Charles Bukowski: los años (editoriales) del 'underground'
- Abel Debritto publica un excelente ensayo sobre cómo el poeta norteamericano forjó su escritura gracias a la galaxia de revistas literarias, vanguardistas y contraculturales, y compila su bio-bibliografía completa para el sello Chatwin
- Un libro contra los bárbaros, por Luis Gómez-Canseco
“Sabía que me estaba muriendo / algo en mí decía: / adelante, muérete, duerme, sé como ellos, acepta. / Entonces algo más en mi interior decía: no / conserva algo, por diminuto que sea / No se necesita mucho: basta una chispa / Una chispa puede prender fuego a todo un bosque / Sólo una chispa / Consérvala”. Estos versos de ‘Spark’, uno de los poemas de The Last Night of the Earth Poems, uno de los últimos libros que publicase en vida –dos años antes de que una leucemia, contra todo pronóstico, en lugar del alcohol, se lo llevase por delante, otorgándole así el regalo del eterno reposo y un asiento en el autobús de línea de la posteridad–, expresan, con esa poderosa mezcla de rotundidad y sencillez que caracteriza a su escritura, la larga y fértil odisea de Charles Bukowski (1920-1994), que se convirtió en escritor peleando siempre a la contra. Sin descanso. Sin suerte. Movido por su obstinación y una voluntad superlativa.
Al mismo tiempo, recogen un consejo vital: hay que resistir los vientos y las mareas, sí, pero sobre todo aprender a lidiar con la ausencia de ambas cosas. Los momentos más difíciles para un navegante –quien conoce el mar, lo sabe– no son los que vive dentro de una tormenta. Son aquellos en los que de repente, y de forma incomprensible, no sopla el aire en ninguna dirección y la frágil barca de la vida se queda clavada en mitad del océano, absolutamente quieta. Todavía estás vivo, pero ya empiezas a sentir que muy pronto puedes estar muerto. El final llega sin hacer ruido.
Bukowski pasó tres décadas en esta situación, casi la mitad del tiempo que le fue concedido por la Fortuna. Al principio, las cosas no marchaban. Después la rueda parecía moverse un poco. Pero la noria tan pronto se detenía como regresaba al principio. Todo sucedía demasiado despacio, igual que un grifo que gotea, al que le lleva años llenar de agua un cubo. Durante esas tres largas décadas –los años cuarenta, cincuenta y setenta, cuando las velas de su diminuta barca empezaron otra vez a agitarse– el escritor norteamericano, al borde de la desesperación, agarrado al clavo oxidado del alcoholismo, sólo en mitad de la Tierra, no cejó en su empeño de escribir e intentar publicar. En cualquier sitio. De cualquier forma.
Si lo primero ya era una gesta, lo segundo se asemejaba a una utopía. Bukowski no conocía absolutamente a nadie en el mundo editorial. Desconocía los hábitos del universo literario. Era un escritor diletante que, igual que un viajante de comercio, no dejaba de hacer (mal) puerta fría.
–Hola. Soy escritor. He escrito estos poemas y he pensado que podrían ser de interés para su publicación. Espero su respuesta a vuelta de correo.
La contestación más habitual era el silencio o, en el mejor de los casos, si el destinatario no había perdido por completo el decoro social, una amable nota (prefabricada) de rechazo: “Lo sentimos mucho, no encajan”.
Sobre todos estos días y estas noches de anhelos yertos acaba de publicar un ensayo (excelente) Abel Debritto, traductor, editor de poesía en inglés y uno de los mayores especialistas (españoles) sobre la colosal obra del escritor norteamericano. Debritto, que es canario pero está afincado en la Costa Brava, lleva lustros dedicado a desentrañar los orígenes del mito: su trabajos acerca de Bukowski son referenciales, igual que los de David Stephen Calonne, sus biógrafos (Neeli Cherkovski, Howard Sounes, Barry Miles, Gay Brewer) o críticos literarios como R.R. Cuscaden, W.J. Corrington y Russell Harrison, por citar algunos de los que rompieron el maleficio –amplificado por Bukowski– de que su literatura no merecía (así fue durante mucho tiempo) el interés de la academia.
Debritto se ha centrado, sobre todo, en la etapa germinal del escritor norteamericano, visitando archivos, recogiendo testimonios directos de quienes lo trataron y convivieron con él (incluida su segunda y última esposa, Linda Lee Beighle, o John Martin, el dueño de Black Sparrow Press), estudiando correspondencias cruzadas y explorando el fascinante mundo de las pequeñas revistas literarias, periódicos contraculturales, publicaciones de vanguardia y cabeceras menores en las que Bukowski tuvo que publicar sin parar para abrirse camino. Fruto de estos trabajos publicó en 2015 una monografía en inglés –Charles Bukowski, King of the Underground: From Obscurity to Literary Icon (Palgrave Macmillan)– que ahora ve la luz en castellano gracias al sello Punto de Vista Editores.
Esta nueva edición mejora notablemente la versión norteamericana. Debritto prescinde de las partes técnicas de su estudio, amplía el material documental, que es preciso y riguroso, hasta el punto de desvelar muchos de los engaños tácticos de Bukowski para construir su perfil público, y desvela la curiosa historia de las polémicas cartas (presuntamente nazis, realmente impertinentes) que Bukowski publicaría en 1941 en el diario Los Angeles Evening Herald and Express. A este ensayo se suma también otra obra meritoria: la monumental bio-bibliografía –854 páginas– de la obra del escritor norteamericano, recopilada para el sello Chatwin, donde se reproducen las portadas de todas las revistas alternativas donde publicó con los comentarios de sus editores.
Todo un festín sobre los años inverificables del escritor que, como demuestra Debritto, no lo son tanto. O, al menos, no en la medida en que se creía. Una de las virtudes de Rey del underground es el contraste entre los datos y el retrato que cultivó –con la ayuda de una prensa deseosa de inmortalizar a personajes extraños– el autor de Ham on Rye. Su salida de las tinieblas en dirección al éxito literario –que fue un lentísimo proceso que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial y no cristalizó hasta la Guerra de Vietnam– hubiera sido imposible sin la galaxia de revistas literarias que acogieron (y también menospreciaron) su trabajo. Bukowski, como documenta De Britto con todo lujo de detalles, nombres, fechas y ediciones originales, no sentía una especial sintonía ideológica con estas publicaciones contraculturales.
Sencillamente fueron el cauce (en un mundo sin internet, donde las redes literarias eran personales y analógicas) que encontró para darse a conocer. Las revistas más prestigiosas de los años cuarenta –a excepción de Story, donde debutó como prosista–, en general, no aceptaban su material. A ellas fue donde Bukowski acudió en primer lugar –un dato que confirma que su condición de maldito fue sobrevenida, más que deseada, aunque después fuera explotada a fondo– y de estos editores recibió las primeras cartas de rechazo. También probó suerte en publicaciones académicas –la antítesis de su mundo literario– en busca de alguna clase de sanción o reconocimiento para su (incipiente) carrera como autor.
La opinión que Bukowski mostraba de estas revistas –ambivalente a veces, contradictoria también– dependía no tanto de su estilo o sus principios estéticos, sino de si lo admitían o no como colaborador. La escalada del Everest dejó de parecer imposible a partir de los años cincuenta, cuando se produjo el estallido editorial de la prensa alternativa. Gracias al directorio de Trace, Bukowski, igual que Sísifo, empezó a bombardear –literalmente– con cartas a los editores de estas cabeceras menores, entre los que había desde profesionales de la edición a un sinfín de amateurs.
Todos los días, todas las semanas, todos los años, como si rezase una letanía religiosa –trabajar en el servicio postal de Los Ángeles debió ser una ayuda–, mandaba poemas, relatos y cartas a desconocidos a los que pedía que valorasen sus escritos. Muchos no le contestaban. Otros se excusaban. Y algunos, tras la insistencia demoniaca de Bukowski, que consideraba las negativas que recibía como un aliciente para insistir, a veces, aceptaban un poema a cambio de un modestísimo pago en especie: un par de ejemplares gratuitos de la publicación. Nada más.
Parece poca cosa, y entonces lo era, pero los originales de estas revistas –especialmente los que pertenecieron al escritor– alcanzan ahora cifras de cientos e incluso miles de dólares en el mercado editorial de segunda mano. Son bellas rarezas de un mundo artesanal que ha desaparecido. Fue en estas revistas diminutas donde Bukowski encontró –no siempre y nunca con seguridad plena– una forma de presentarse, aunque fuera en círculos estrechos y, en general, concéntricos. Las publicaciones independientes nunca tuvieron demasiados lectores –eran efímeras por naturaleza e inviables desde el punto de vista económico– pero una parte de sus suscriptores eran otros escritores, editores y algunos críticos.
Todos ellos se topaban insistentemente con Bukowski, que escribía sin parar ni mirar nunca atrás. A finales de los sesenta, cuando debutó como columnista en periódicos hippies como Open City y Los Ángeles Free Press, con tiradas mayores, más lectores y una marcadísima actitud contestataria, ya era de largo el poeta norteamericano más publicado de su tiempo. La gavilla de cabeceras en las que metió cabeza es infinita: Epos, Olé, Quixote, Quicksilver, Dust, Evidence, In:Sert, Midwest, Nomad, Northwest Review –una de sus preferidas–, Coastlines, Odyssey, Oyez, Renaissance, South & West, Targets, The Galley Sail y muchas otras.
No tenía acceso a las grandes tribunas pero, igual que Borges cuando iba a dar una conferencia sobre la Divina Comedia y Dante a un club de damas de hogar en El Tigre, él hablaba de lo suyo con independencia del auditorio disponible. Hay quien piensa que el escritor norteamericano debía tener una fe ciega en sí mismo, además de una voluntad de hierro, para mantener esta doble disciplina –la escritura y su propia distribución literaria– durante tantísimo tiempo.
Sin duda, pero en su caso el fenómeno se explica también debido a la desesperación: Bukowski tenía tan difícil convertirse en un escritor profesional –únicamente empezó a serlo a comienzos de los años setenta, cuando John Martin le garantizó un modesto sueldo vitalicio a cambio de publicar su obra en el sello Black Sparrow Press– que no tenía más remedio que renunciar o insistir ante quien le prestase atención, por pequeño o marginal que fuera.
Publicó en fanzines, en anuarios escolares, en revistas de hípica y hasta en publicaciones pornográficas (Pix, Adam), que, paradójicamente, eran las que más dignamente le pagaban. Debritto nos guía por este fascinante viaje desde la irrelevancia a la cima, deteniéndose en cada una de las estaciones del camino y analizando en detalle lo que cada cabecera significó en su carrera. Tras veinte años, el escritor norteamericano confesó que apenas había ganado 50 dólares con sus colaboraciones.
Cualquier otro hubiera desistido de la quimera. Él persistió: si una puerta se cerraba, otra se abría. Y aunque muchos días pensó en saltar por la ventana de los apartamentos y los hoteles baratos en los que se escondía de la crudeza del mundo, al morir, tras haberse convertido en un autor popular gracias a la configuración de un personaje irrepetible y a la recepción de sus libros en Alemania, Francia o España, cuyas traducciones y ventas compensaban el llamativo desinterés del mercado norteamericano, sus derechos de autor superaban los 250.000 dólares al año.
En palabras de Tood Moore, poeta norteamericano: “De ser un don nadie se convirtió en un escritor de renombre internacional en cuestión de 25 años. Y lo hizo sin la ayuda de ningún diploma universitario, el colegueo de los profesores o la mafia editorial de Nueva York”. Toda una hazaña. Bukowski siempre permaneció fiel a estos pequeños editores que le apoyaron cuando no era nadie, incluso cuando le ofrecieron cheques para irse a un grupo editorial multinacional.
Si pudo “cumplir”, como decía su admirado Ezra Pound, y seguir adelante fue gracias a la prensa underground y a personajes como Jon y Louise Webb, el matrimonio de editores de la revista de The Outsider, que le dedicaron en 1963 un monográfico en el tercer número de su publicación, que editaban de forma artesanal, ante la falta de fondos propios, con una prensa Chandler & Price que accionaban manualmente y, después, con un rudimentario motor. Demoraba dos años imprimir un número completo. Hacían falta 4.500 horas de trabajo –explica Debritto– para tirar los 3.100 ejemplares de la edición. Un esfuerzo similar al que hizo Bukowski para conservar a salvo su chispa y, al fin, hacer nacer de nuevo el fuego.