá del trozo que usan para justificar su sentimental adhesión a la causa nacionalista radical. Fue un democrático ojo por ojo que dio un resultado inmediato: se olvidaron momentáneamente de nosotros pese a considerarnos un objetivo de primer orden y ser vecinos de la sede central de sus mayores de la CUP.

El ministro Fernando Grande-Marlaska se ha equivocado relativizando los ataques de Arran a Llarena. No hay nada que sea relativo en términos de violencia, o existe o no. Que le pregunte al secretario de organización del Partido de los Socialistas Catalanes (PSC), Salvador Illa, qué piensa él y su familia de los ataques contra su propia vivienda particular o contra las sedes locales de su formación política. No hay espacio ni lugar para las medias tintas y el buenismo en este debate. No es justificable que el presidente del PP, Alejandro Fernández, un partido catalán tan legítimo como cualquier otro, se encuentre su coche hecho trizas porque unos vándalos impunes así lo han decidido; no puede ser que un medio de comunicación deba asumir los costes del destrozo que estos desalmados llevaron a cabo por discrepancia con nuestra línea editorial y, peor aún, que los periodistas democráticos se puedan sentir, más que señalados, amenazados a la hora de contar la verdad.

Basta ya. Señores del Gobierno español, magistrados, fiscales, policías responsables, la impunidad de Arran no concita justificación alguna. Hay que actuar pronto y sin dilaciones para combatir a los que califican a los demás de fascistas por tener pensamiento propio. Hay que llamar a las cosas por su nombre, y ellos son unos jóvenes hitlerianos que cantan Els Segadors travestidos de radicales progresistas. Mienten y atentan. Lo primero no es un delito, es sólo una gilipollez juvenil sin mayor interés, provecho ni recorrido. Pero lo segundo hace necesario que descienda sobre ellos todo el rigor y mano dura de la acción del Estado de derecho para que no prosigan, con la impunidad actual, en el reto que lanzan al conjunto de la sociedad. Hay que impedir que amedrenten las voces que no coinciden con su burguesa, grotesca y utópica visión de la realidad. Porque nadie debe equivocarse, son meros revolucionarios de salón. Hablamos de señoritingos que desconocen lo que es la línea de producción de una fábrica o la peonada en una obra. Pueden lanzar los mensajes que deseen, pero son unos meros acomodados que quieren hacerles la revolución a sus padres, en el culo de los demás.

Ha llegado el momento de pararles los pies. Discrepar de esta tesis no es más que una cobarde complicidad de los que usan el silencio como una connivencia. En esa tesis están muchos partidos políticos, sindicatos y medios de comunicación. Servidor, consciente del riesgo incluso personal que entraña mantener estas tesis, está harto de asistir a cómo los catalanes de supuesta buena voluntad presenciamos silenciosos en nuestras moradas el espectáculo de unos niñatos de buena familia que arruinan un país de familias humildes en nombre de la lucha contra el sistema del que todos formamos parte. Mientras ellos se entretienen pintado portales o martilleando vidrieras, la sanidad catalana aumenta las listas de espera y los ambulatorios van a la huelga, cosa que se la trae al pairo pues la mayoría disponen de seguro médico privado. Sus padres, claro, aprovechan para vender medicamentos a los facultativos o para sus revoluciones de salón (burgués). Si fuéramos serios, incluso aquellos equidistantes como Carles Francino, Risto Mejide, Jordi Évole o Julia Otero, miembros agradecidos del charnepower catalán, se darían cuenta de que no existe tolerancia posible con quienes miran por encima del hombro y se permiten dar lecciones de democracia desde la confortable hamaca de su piscina.

Dejémonos de contemplaciones y llamemos a las cosas por su nombre.