Arte y maestría del viaje cultural
Tres libros del sello Acantilado, escritos por el helenista Pedro Olalla, el poeta Manuel Astur y el editor Arroyo-Stephens, convierten en perdurables sus travesías por el Mar Egeo, Italia y México
5 agosto, 2022 23:30“Un destino no es un lugar geográfico. Es una forma nueva de ver las cosas”. Henry Miller relata en El coloso de Marusi un viaje a Corfú para visitar a Lawrence Durrell donde describe a Grecia como una suerte de epifanía vital. Al llegar al Egeo, el auténtico mar de los clásicos, el escritor norteamericano siente haber dejado atrás la decadencia (moral) de Occidente. En busca del fin topa con el principio: donde, a la manera de Whitman, descubre el poder telúrico de la Tierra, el sol, la sal, la esencialidad de las rocas desnudas, el viento y el origen mismo del hombre, surgieron las sociedades comerciales. Solemos salir de casa –sobre todo cuando nos sentimos increíblemente jóvenes– para escapar del hogar. Con el paso del tiempo acabaremos dándole la razón al hermoso verso de Novalis: “¿Dónde vamos? Siempre a casa”.
Todos los viajes se basan en una contradicción: anhelamos salir del sitio en el que habitamos para correr aventuras, conocer a otras gentes y encontrar otro hogar (aunque sea temporal) distinto al que nos vio nacer. A veces sucede: nacemos en el sitio equivocado. En español usamos la misma palabra –destino– para expresar, indistintamente, la noción de meta o estación término y la idea de hado, que era la divinidad (lo que los romanos llamaron el fatum) que rige la existencia. No se trata de una figuración metafórica, sino de un trasvase exacto: viajar es la forma más infalible de vivir; quedarse en un sitio, en cambio, es resistir o perdurar. Nada más. Plutarco lo resumió en una frase: “Navigare necesse est. Vivere non est necesse”. A su milagrosa sugerencia rinden honores tres libros de viajes editados por Acantilado, un sello que tiene la virtud de enseñar deleitando a través del concurso de los mejores.
El primero de ellos, Palabras del Egeo, es un monólogo, disfrazado de falso diálogo, del helenista Pedro Olalla que versa sobre las raíces, los mitos, el lenguaje y la civilización griega, entendiendo por ésta no a la que se encuadra en el periodo clásico, sino a una línea mayor –histórica o supuesta– que vincula a muchos otros antecedentes. Una sucesión de sagas milenarias poblada por micénicos, minoicos, pelasgos, dorios, cicládicos, argivos o aqueos, entrelazadas por el hecho de habitar en el Egeo y atreverse a explorar el Mediterráneo. Es un libro hermosísimo donde el narrador simula escribirle una carta a su hijo –al que espera desde una de las ínsulas de la Hélade– para recordarle cómo todo lo que somos y soñamos procede de esta vasta herencia cultural. Una parábola hecha con datos y fábulas que nos habla de antropología, lingüística, náutica, mitología, azares y causas perdidas.
Como los mejores escritores de viajes, Olalla construye su itinerario desde una perspectiva subjetiva, poniendo en crisis determinadas tesis sobre el origen de lo griego –especialmente la teoría que afirma que los helenos procedían de la emigración de pueblos indoeuropeos– y exponiendo las infinitas metamorfosis de las culturas del Egeo. El autor asturiano, instalado desde hace décadas en Grecia, país al que ha dedicado títulos como Grecia en el aire y De senectute politica, navega en el tiempo y en el espacio en busca de la radiación helenística y sus heterónimos, a la que identifica como la civilización del logos.
La elección del género del soliloquio –“Converso con el hombre que siempre va conmigo / quien habla solo espera hablar a Dios un día”, escribió Machado– permite a Olalla ordenar su material en sentido inverso al transcurrir del tiempo (es, por así decirlo, un diario escrito hacia atrás) y sugiere la idea de un viaje a la semilla de la cultura occidental. A una civilización con distintos nombres y apellidos, hecha de colonias y trasiegos marítimos cuyo origen es el mar de los clásicos, las historias de los dioses paganos y las epopeyas de los primeros guerreros. Un mundo que sobrevive en los poemas en hexámetros de los primitivos aedos.
Siguiendo su estela, el helenista salva el riesgo de la excesiva erudición académica con un tono elegiaco que hace de este tratado de seres y estares un poema (en prosa) sobre los vínculos entre la naturaleza de los hombres del pasado y las preocupaciones del presente. Palabras del Egeo es pues una excelente crónica del universo panhelénico, delimitado por la belleza de las etimologías –el rastro sagrado de las palabras–, cartas de navegación nunca escritas, ruinas que hablan y paisajes que ayudan a imaginar cómo pudo ser la historia intuida. Toda una inmersión en el territorio (siempre fértil) del mito.
Su viaje cuestiona –con argumentos– la teoría de la llegada de los griegos desde el Norte y describe al Egeo como un espacio cultural autónomo que se expande, con otros nombres y denominaciones, hacia Mesopotamia, Egipto, Palestina, Fenicia y el resto del Mediterráneo, incluso a Terranova y al Norte de Europa a través de supuestas expediciones –nunca registradas– impulsadas por las poderosas corrientes del Atlántico. Es también un canto al humanismo que nace la apertura mental, la curiosidad y la capacidad de resistencia del espíritu griego, creador de la democracia y, también, inventor de las primeras tiranías. Una cultura fascinante donde los dioses agrarios y la sabiduría del mar se fundieron en un crisol de conocimientos que han sobrevivido a los siglos. De la lectura del libro de Olalla queda una sensación: la Historia nunca es una línea recta, sino un laberinto que custodia un misterio –la verdad exacta de las cosas– y cuyo itinerario ha sido, en todo o en parte, desdibujado.
“Somos lo que somos porque (otros) fueron”. En esta frase, sencilla pero cargada de significación, se encierra toda la capacidad metafísica del viaje. La energía que surge del contacto de lo concreto –las cosas, los horizontes, las personas– y se eleva, a través del correlato del lenguaje sensorial, hacia la encrucijada íntima de lo espiritual. De esta otra suerte de viaje trata La aurora cuando surge, un diario que el poeta Manuel Astur escribió en Italia justo un año después de la muerte de su padre. Un libro minimalista y descriptivo que elige contar el duelo a través de espacios en apariencia ajenos, pero que sirvieron a escritores de otros tiempos, idiomas y estilos para buscarse. Astur, que salpica su dietario con poemas y referencias literarias, explora aquí la trascendencia sanadora de la rutina, enunciada a través de carreteras, cámpings e instantes triviales cargados de polisemia subjetiva.
Su fórmula para construir la narración de este itinerario físico y psíquico es voluntariamente lírica. No se describen monumentos, sino instantes fugaces. Un Ford Fiesta que se aproxima a Génova, una maleta llena de libros, paseos entre viñedos, carreteras provinciales, los colores de la Toscana, un día en Siena, las plazas de Pienza, Volterra, Roma, Asís, Pompeya, Nápoles, Palermo, viejas historias de Sama –la aldea familiar de Asturias–, evocaciones del progenitor desaparecido, que regresa a la vida (imaginaria) a través del recuerdo filial. Un mapa sobre la fragilidad de la existencia, cielos cubiertos con estrellas, caminos hollados antes por otros seres semejantes, fragmentos de realidad cuya única conexión es el alma del poeta. Es una forma esencial, y en estos momentos ciertamente arcaica, de contemplar el mundo. Astur no hace selfies, escribe poemas. Su libro es la forma de reunirlos y rendir homenaje al tiempo perdido que encarna la figura del padre.
Nada nuevo, en realidad. En todas las culturas ancestrales los dioses son creados a través de la evocación idealizada de los muertos. Una peregrinación es eso: la repetición ritual de un camino que nos explica aunque jamás lo hallamos pisado porque otros viajeros previos nos confiaron su sentido. Su primer anuncio de la muerte, cuyos clarines suenan –a lo lejos, siempre a lo lejos, pero perceptibles– en ese instante en el que quienes nos ayudaron a nacer se marchan, lo mismo que nosotros haremos un día cada vez menos supuesto.
Sobre todo esto ha escrito con una indiscutible sensibilidad Astur: los difuntos que amamos una vez viviendo en las estaciones de este itinerario desconocido y familiar al mismo tiempo que es la existencia. Un anticipo de esa excursión sin retorno que no deja ni estampas ni postales. Fotos que retratan el cáncer del tiempo –el trópico de Miller– a través de la misma composición: la muerte, vista en los ojos de los seres congelados en los negativos, sonriendo a la vida, anunciándose. La Italia de Astur es un cementerio de tiempos desaparecidos y, sin embargo, perdurables. Restos de un pretérito que ayudan a que la vida no sea un páramo, pero que no dejan de operar como presagios. La imagen hipnótica de una mujer mendiga. O los heraldos negros con los que César Vallejo identificó a la muerte.
El tercer libro de viajes –Mexicana, de Manuel Arroyo-Stephens– es una pequeña obra maestra. Una pieza de cámara llena de tequila, corridos, lances suicidas, maldiciones, asombrosos embaucadores, santos que no lo parecen y canallas sin piedad. Cien páginas son suficientes al editor y fundador de Turner para fijar en nuestra memoria para siempre las contradictorias sensaciones que ofrece México, país descomunal y fascinante. Arroyo-Stephens vierte su retrato en un inteligentísimo género híbrido –el libro tiene algo de crónica, también la atmósfera de unas memorias– que entrevera muchas escenas, vitalistas e inquietantes, de un mundo que provoca asombro y cautela.
México visto como una amenaza no formulada, pero siempre presentida, a partir de eventos cotidianos. Cinco narraciones en primera persona donde el editor describe sus avatares en el mercado de Tenampa del DF, demostrando un dominio admirable de la caracterización de personajes, la sugerencia, el apunte fino y el lienzo ambiental. Donde relata el velatorio de José Alfredo Jiménez, el dios de las rancheras, el deceso del poeta Manuel Ulacia en la playa de Bellavista, en Zihuatanejo, o el descubrimiento de Chavela Vargas, quemada por el alcohol antes de su redescubrimiento.
“Para entender México hay que estar borracho”. Arroyo-Stephens cincela en este breve volúmen el aire de irrealidad sostenida de la Nueva España, un sitio “donde el peligro no suele estar en la superficie, que acostumbra a ser muy amable”, como si la objetividad fuera insuficiente y necesitase de los ropajes de una fábula realista para trenzar esta honda crónica de los caminos de la vida auténtica, la que habla a través del lenguaje popular, los olores, las puestas en abismo. Todo condensado con prosa brillantísima a la hora de adjetivar.
Tres libros excelentes que, siendo tan distintos, encierran la misma estrella: los verdaderos viajes, da igual si son geográficos o anímicos, o ambas cosas, se hacen sin mapas.