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'Breve historia de la muerte', de Nir Baram
Letra Global publica un texto que apareció en el número 15 de la revista Granta en español, escrito por el periodista y escritor israelí Nir Baram
Letra Global con Nir Baram. Tras un acuerdo con la prestigiosa revista Granta en español, publicada por Vegueta, nuestra publicación presenta una selección de los mejores textos, una muestra de la literatura contemporánea, con los mejores creadores. Granta en español, que dirige la editora Valerie Miles, ha logrado una gran repercusión gracias a la atención y al mimo de escritores de todos los continentes.
Granta en Español, es émula de la revista británica Granta, y se publicó por primera vez en mayo de 2003 por iniciativa de los editores Valerie Miles y Aurelio Major, motivados por la necesidad de interpelar y trasvasar las literaturas que han ido surgiendo en países hispanoparlantes y angloparlantes en los lustros recientes.
El texto seleccionado es Breve historia de la muerte, de Nir Baram, que apareció en el número 15 de Granta en español, que llevó el título de Matar el tiempo.
La traducción del hebreo corre a cargo de Gerardo Lewin.
Breve historia de la muerte
El último año de la enfermedad, en un mediodía de julio, paseábamos por los cementerios buscando la tumba de mi abuela Sara. Año tras año repetíamos la búsqueda: «parcela C, cuarta fila», afirmaba mi padre; cuya memoria es su principal fuente de orgullo. «No, es allá arriba, junto a la lápida negra», susurraba cansado mi tío; mientras se secaba el sudor del labio. En un determinado momento todos consultaban a Ran, mi hermano mayor, conocida la perfección de su memoria; el cual atesoraba toda nuestra historia en su cerebro. Pero esta vez se quedó mudo, pues su memoria fallaba en cuanto se refería a los lugares: siempre se extraviaba conduciendo su automóvil por Jerusalén.
Cuando por fin localizamos la sepultura, la rodeamos y oficiamos la ceremonia de recordación, en transcurso de la cual quedaba la clara y tácita noción de que el destino de la hija sería como el de la madre y que ya estaba todo dicho. Mi padre se apostó junto a ella y le rodeó el hombro con el brazo. Nadie, además de él, se atrevía a mirarla. Nuestros ojos vagaban en distintas direcciones: examinábamos la decoración de las tumbas, los altos tacones dorados, las piedras que dejaríamos al irnos. Mi madre, inclinada, llevaba un pañuelo rojizo en su endeble cabeza y el delgado cuerpo envuelto en un pesado vestido negro. Al final de la ceremonia mi madre se acercó a la tumba y dijo: «No te preocupes, madre, en breve estaré contigo». Nos miró entonces y, con una soberbia carcajada que le iluminó el rostro, se burló de nuestro silencio. Ran la contemplaba callado y de pronto me puse a pensar cómo es que podía recordar todo: ¿acaso en el instante del suceso se concentraba en grabarlo en la memoria? Con graves pasos nos encaminamos hacia el automóvil. Sólo mi madre parecía, entre todos, feliz. Durante el viaje se despertaron en mí unos celos feroces hacia Ran. Por vez primera comprendí que él era el único entre nosotros que guardaría los días y las noches, que en su memoria podría reconstruir los hechos y los tiempos en el orden en que ocurrieron, que él la recordaría más que todos nosotros. En el automóvil, mamá dijo: «Ya de pequeña supe de la muerte. Mi vida siempre transcurrió a su sombra. Dado que no existen dudas de que llegará en un futuro, la muerte nos acompaña siempre con un zumbido, en todo momento. En sordina, lo suficiente como para que nos levantemos por las mañanas; audible, lo bastante como para adormecernos por las noches».
Por las noches me sentaba a escribir un diario que llevaba por título: «Breve historia de la muerte». Esa capacidad de Ran de recordarlo todo me resultaba amenazante. Cada vez que lo veía imaginaba una cornucopia de recuerdos, organizados como libros en estantes. Sentía que él nos robaba aquellos días, en los que todos participábamos. En fin, que él se apropiaba de cuanto acontecimiento nos pertenecía para luego desaparecer. Comencé a admirar esa exhaustividad con la que respondía a las preguntas sobre el pasado: una exhaustividad apabullante, atenta a las menores nimiedades: colores, voces, detalles. Como si el hecho regresara a la vida, recobrara su plena existencia. Supuse que Ran poseía un secreto que lograba atenuar la irreversibilidad de lo perdido. «Breve historia de la muerte» debía ser la respuesta –escrita– a la memoria de Ran.
A partir de mi primera noche de escritura descubrí que era incapaz de dejar de mentir: la visita al cementerio fue una noche en medio de una tormenta atroz, Ran llevaba en el cuerpo un artefacto que robaba nuestros sueños. La figura central de mi historia era una mezcla de mi madre y de mi abuela, Sara. A medida que escribía intenté alzar un muro entre ambas, permanecer fiel a la figura de mi madre… pero la sombra de mi abuela invadió el relato. Quizá debido a que, desde mi más tierna infancia, mi madre nos hablaba de la abuela como de alguien a quien la vida había inyectado veneno en las venas, una víctima de la maldad y la traición de los demás. Al igual que ella misma.
Mentía y me torturaba, día tras día: falsifiqué cartas, propagué una epidemia que se extendió a los vecinos de mi calle, todos nuestros conocidos adquirían algún rasgo satánico y conspiraban en nuestra contra. Detallé sueños: «Soñé con alguien que estaba de pie sobre una nube, en el cielo. Agitaba los brazos en el aire y gritaba no creo en nada, díganme ¿en el cielo es posible ahogarse, como en el mar?», «Soñé con un avión que aterrizaba en un cementerio, en mitad de una ceremonia. De él descendían muchos niños de Jerusalén, vestidos de traje, y les explicaban cómo muere la gente en otros países», «Soñé con una tierra negra y una cerca que cambiaba de colores, alrededor de un chiquero. La cerca confesaba que había asesinado a alguien, allá en su ciudad de origen y que entonces, en castigo, la trasladaron al chiquero».
Noche tras noche, mientras contemplaba a mi madre por el ojo de la cerradura, juraba una y otra vez ser fiel a la verdad... sólo que cada vez que intentaba detallar algún suceso hogareño rápidamente caía en el aburrimiento, y volvía a mentir. Jamás me había avergonzado tanto algo que hubiera hecho como me avergonzaba mi «Breve historia de la muerte». Interpretaba como una debilidad, como una traición, que no fuera capaz de describir los hechos tal como habían ocurrido.
Mientras escribía, me despertaba cada mañana el conocimiento de la muerte de mi madre. Poco a poco fui convenciéndome de que la enfermedad sólo podía desembocar en un final único. Creo que el objetivo principal de mi texto era comprender la muerte, verla desde el punto de vista de aquel a quien la muerte se aproxima constantemente. En efecto, las primeras palabras eran: «Hemos estudiado a la muerte / no cualquier muerte ajena / que no tiene interés para nosotros / pues no somos filósofos».
El objetivo (describir la muerte desde la experiencia de esa mujer, mi madre-abuela) era comparable a arrojar una pelota contra la pared: la visión más allá de su inminente deceso volvía a mí, siempre ciega y humillada por no saber. Nosotros, los que rodeábamos a mamá, no podríamos compartir con ella el efecto de conocer su inmediata ausencia. Ya sea que lo deseáramos o no, pensábamos en la vida sin ella, en el año siguiente... Ella adivinaba que el futuro que vislumbrábamos no la incluía. Pues nosotros, los que tratábamos de no dejarla sola, éramos incapaces de sumirnos en la experiencia de una mujer agonizante. Se distanciaba de nosotros, se alejaba cada vez más. Intuía esa brecha –que se ensanchaba sin cesar– entre nosotros. Cuando más exigíamos su proximidad, más se retraía, sobrevolando ese abismo neblinoso que separa la vida de la muerte. Nadie entre nosotros podía acompañarla a ese lugar. Estábamos demasiado vivos.
A medida que el relato avanzaba, en mi opinión se tornaban más evidentes sus defectos: dado que no había una pizca de verdad, no alcanzaba a competir con la memoria de Ran; además, tampoco logré acercarme a la muerte de mi madre. Al cabo de cuatro meses y de unas veinte páginas escritas con una letra apretada, me di por vencido con la «Breve historia de la muerte». Pero no fui capaz de abandonarla: me sentía obligado a mantener viva a la protagonista. En un sinnúmero de ocasiones hice que se acercara a la muerte, al final del relato, sólo para extenderle en el último momento una mano literaria que la trajera de regreso al círculo de los vivos. Cierto día mi madre me dijo, como si supiera con exactitud en qué ocupaba mi tiempo: «así escribió el poeta: el hombre se duele por los muertos como si aquéllos sintieran algo en sus sepulcros / pero los muertos nada sienten, sino paz».
Un día arranqué la página inicial de mi cuaderno y la deposité sobre la cama de mi madre. No fui capaz de regresar a casa hasta ya muy tarde. A medianoche abrí con cautela la puerta, aguardé que aparecieran luces incriminatorias desde el salón, las voces preocupadas de mis padres. La casa estaba a oscuras, silenciosa. Cuando me recosté en mi cama, hallé aquella primera página de la «Breve historia de la muerte» sobre mi almohada. La parte inferior estaba oculta bajo la manta, como un niño pequeño. Alguien había corregido con un lápiz rojo diez errores de redacción. Habían borrado, aquí o allá, alguna palabra redundante.