Suave y firme negativa a ser rebaño
Una sociedad que confunde lo público con lo privado diluye lo individual en lo social. En las sociedades traumatizadas, el ser humano sólo es parte de un colectivo
31 enero, 2020 00:00A determinada altura de la vida no hay muchas cosas que nos sorprendan, pero siempre espanta la frecuencia con que nos vemos enredados en tercos conflictos plagados de trampas, rebosantes de hostilidad y mala sangre. Se ha afirmado que todos los grandes problemas de la humanidad se reducen a problemas de la infancia. Valdría la pena, pues, bucear en ellos. De entrada, los niños no deseados, ni queridos ni protegidos, se encuentran con realidades insoportables y amargas. Son niños desposeídos del apego seguro que permite tener confianza en uno mismo. Arrastran de por vida el rotundo pesar de un vacío radical, experiencias traumáticas que una y otra vez pasan del cuerpo a la conciencia y que tienden a ser reprimidas, causando un continuo y sordo estrés interno.
En su libro ¿Quién soy yo en una sociedad traumatizada? (Herder), el psicoterapeuta alemán Franz Ruppert señala que las personas nos diferenciamos unas de otras por el grado de traumatismo emotivo que tengamos y por si estamos dispuestos o no a encararlo. Se puede decir que la salud psíquica se distingue por llegar a reconocer la realidad tal como es vivenciada. ¿Cómo se puede producir la sanación de una psique dañada por los traumas? Para el profesor Ruppert solo es posible superar esta clase de traumas por la acción de quienes los sufren y solo desde dentro, en conexión con el yo sano; cuando no todo está echado a perder, por supuesto.
Es evidente que existen víctimas y agresores, ahora bien: sostener una permanente actitud de víctima no sólo las inmoviliza en ese papel sino que las deja inexorablemente unidas a sus agresores. Por esto es preferible no alargar la dinámica víctima-agresor y es mejor guardar una distancia adecuada. Es habitual que los causantes de traumas no solo hayan sido también víctimas de otros agresores, sino que eviten asumir su condición compartida de víctima y de agresor. Los agresores suelen ser hábiles para rechazar la gravedad y la responsabilidad de sus actos. A veces, al diagnosticar enfermedad en ellos, se facilita un engaño: que no sean “contemplados como los causantes de los traumatismos de las víctimas”.
El psicoterapeuta alemán Franz Ruppert / ARENDA OOMENEl
Desde el buenismo –no siempre ingenuo, pero que retuerce la realidad de la compasión– se proclama que el perdón de las víctimas facilita la regeneración del agresor. No es cierto. Es imprescindible que éste afronte su realidad y la de sus víctimas (las cuales a menudo acaban socialmente salpicadas de culpa y se les atribuye su propia desdicha). En este sentido, hay un párrafo de Ruppert que permite reflexiones oportunas. Da en el clavo en unos asuntos siempre actuales: “Lo que prefieren los agresores es esconderse en un nosotros: nosotros los alemanes, nosotros los estadounidenses’, nosotros los rusos’, etc. En nombre de un nosotros, los agresores pueden seguir actuando con total libertad. Ya que hacen lo que hacen no para sí mismos, sino al servicio de una supuesta causa común. Por ello, el nacionalismo, el fanatismo religioso y el chovinismo son muy populares y están muy extendidos entre los causantes del trauma”.
Para los ideólogos del Estado Islámico cualquiera de sus actos homicidas está consagrado, justifican todas sus barbaridades y las legitiman por tener “derecho a cortar la cabeza a todos los infieles”. En sus entornos negarán ser asesinos o terroristas y se declararán héroes y luchadores por la libertad; es evidente que es imposible dialogar o argumentar con ellos, intentarlo no sólo es inútil sino que les sirve de entreno para jactarse, afianzarse en sus posiciones y despreciar a sus enemigos, diabólicos por definición.
Dejemos ahora aparte a las víctimas invadidas por el miedo y el terror, y consideremos el pensamiento delirante de los agresores, el cual –subraya Ruppert– no es una enfermedad, sino la consecuencia de negar la realidad, por negar el trauma o por renunciar al yo personal. Cuando el pensamiento delirante se propaga y cristaliza en amplias capas sociales, se produce un producto traumático que se fortalece y arraiga. Podemos hablar de sociedades traumatizadas o de segmentos sociales traumatizados en muy distintos modos y grados. Hay que hablar también de la pose social que aparenta bondad o superioridad moral. No son raros los ámbitos que brindan aplausos entusiastas a opiniones con tal de que sean útiles para mantener una clasificación rígida y automática de víctima y agresor, prestos a etiquetar al hombre malo (un encasillamiento que, no se olvide, agrede y que disfraza la realidad).
Una sociedad que confunde lo público con lo privado también diluye lo individual en lo social. En las sociedades traumatizadas, apunta Ruppert, “solo se percibe al individuo como parte de un colectivo en el que ha nacido, y eso ya constituiría su esencia”; no hay derechos individuales sino colectivos. Sucede que desde estas posiciones se pasan por alto las causas reales de los graves
El ser humano queda entonces cargado con una pesada mochila de pertenencia nacional o religiosa, y se le urge o coacciona a no traicionar a su uniforme ni mostrarse diferente de la ‘mayoría’ que le rodea. En estas sociedades fragmentadas o traumatizadas se generan asfixiantes sentimientos de intenso rechazo al otro. No plantees que hay cosas básicas que te separan del discurso oficial, ni se te ocurra pensarlo; es el aliento del totalitarismo que nunca se reconoce como tal. Y siempre hay chivos expiatorios a los que se les prohíbe cualquier aproximación. Se les asigna un mundo ficticio que habitar y se les obliga a movernos en él con sumisión; ¿se trata de la fuerza de la gente?
¿Cuántos conflictos heredamos al nacer y sobre los que nos vemos obligados a pronunciarnos de una única manera, ya que en caso contrario seremos objeto de repudio? ¿Cuántos odios asumimos sin tener una vivencia directa y siempre delegando en criterios ajenos, aunque sean de nuestros padres y abuelos? Así nos condenamos a repetir en cadena lo que no sabemos y también lo que es falso sin paliativos. Con inusitada frecuencia se renuncia de forma entusiasta a la libertad de conciencia, la cual reclama el deber de pensar y tiene el consiguiente peligro de distanciarnos del rebaño o ser expulsado de él. Acabemos con una alusión al deporte, en su función de encubrir traumas de identidad. ¿Tiene el lector ejemplos que explicar de niños recién nacidos o de bebés nonatos que han sido inscritos como socios de un equipo de fútbol? ¿Tendrán ellos derecho a decidir y desairar algún día a sus mayores? En cualquier caso, es obvio que los deportes de masas facilitan en nuestras sociedades “dar visos de normalidad” al partidismo ciego, en el nivel que sea.