"Josep Pla es un escritorazo extraordinario con todos los defectos de un escritorcillo local”. Esta frase lapidaria del crítico Joan Ferraté también podría aplicarse a la biografía del grafómano ampurdanés que acaba de publicar Xavier Pla, Un cor furtiu (Destino), y que dentro de poco saldrá en castellano. Se trata de un esfuerzo colosal –por utilizar un adjetivo planiano– de documentación y clasificación, pero escrito con mentalidad provinciana. A lo largo de sus más de 1.500 páginas, el lector no deja de tener la sensación de que el localismo ahoga una y otra vez la complejidad irreductible del mejor Pla.
[Lee la segunda parte de la crítica a la biografía de Josep Pla]
Quizá el problema estribe, para empezar, en el método que ha elegido el autor. Intentando justificar el subtítulo, 'Vida de Josep Pla', Xavier Pla ha optado por un presente histórico, más novelesco que académico, fiando el hilo argumental a la ingente información inédita a la que ha tenido acceso. Su evidente intención de crear una ilusión de objetividad, dejando que sea el propio Pla quien tome la palabra acerca de sus vivencias íntimas y políticas, se ve sin embargo frustrada por sus propias intervenciones, a menudo sesgadas y arbitrarias. Es incomprensible, por no decir escandalosa, su decisión de no incluir ni una sola nota al pie. Las noticias bibliográficas que se dan al final para cada capítulo son a todas luces insuficientes.
Un historiador serio no puede manejar, seleccionar y citar tanto material inédito sin dar referencia precisa de todo ello, aunque sea por respeto a los investigadores que luego quieran verificar o contrastar algunos datos. La ausencia de un aparato de notas carga además la página con un exceso de transcripciones (¡incluso de facturas!), que a ratos hace la lectura tediosa. Por la misma razón, hay anécdotas, frases y escenas que no se sabe de dónde salen. Ese maravilloso invento de la galaxia Gutenberg que fue la nota al calce, como dicen mejor que nadie los colombianos, hoy en vías de desaparición, servía, entre otras muchas cosas, para aligerar el relato biográfico y establecer una conversación aparte con el especialista, a menudo fascinante. En Pálido fuego, Nabokov concibió una fabulosa parodia de la locura a la que puede inducir esa práctica filológica, metáfora a su vez de su importancia en la cultura occidental.
Un cor furtiu no resiste la comparación con otras grandes biografías que se han publicado en los últimos tiempos. Pongamos por caso dos recientes y al alcance del lector español. Tanto Fiona MacCarthy –su biografía de lord Byron se escribió en 2002 pero se ha traducido este año en Debate– como Reiner Stach –autor de la magna biografía de Kafka, de más de 2.000 páginas, publicada en España por Acantilado– también tuvieron acceso a abundante material inédito. Ambos llenaron además un vacío con respecto a unos autores que, si bien habían sido a menudo biografiados, no contaban aún con un trabajo riguroso, extenso y a la altura de su prestigio. MacCarthy y Stach demuestran en sus libros imaginación histórica, imparcialidad, por supuesto precisión –su cuerpo de notas es abundante y jugoso–, ambición crítica y habilidad narrativa. En una gran biografía, aun más que la documentación, importan sobre todo el estilo y la inteligencia del biógrafo. El laborista Roy Jenkins pudo escribir la mejor biografía del conservador Churchill gracias a esas virtudes.
Ortega dijo que la biografía es el sistema que unifica las contradicciones de una vida, pero en Un cor furtiu más que unidad lo que se ofrece es un proceso de simplificación. El libro se abre con un capítulo estupendo pero que anuncia algo a la postre frustrado. Josep Pla solía llevar ropa prestada, a menudo trajes usados que le regalaba su editor Vergés. La anécdota le sirve a Xavier Pla para mostrar hasta qué punto el personaje es huidizo y difícil de atrapar, tan proteico como su fondo de armario. Pero luego, en cambio, se empeña en ceñirle a su personaje un traje hecho a medida de su limitada y tendenciosa visión de la historia. Poco a poco, el libro se va revelando un esfuerzo apenas disimulado por redimir a Pla de su gran pecado de lesa patria –su adhesión al bando nacional durante la guerra civil–, gracias a su compromiso heroico con la cultura y la literatura catalanas.
Y es justamente ahí donde Pla demuestra adolecer de la ventaja que le confiere su condición de biógrafo oficial, elegido por la familia como custodio de la llama. El poeta y jardinero Ian Hamilton escribió un excelente ensayo sobre la ansiedad biográfica, titulado Keepers of the Flame (2011), en el que se contaban los esfuerzos de las familias de tantos escritores por ocultar y aun destruir la verdad de sus vidas, celo a menudo desafiado por biógrafos furtivos que terminaban por zafarse de la censura con las más diversas argucias. Como el propio Hamilton demostró en su biografía de Salinger, a veces se escribe mejor y con mayor perspicacia fuera de la oficialidad que dentro de ella.
Josep Pla ha sido en ese sentido un autor con un estate cancerbero contra todos los investigadores que no cumplían con las credenciales nacionalistas. Véase si no el reciente ensayo Aly Herscovitz. Cenizas en la vida europea de Josep Pla (Athenaica) y las pruebas que los autores ofrecen de la cicatería que sufrieron en ese sentido. Ninguno, por cierto, de los interrogantes que quedaron abiertos en ese libro se resuelve en esta biografía, que por otra parte registra errores de bulto con respecto a la información obtenida por Xavier Pericay y sus colegas. Por ejemplo, el padrastro de Aly –la amante judía de Pla en el Berlín de años veinte–, no murió en Auschwitz sino en Praga en 1936.
La vida de Josep Pla se divide en dos grandes épocas separadas por la guerra civil. Durante su juventud, Pla fue sobre todo un periodista y corresponsal cosmopolita, muy bien relacionado con los centros de poder, ambicioso e incisivo, sarcástico y a menudo ambiguo, leal a nadie aunque aparentara servir a los intereses de Cambó, catalanista pero en absoluto patriota, escéptico en todo como hasta el final de sus días. El relato que de ese periodo ofrece Xavier Pla está lleno de información valiosa y bien ordenada, pero el conjunto es plano, con poco nervio y nula tensión. Pla fue un cronista excepcional de aquellos años tan convulsos, ya fuera en el Berlín de la inflación o en el Madrid de la Segunda República. Y su lucidez a menudo clarividente queda apagada por ese recurrente ánimo moralizante del biógrafo, siempre preocupado por enderezar el destino ideológico del escritor.
Al hablar de su época madrileña, Xavier Pla dice por ejemplo: “En 1932 empieza a manifestarse públicamente un Pla reaccionario, injusto y demagógico. Sin escrúpulos, ahora sintoniza con la derecha española, cada vez más en el extremo, y se aleja de la centralidad del catalanismo político conservador” (p. 541). ¿Cómo puede saber el lector que Pla se ha vuelto “reaccionario, injusto y demagógico” si no hay ninguna referencia que lo pruebe? Sus crónicas parlamentarias de la época se han convertido con los años en un documento excepcional gracias precisamente a su tono irónico y cáustico, tan alejado del huero romanticismo con que tantas veces se ha historiado el periodo. Con su prosa fría y sardónica, aquel joven periodista denunció precisamente la retórica hueca y demagógica de tantos políticos republicanos. Pla vio mejor que nadie cómo el ateneísmo que subyacía al proyecto constituyente acabaría por ser la ruina del nuevo régimen. Por no hablar de la crudeza con que señaló los vicios del nacionalismo catalán, idénticos a los del independentismo de hoy en día. En un artículo publicado en Las Provincias el 8 de marzo de 1933 y titulado 'Política catalana. Últimas intrigas', Pla escribió: “cuando llega la hora de votar, el sentimentalismo del catalán busca más lo simbólico que lo verdadero”.
Pla también criticó la inflamación verbal de la política republicana, síntoma a su juicio de una fatal incompetencia para abordar los verdaderos problemas del país. Su experiencia como corresponsal en el extranjero y su insobornable empirismo le pusieron en guardia por ejemplo ante la brillante oratoria de Ortega: “Ante las orquídeas verbales que presenta siempre este orador, ¿quién es lo suficientemente fuerte como para reflexionar un poco y pararse un momento a meditar?” Con esa reflexión, Pla se adelantó treinta años a la corrección estilística que los mejores escritores de la generación del medio siglo –Gil de Biedma, Benet, Ferlosio, Gabriel Ferrater– llevarían a cabo justamente contra el exceso lírico que a su juicio había enrarecido fatídicamente la vida del país. Como decía Gil de Biedma, si dejamos que los poetas gobiernen al final uno sale a la calle y al preguntar dónde está correos le mandan a capitanía. La guerra civil también fue fruto de una fenomenal irresponsabilidad en el manejo del lenguaje público.
Pero nada de esto hay en la recreación de Xavier Pla, que parece más preocupado por demostrar una y otra vez, con una insistencia cerril, cómo el antirepublicanismo de Pla era contestado y escarnecido por sus colegas nacionalistas de entonces. El testimonio del escritor como observador de las catástrofes de su tiempo tiene aún un valor inagotable precisamente por su libertad. Su conservadurismo, su obsesión por la estabilidad monetaria y su terror ante la revolución no se explican sin su diagnóstico del siglo XX como el periodo de la megamuerte, que a su vez le llevó a juzgar la modernidad, el progresismo –de la Revolución francesa en adelante– como una exhortación al fanatismo y la destrucción. Para él “el gigantesco drama español que he vivido desde 1931” era algo más que “el choque entre estas dos concepciones foráneas y recientísimas del fascismo y el bolchevismo”. A su juicio, el origen del desastre estaba en “el krausismo, la mística del socialismo y la rebelión de las masas diagnosticada por Ortega”.
Si uno compara el Pla maniqueo y simplón que dibuja su biógrafo con el que aparece por ejemplo en L’home de l’abric (1998) de Valentí Puig, el mejor ensayo que se ha escrito sobre el universo moral, ideológico y literario del escritor, la diferencia resulta desoladora. Puig aflora toda la complejidad que subyace al magma memorialístico de su obra, poniendo en relación su pensamiento con las fuentes de la gran tradición europea, que Pla conocía con un detalle asombroso y del que apenas se da noticia en este mamotreto. Tras leer las biografías de Byron y de Kafka antes citadas, uno sale con una visión caleidoscópica de una vida y de una época, excitado por la efervescencia de una experiencia histórica e intelectual imposible de calmar. Un cor furtiu, en cambio, deja en esta primera parte una impresión mortecina, como de certificado de defunción.