El escritor Joseph Conrad

El escritor Joseph Conrad

Letras

Joseph Conrad, un siglo después del espejo del mar

El legado del escritor, muerto el 3 de agosto de 1924, se alarga con el tiempo, como el más alto mástil y la más profunda sonda, a través de una literatura consagrada a la complejidad humana y a las oscuras tormentas del alma

24 junio, 2024 18:49

Hay una creencia un tanto epidérmica, como de oleaje superficial de marejada casta que no llega al tempestuoso alzar de espumas y violencias, según la cual Joseph Conrad (1857-1924) sería un escritor de temas marítimos y más o menos aventureros, cuando en realidad hay mucha mar de fondo, demasiada corriente submarina que tiene más que ver con la complejidad humana que con los navíos, más con las tormentas del alma y sus introspecciones que con las procelas que amenazan con echar a pique los buques entre paisajes exóticos. 

Toda su obra inquiere en las razones de nuestro comportamiento más que en las anécdotas, los lances, de los que estos son el resultado. Y lo hace con más humor del que cabría pensarse, como señaló Jorge Luis Borges en varias ocasiones (por ejemplo, en sus conversaciones cotidianas con Adolfo Bioy Casares). También, por paradójico que parezca, lo hace con una experimentación que, si no tan vistosa como las de quienes fueron sus coetáneos al final de su vida (Joyce, Woolf y las vanguardias), fue señalada también por Borges.

Joseph Conrad en 1904

Joseph Conrad en 1904

John Donne, en un texto famoso, declaró que nadie es una isla. Corrigiendo al poeta inglés podemos afirmar que Conrad sí lo fue: una ínsula aislada y no perteneciente a un archipiélago, una rareza que si refiere navegaciones lo hace no al modo gozoso y lleno de peripecias de Salgari, sino con una carga metafísica, apoyada en el símbolo, que llena la bodega de su buque allá donde este se desplace. Es muy oportuna la fórmula con la que José Manuel Benítez Ariza definió al protagonista de Victoria al escribir el prólogo de esta novela, que puede aplicarse a su autor: un Robinsón contemporáneo.

Nació Conrad en una parte de Polonia engullida por el Imperio de los zares, en la actual Ucrania. Ese país cercenado y traicionado por todos fue muy bien narrado en plena fase de desmembramiento por la mexicana Elena Poniatowska en El amante polaco, biografía literaria pro domo sua de su antepasado el rey de aquella nación menguante, víctima de todas las intrigas y las tiranías todas. La ciudad en la que vio la luz Conrad, que no se llamaba todavía Conrad, estaba más o menos a mitad de camino entre Kiev (donde vivió un año a los nueve de su edad) y la ciudad en la que nació el poeta judío Paul Celan. 

'La locura de Almayer'

'La locura de Almayer' ALIANZA

Como este, Conrad habló un buen puñado de lenguas, y como él eligió un idioma extranjero para el tejido de su obra literaria: Celan se abrazó al alemán; Conrad, habiendo podido escoger el francés, eligió el inglés. Es decir, en la apuesta del casino de la literatura, optó por el futuro. Su primer contacto con la lengua de Shakespeare acaeció cuando, teniendo él ocho años, su padre, también traductor de Víctor Hugo, vertió al polaco Los dos caballeros de Verona.

Esto de mudar de lengua, como si de la piel de un reptil de tratara, es algo en lo que Conrad no fue, como Celan, un caso único. La misma cofradía la integran Juan Larrea, Vladimir Nabokov, Joseph Brodsky o Samuel Beckett. Muchos otros han cultivado a menor escala este travestismo lingüístico, de Eliot a Borges. El argentino (volvemos a sus conversaciones con Bioy) dijo: “Sólo para el escritor que no se halla en casa en un idioma, como Conrad, el estilo es un instrumento”. El de Conrad es un instrumento frío y preciso, glacial si cabe, lejos de la espontaneidad que da la lengua materna. Lo singular suyo (como en Max Aub) es que no escribió nunca en esa lengua materna.

'Cuentos' de Conrad

'Cuentos' de Conrad AUSTRAL

Su padre el traductor fue un nacionalista polaco que, habiendo conocido los rigores de Siberia como castigo de su ardor patriótico, murió cuando él iba a entrar en la pubertad (su madre ya había sido víctima de la tuberculosis en 1865). El huérfano, que había sido educado en la lengua francesa, de tan prolongado predicamento en las clases altas de todos los países eslavos, marchó a Marsella y allí se formó como marino del mismo modo que Bécquer (del que fue durante más de dos lustros contemporáneo) asistió a la Escuela de Mareantes que en Sevilla ocupaba el palacio de los Montpensier, a orillas del río Guadalquivir.

Pero el río de Conrad, después de haber navegado los siete mares, fue el Támesis a su paso por Londres, y en las velas de su obra no sopló el viento de la poesía sino, como en el Bécquer de las Leyendas, el de la prosa, que hinchó cuentos y novelas que hoy, a un siglo de su muerte, no es preciso recordar o recomendar, pues se siguen leyendo con la misma fatalidad y costumbre que guía obstinadamente las mareas. 

'El espejo del mar'

'El espejo del mar'

Comenzó de simple pasajero en una travesía a Martinica (¡mar por todos lados!). Fue luego grumete, primer oficial y hasta brevemente capitán marino mercante, primero bajo pabellón francés y posteriormente, a partir de 1878, en buques británicos bajo la roja bandera náutica con la Union Jack reducida al cuartel superior izquierdo de la enseña. Pasados quince años, abandonó este mundo marinero para, buen conocedor de los nudos del alma humana, dedicarse a las navegaciones no menos arduas de escribir, donde amenazan también tantos naufragios.

Su primera novela es La locura de Almayer, comenzada en 1899 y publicada seis años después (aunque las fechas editoriales de Conrad, como de muchos escritores contemporáneos suyos, son relativas, pues las obras se daban por entregas en publicaciones periódicas antes de ser recogidas en libro). Se desarrolla en la isla de Borneo. Siguieron Un vagabundo de las islas (1896) y Una avanzada del progreso, salida de la imprenta en 1897. Esta, como la siguiente dos años después, El corazón de las tinieblas (entre sus traductores se cuenta el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez), tiene como escenario el tétrico Congo leopoldiano (del rey de los belgas Leopoldo II). 

'Suspense'

'Suspense' FUNAMBULISTA

Entre una y otra novelas de inspiración congoleña se ubican, en apretada confluencia de creatividad, Salvamento y El negro del Narcissus, en la que coinciden cronológicamente su alejamiento del mar para volcarse en la literatura y su inmersión en esa categoría, que ya no arrió velas, de escritor náutico (de escritor náutico en época de veleros, pues el navegante Conrad es anterior a la proliferación de los barcos de vapor). Lord Jim (1897), una de las que ocupa un lugar preminente para muchos lectores, es de 1900, año en que se clausura la larga era victoriana (Peter O’Toole bordó al protagonista en la adaptación de Robert Brooks de 1965).

El extremo de la soga es de 1902, como lo es Tifón, y de dos años después es Nostromo. El agente secreto es ya de 1907. Siguen Bajo la mirada de Occidente (1911), Suerte (1913), Victoria (1915) y La línea de sombra (1917), La flecha de oro (1919), y El pirata (1923). Dejó sin acabar Suspense, una novela napoleónica que vio la luz póstumamente en 1925. Pero además escribió tres novelas en colaboración con Ford Madox Ford, otro campeón de la narrativa y autor de la obra maestra El buen soldado. Escribió asimismo relatos cortos, como 'Juventud' (1898), donde cuenta la experiencia de su largo viaje a Sumatra en el Palestina.

En la tumba de Conrad están grabados los versos que eligió como epitafio. Son de La reina de las hadas, del renacentista inglés Edmund Spenser, y guardan un aire de familia con 'Réquiem', los versos que el escocés Robert Louis Stevenson, con quien se le ha comparado más de una vez (como con Melville), escribió, resonantes en su tumba en Polinesia (al cinéfilo curioso le gustará saber que los recita John Wayne en la cinta de John Ford No eran imprescindibles, de 1945). He aquí, improvisada su traducción, el final de la estrofa spenseriana:

Sueño tras el esfuerzo, puerto tras mares procelosos, 

calma tras la guerra y muerte tras la vida dan grande gozo.

El más complejo de sus textos, por el que hoy más se lo conoce gracias en parte a haber inspirado a Francis Ford Coppola la descomunal Apocalypse Now, es El corazón de las tinieblas (con fecundas concomitancias también con Viaje al fin de la noche, de Luis Ferdinand Céline). Su protagonista, Marlow, es el de otras tres obras de Conrad (Lord Jim, 'Juventud' y Azar) y aquí narra una historia como Buda podría articular un sutra (de hecho, la descripción apunta en esa dirección), pues como Gautama o Siddhartha Marlow ha alcanzado la iluminación a fuerza de haber mirado al fondo de esas tinieblas anunciadas en el título (Nietzsche escribió una vez que quien mira demasiado tiempo el abismo corre el riesgo de que este entre en él). El abismo penetró, y mucho, en Conrad: lo afectó físicamente (al regreso del Congo tuvo que estar semanas hospitalizado) y anímicamente (se sumió en una gran depresión).

¿Se inspiró en alguien de carne y hueso Conrad para el personaje infame de Kurtz? Según Hannah Arendt pudo haber sido un explorador alemán de nombre Carl Peters, pero no faltan candidatos para ese dudoso honor de erigirse modelo de aberraciones. Y esto es lo terrible, comprobar que el mal no fue excepción sino, como es corriente entre codiciosos sin escrúpulos, lo común; y no caso aislado, sino plaga. 

'El corazón de las tinieblas'

'El corazón de las tinieblas' ALFAGUARA

Con su final de pesadilla (“¡El horror! ¡El horror!”), El corazón de las tinieblas comparte mucho con el Vargas Llosa de El sueño del celta. No gratuitamente, pues en 1890 Conrad, en el curso de una misión fluvial en el Congo, ese abyecto infierno de explotación belga, conoció a Roger Casement, el protagonista de la novela del peruano. El personaje Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis, con sus periplos y singladuras, más ese desapego del protagonista, también tiene coincidencias con los protagonistas conradianos. Sus puntos de contacto con lo hispánico no se agotan aquí. De adolescente, un preceptor suyo lo calificó como “un Quijote incorregible y sin remedio”; Venezuela, cuyo litoral navegó, le inspira Nostromo; y al comienzo de su carrera marítima estuvo implicado (como Casement para los rebeldes irlandeses del Levantamiento de Pascua de 1916) en el tráfico de armas para el pretendiente al trono Don Carlos, durante una de las carlistadas, hacia 1875.

José del Río Sáinz fue un poeta santanderino que tuvo al mar como su primer tema, al que llamó, entre cofas, naufragios, bordas y amuras, con un sintagma que sin ninguna reserva podría suscribir Conrad: “Escuela de la vida”. El polaco aprendió mucho en el mar, en la mar, y, cuando marinero en tierra dejó “el camino de la ballena” (usando la kenning que divulgó Borges), siguió aprendiendo en tierra firme  a la par que como Marlow, transmitiendo esa enseñanza de que el mundo es ilusión y desengaño, al búdico modo. Contra ello, solo una cosa vale: la fidelidad, esa argamasa ética que une a los hombres, por solitarios que sean, pues sin ella todo está abocado a la catástrofe, y más en las situaciones extremas a las que el mar propende o arrastra, como resaca.

'Lord Jim'

'Lord Jim' PRETEXTOS

Y como contraste de esa fidelidad, el tema del antihéroe, medular en Lord Jim. El protagonista, de quien no sabremos nunca el apellido, traiciona como el resto de la tripulación a su pasaje durante un naufragio, pero intentará expiar ese crimen, esa brecha en la fidelidad.

Porque como supo ver Gabriel Albiac: “Los héroes de Conrad lo son siempre desde un hondo horizonte de sinsentido y de culpa. Y, si sinsentido y culpa están condenados a permanecer siempre, a sólo morir con ellos, la grandeza de esas criaturas, envueltas en una aventura siempre amenazante, es la de confrontarse a ellas aun a sabiendas de lo inevitable de su derrota, de su destrucción”. El gran acierto de Conrad, y su logro, es la superposición de lo subjetivo sobre lo objetivo; de la perspectiva, el ángulo, el matiz, sobre lo lineal unívoco, eso por lo que siente predilección el relato de aventuras concebido como entretenimiento y que en él es solo el escenario de otras luchas internas, de esas corrientes submarinas del alma humana que él conoció como pocos.