Gayo Valerio Catulo: cólera, musas y la delgada línea entre el amor y el odio
El poeta romano, cuyos versos expresan la ira del desengaño por la infidelidad de Lesbia, al tiempo que dejan entrever querencias homosexuales, cantó como nadie la ambivalencia entre la pasión amorosa y el rechazo
13 mayo, 2024 14:37Pese a que la tradición ha entrelazado para siempre los nombre de Catulo y Lesbia, el poeta y su amante, lo cierto es que su historia de amor se resolvió en un lapso muy breve: apenas tres poemas de amor (II, V, VII) y una canción de despedida. Se trata de poemas serenos que se desarrollan sin estridencias, a baja temperatura emocional (y corporal), dedicados a contar besitos, a lamentarse por la muerte del pájaro favorito de Lesbia y a escanciar un Carpe Diem, sosegado por la conciencia de estar viviendo un amor pleno: “los días pueden ponerse y volver a ponerse / pero nosotros, en cuanto nuestra breve vida llegue al ocaso / dormiremos en una nada interminable”.
Se trata de un amor que no se vive a escondidas, ni siquiera de espaldas a la sociedad. Catulo recorre el foro mientras ama, involucrado en otras tareas y desempeños sociales (banquetes, baños, lecturas de poemas) compartidos con un círculo de amigos y conocidos a los que llama por el nombre (Fábulo, Calvo, Aurelio, Cecilio, Furio...) y con los que habla de su amor por Lesbia mientras comenta los amoríos ajenos. Un clima de camaradería masculina que admite el examen crítico entre lo cortés y lo socarrón, de filo amable.
En el soberbio poema de separación (VIII) Catulo descubre un recurso con el que conseguirá resultados a veces cómicos y otras desgarradores: convocarse a sí mismo en el poema para darse ánimos o concentrarse en una tarea. Si el lector prefiere la emoción a los recursos técnicos digamos que Catulo se exhorta para tomarse bien la separación. Un amor sereno no merece una canción desesperada.
El poema contiene su dosis de resquemor y veneno (“¿Qué vida te espera? / ¿Quién vendrá a buscarte? ¿Quién te encontrará bella? / ¿A quién amarás? ¿Quién será tu dueño? / ¿A quién besarás? ¿A quién morderás los labios”), pero Catulo trata de quitarle hierro al abandono, de comportarse como un amante maduro: “Brillaron, es cierto, para ti días luminosos / ahora ella ya no te quiere / no seas insensato y no la quieras tú tampoco”, propósito que acompaña con una declaración de respeto: “¡Adiós amiga, Catulo se mantendrá firme / y no te exigirá ni te rogará en contra de tu deseo!”.
Pero este propósito de sensatez se revela como excesivo para las reservas de resignación de un hombre joven (pese a que por su papel referente de poetas más jóvenes como Tibulo, Horacio, Propercio, Ovidio o Marcial, la tradición trata a Catulo de manera casi reverencial el poeta a duras penas cumplió treinta años) y un puñado de poemas después podemos ya certificar que el proyecto ha fracasado.
Catulo desconoce la interioridad, de manera que no se detiene a examinar sus emociones y tampoco maneja el remordimiento (aunque sí la oportunidad perdida), sus reacciones son expresiones de su personalidad. Es como un heroe homérico (sin espada ni batallas donde desahogarse) que recorre el foro de un lado a otro, crispadísimo, entregado a raptos de violencia verbal.
Constituye todo un espectáculo acompañar a Catulo por las calles de Roma: protege a un efebo de un conocido de “funesta verga”, pide de malas maneras que le devuelvan una prenda, se lamenta de los vinos aguados y de lo caros que están los intereses. En todas estas críticas, propias de la sátira, apenas le mueve la defensa de la moral privada o de las costumbres públicas, sino la expresión de su propia rabia.
El vislumbre de plenitud erótica que Lesbia ha traicionado deja paso a un remolino de quejas y exhabruptos de una ferocidad contagiosa, un vitalismo de amargura cómica. Catulo convoca a sus versos (como el artesano que sale a toda prisa a buscar sus herramientas) para dar cuenta de tantas putillas, rameras, furcias y aprovechadas como le salen el paso (uno diría que cualquier mujer romana a la que puede faltar el respeto sin coste)… todas más feas que su Lesbia, que le escuece en carne viva. La obscenidad con la que trata a estar mujeres es una modulación de su ira, ardides para evitar quemarse por dentro.
Con la excepción de algún poema, como la bellísima crónica de un regreso a casa (XXXI) Catulo no se da un respiro, se mueve como una bestia herida, sacando espuma por la boca. Arremete contra un padre y un hijo, asiduos a los baños, al mayor lo acusa de ladrón y al hijo de gay desenfrenado, asegura de uno que se ríe siempre que una dentadura tan brillante solo puede conseguirse con colutorios de su propia orina, acusa de su mala digestión a la “comida pestilente” que le sirvió un amigo y delata que las axilas de Rufo apestan como madrigueras.
Catulo alcanza la cúspide de obscenidad y patetismo en el sitio más propicio: un taberna (XXXVII). Nuestro poeta en un rapto de sensibilidad se mide la verga con todos los parroquianos (y amenaza con pintar las paredes con una sustancia sobre cuya naturaleza los filólogos, acaso por fortuna, no terminan de ponerse de acuerdo) a quienes acusa de pervertir a Lesbia: “mi chica / la que huyó de mis brazos / tan amada como la que fue más amada”.
Bajo las inevitables risas el lector percibe una corriente de malestar profundo, la incapacidad del poeta para salir del circuito cerrado donde se encuentra “abatido por un dolor constante” y que se enturbiará en desesperación al alcanzar el terrorífico poema LII, donde la exhortación se confunde con una invitación a despedirse para siempre: “¿Qué te ocurre Catulo? / ¿Qué esperas para morirte?”
Por suerte, la escritura (no está claro si como síntoma o como agente provocador) empieza emitir destellos de recuperación: en un poema lo sorprendemos besando a un efebo, en otro siente la llegada de la primavera y fantasea con un viaje liberador a Asia; aquí recuenta su amistad de Licino, tejida de vino y poesía, allí se reprocha el exceso de ocio, y se propone entregarse al trabajo. En los elegantes versos sobre los amores de Septimio y Acmen (XLV) Catulo parece ya otro poeta, limpio de las escorias del desamor.
Pero la mejoría del ánimo de Catulo no trae buenas noticias para el lector. ¿Cómo explico yo esto? El asunto es delicado. Digamos que los mejores poetas latinos tienen una manera de ser insoportables (con la excepción de Virgilio que a veces parece más un lirio que una persona), y todas están relacionadas con la Ciudad Eterna, sus fastos, gestas o peloteos al César de turno. La peculiar manera de Catulo de ser ilegible son sus terribles epitalamios de los que los dichosos amores de Septimio y Acmen actúan como pórtico.
En LXV asoma un poeta distinto, a medio camino entre los escupitajaos de furia y los impenetrables epitalamios (si creen que exagero regalense unas calas en el revuelto de épica menor y boda que domina LXIV). Un Catulo posible que no llegó a desarrollarse y que aborda en este tono sentido y elegante la muerte de su hermano: “¿Es que nunca volveré a verte / hermano, por larga que sea la vida? / No importa, te amaré siempre / y enlutaré todas mis canciones con tu muerte”.
Lesbia regresa en la última secuencia de poemas cantada por un Catulo que está aprendiendo a desprenderse de la cólera: “siento más pasión, pero menos afecto”. El paso de los días y la alarma por su situación anímica influyeron sin duda en el cambio de paso del poeta, pero también tuvo que imponerse un esfuerzo activo por dejar de sentir su herida como una injuria única y excepcional, integrándola en un cuadro más amplio de traiciones amorosas: “Todo es ingratitud / obrar bien no sirve de nada / al contrario, fastidía y contraría”. El injusto desacuerdo entre las buenas obras y la escasa recompensa vital le lleva por primera vez a cuestionar la calidad humana de Lesbia: “Tanto bien como puede conseguir un hombre de palabra o acción se lo procuré / pero al confiarme a un alma degradada lo he perdido todo”.
Pero ni la intelectualización de su abandono ni el juicio contra Lesbia apaga la intensa fascinación por la muchacha: “No puedo recobrar el afecto / aunque te conviertas en la mejor de las mujeres / y ni siendo lo peor de lo peor / lograré dejarte de amar” (LXXV). En el reloj de la vida las manecillas de la atracción que sentimos por una persona y el juicio sobre su cualidad moral parecen seguir a veces rotaciones distintas. La convivencia de emociones contrarias en un mismo pecho es el gran descubrimiento poético de Catulo:
Odio y amo. Quizás te preguntes cómo me las arreglo.
No lo sé. Pero me ocurre. Y me torturo.
La infidelidad rasga algo irreparable, pero no es capaz de destruir la pieza, desfigura el recuerdo, pero no lo borra. Y aunque ni la comprensión ni el proceso por el que se convierte un agravio personal en una injustica universal curan por completo a Catulo, al menos contribuyen a serenarlo. Se abre paso en Catulo un sentimiento de resignación dentro del agravio. Si el mundo es así, ¿para qué atormentase más? En el prodigioso poema LXXXI se exhorta ahora con una voz sin acidez:
Que difícil desprenderse de un amor así,
imposible, pero debes conseguirlo sea como sea.
Es el único camino que conduce a tu salvación,
la única reparación que vas a conseguir,
triunfa tanto si eres capaz como si no.
Ni vergüenza ni olvido ni reparación, ni mucho menos justicia, pero tampoco acidez ni rencor, solo seguir adelante. Quien ya no puede ganar la batalla del amor debe concentrarse en no perder demasiado.
Ya solo deseo ponerme bien
desprenderme de este dolor
Alcanzado este equilibrio entre el odio y el amor (“La maldigo continuamente / pero que me muera ahora mismo si no la amo”) que se resuelve en una resignación parecida a la de quien sobrelleva una herida sin culpa Catulo deja paso a recuerdos más amables de su relación con Lesbia, apoyándose ahora en: “la melancolía que nos renueva los viejos amores”.
Así nos cuenta que quizás Lesbia sigue pensando en él (LXXXIII), nos recuerda su belleza (LXXXVI), se arrepiente de sus malas palabras, y (tras un interludio donde nos informa de que a Emilio le huele igual la boca que el ojete) recrea la plenitud el amor que sentían y elogia el valor de su fidelidad traicionada.
Es posible que la ordenación de los poemas en el libro, tal y como nos los ha legado la tradición, no respeten el orden en que los escribió Catulo. Quizás estos poemas pertenezcan a su época de inocencia, antes de conocer la traición y el abandono, y se hayan desprendido de ahí y barajado con los últimos que escribió. Pero nadie lo sabe seguro. Y lo que sí es cierto es que mejoran al leerlos como si Catulo los hubiese escrito después del desengaño, la cólera y la aceptación. Emotivas reelaboraciones el amor al dictado de los fantasmas de la memoria: “¿Quién en el mundo puede vivir más feliz que yo / quién conoce una vida más deseable?”.
Leídos así, como colofón de su cólera, estos poemas adquieren una resonancia más profunda: ni expectativa inocente, ni rectificación del recuerdo, sino una nueva visión, cargada con la experiencia del desengaño, de un momento privilegiado de la propia vida, la mejor de Catulo si confiamos en el poeta:
Me prometes, mi vida, que nuestro amor
durará para siempre empapado de felicidad.
Que los dioses den verdad a tu promesa,
que surja de la sinceridad y del mejor corazón,
para que podamos disfrutar la vida entera,
de este pacto de afecto inquebrantable.
Ecos de una vida ya perdida y que se imagina, arrastrada por una magia blanca, hacia el puerto de los finales felices.
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Edición recomendada: Catulo. Poesies. Bernat Metge. Barcelona. 1990.