El joven reportero Josep Pla en París

El joven reportero Josep Pla en París

Letras

Un Pla de andar por casa (y II)

Xavier Pla le endilga al autor de El quadern gris el pecado original de apoyar al franquismo durante la Guerra Civil, que presenta como un conflicto "entre catalanes y entre españoles", para a continuación redimirle por su heroica labor de restauración literaria 

20 mayo, 2024 14:32

Como contamos en la primera parte de esta crítica, “Casi todo lo que me ha dicho la gente del libro –dicho o escrito– es para morirse de risa. Aún no me he encontrado con nadie que se haya hecho cargo de que el libro es inusual (en este país). Lo defienden por razones puramente banales, porque es divertido o irónico, o porque trae amenidad. Pero todo esto, en un escritor corriente, en cualquier parte se le supone, debe darse por sabido. Hay algo más que todo esto. ¿Qué es?” Según se lee hacia el final de Un cor furtiu, Josep Pla se quejaba así a su editor Vergés de la recepción de El quadern gris (1966), el volumen que inauguró la nueva colección de sus obras completas. A pesar del éxito de ventas y de estima, Pla consideraba que en realidad nadie había entendido nada. Y esa inercia, por lo que se desprende de la lectura de la segunda parte de la biografía de Xavier Pla, no ha hecho más que empeorar con el tiempo. Hoy como ayer, Pla parece un autor imposible de conjugar con ninguna interpretación definitiva, a pesar de los esfuerzos de su biógrafo por adaptarlo al lecho de Procusto de su concepción histórica y política.

No hay episodio más hipertrofiado en la reciente historia española que la Guerra Civil. A lo largo sobre todo de la democracia, las distintas facciones se han esforzado en imponer su versión triunfante, con resultados a menudo muy perjudiciales para la salud mental del país. Los capítulos de Un cor furtiu dedicados a la actividad de Pla durante esos años parecen resentirse del vicio que han extendido las versiones más adonizadas del conflicto. En el comentario introductorio a la crónica del año 1938, escribe por ejemplo el autor:

“Como Fabrice del Dongo, el protagonista de La cartuja de Parma, Pla se encuentra totalmente dentro de la guerra. A medias por necesidad y a medias por convicción, se ha comprometido a muerte con el bando franquista. A muerte. Las palabras no son gratuitas. Y, como el personaje de Stendhal, a pesar de que no se encuentra en una guerra napoleónica sino inmerso en una doble guerra civil entre catalanes y entre españoles, Pla pierde la perspectiva. También pierde la lucidez. No ve lo que pasa. No sabe verlo. Impotente, el periodista político nota que, desde dentro, no sabe cómo interpretar la guerra. La tiene demasiado cerca”. (p. 718)

Josep Pla

Josep Pla DANIEL ROSELL

La té massa a prop. ¿Pero se puede saber quién mantuvo entonces la lucidez y la perspectiva? ¿Quién sabía ver realmente en aquella época lo que estaba pasando? ¿Y qué es eso de una “doble guerra civil”? ¿Hubo luego también dos franquismos, uno español y otro catalán? ¿Y había alguien tan clarividente que no tuviera la guerra massa a prop? El biógrafo comete así una falacia histórica de consecuencias morales inquietantes, puesto que le concede a la supuesta ceguera de Pla un valor ético negativo basado en la reconstrucción en apariencia neutra de las circunstancias que la motivaron, dejando al lector ante una aporía típica de la peor literatura sobre la Guerra Civil. En las últimas décadas, la novela se ha utilizado en España para intentar resolver la historia, manipulado hechos y significaciones hasta integrarlos en una única esfera semántica blindada por la ficción. Por una parte, el lector no puede contrastar la información fáctica que se le da y por otra debe tragarse las ruedas de molino que la interpretación sobre la misma le ofrece.

Un poco más adelante, el biógrafo asegura que “los análisis que [Pla] hace en las cartas privadas sobre el progreso de la guerra española, y aun más las reflexiones sobre la situación prebélica en toda Europa, son confusas, apresuradas, sectarias y mal dirigidas”. De nuevo, al lector no le queda más remedio que aceptar ese juicio, puesto que no hay ninguna referencia precisa a unas cartas que sin embargo constituyen la única prueba del dictamen. Para construir su relato, el autor se basa en unos apuntes muy esquemáticos que Pla dejó acerca de sus movimientos –de él y su pareja de entonces, Adi Enberg– por España y el sur de Europa en aquel periodo. El tono y la factura de la crónica intentan ser objetivos y fríos, pero una y otra vez se deslizan tropos característicos de una deletérea concepción sentimental de la historia. Mientras Pla pasa unos días en Cerdeña, en junio de 1938, su biógrafo comenta:

“El paréntesis alguerés se acaba. Ha servido para desahogarse y olvidar el presente inmediato. Pero la guerra de España continúa, más incruenta que nunca [sic, se supone que el autor quiere decir todo lo contrario, más cruenta que nunca]. Muy pronto, Cataluña se desangrará en la batalla del Ebro. La situación en toda Europa es angustiosa”. (p. 744)

El corazón furtivo de Josep Pla

El corazón furtivo de Josep Pla

En la batalla del Ebro no se desangró ninguna abstracción sino que murieron entre 20.000 y 40.000 soldados, dependiendo de las fuentes. Detalles como este destruyen de golpe esa apariencia espuria de objetividad que el pulso narrativo pretende colar al lector. 

Por lo demás, no hay grandes revelaciones que nos ayuden a entender mejor la participación del escritor en la guerra. Su trabajo, por ejemplo, en el Servicio de Información del Nordeste de España (SIFNE) durante su estancia en Marsella, que tantas especulaciones ha desatado, no se aclara en ningún sentido, más allá de unas vagas suposiciones que sin embargo no inhiben al biógrafo para llegar a conclusiones inapelables:

No hay duda de que Pla está personal y políticamente comprometido con las actividades del SIFNE. Algunas son hechos de guerra. Es cómplice de ello y no dio nunca explicaciones ni intentó justificarse. Sólo hay una escena, un poco patética, de diciembre de 1956, durante una breve visita a Mallorca. Pone en duda su integridad moral. O al contrario. Se ve que una noche, durante una cena con amigos y después de beber mucho alcohol, Pla se echa a llorar. Avergonzado, delante de Josep M. Llompart y otros escritores mallorquines, parece que el motivo que  provoca la escena es el recuerdo de los hechos ocurridos durante su breve etapa marsellesa”. (p. 676)

¿De dónde sale ese testimonio? No hay rastro de ninguna referencia al respecto en el raquítico apartado bibliográfico del final. Al lector no le queda más remedio que tragárselo, como si estuviera escuchando al autor en una conversación de sobremesa. 

Xavier Pla asegura que su biografiado no escribió nada relevante sobre la Guerra Civil. Pero al menos nos dejó una reflexión muy pertinente y de indudable vigencia que hubiera valido la pena comentar: “El drama más grande que la Guerra Civil proyectó en este país no fue la miseria ni el miedo ni el cambio de léxico ni la despersonalización general: fue la destrucción de la amistad, la liquidación de la confianza” (Retrats de passaport, OC 17, pp. 124-125). En su negativa enumeración inicial, el escritor sintetiza toda la catástrofe moral de la tragedia hasta llegar a una afirmación que a su vez evidencia la consecuencia de todo lo anterior. 

Xavier Pla

Xavier Pla SIMÓN SÁNCHEZ Barcelona

La parte dedicada a la posguerra se titula 'El guardián de las ruinas' y presenta al escritor como un vencedor vencido, marginado por los franquistas por su pasado catalanista, expulsado de la dirección de La Vanguardia y encerrado en su masía de Llofriu, escribiendo a solas con sus recuerdos. Su mancha por la inicial adhesión al movimiento habría quedado redimida por su heroica labor de restauración literaria. Contra el desánimo de los exiliados, que se veían en las catacumbas, Pla propuso trabajar desde dentro e iniciar una febril actividad editorial que articulara un público en lengua vernácula. Su trabajo con la editorial Selecta, donde empezó a publicar su primera obra completa, fue en ese sentido ambicioso y valiente. 

El problema llega cuando advertimos que el autor parece cargar a su personaje con la culpa de su actuación en la Guerra Civil para luego exonerarlo de la misma en virtud de su responsabilidad literaria y nacional. Hablando del problema de la herencia política, Hannah Arendt distinguió entre culpa y responsabilidad. La primera es solo individual e intransferible, puesto que donde “todos son culpables nadie lo es”, como pretendía la defensa de los jerarcas nazis. La segunda, en cambio, apela al efecto que una determinada acción produce en una comunidad política. Pero aquí el biógrafo le endilga por una parte la culpa a Pla de su pecado original durante la contienda para luego absolverle gracias a su responsabilidad en la posguerra. Una y otra acción, sin embargo, pertenecen al ámbito de la responsabilidad, del que por supuesto luego pueden derivarse interpretaciones secundarias y problemáticas. 

Y en ese proceso de descargo de conciencia, el biógrafo retuerce la opinión pública del escritor hasta obligarle a decir hoy lo que no se atrevía a afirmar entonces. En marzo de 1952, Pla publicó en Destino un artículo titulado 'El viaje del ministro', sobre la visita que había hecho a Cataluña Fernando Suárez de Tangil, conde de Vallellano y ministro de Obras Públicas, viejo conocido suyo de los años de la República. En el artículo, Pla denuncia los intentos de disimular el mal estado en el que se encuentra la provincia y pide al ministro que invierta en carreteras e infraestructuras porque el país está hecho una pena. Xavier Pla nos lo cuenta en estos términos:

“Se refiere a la situación de caminos y carreteras comarcales, al estado de abandono de los pueblos pequeños, que malviven sin limpieza ni alumbrado ni seguridad ni ningún tipo de modernización administrativa. La situación de Cataluña es digna de una colonia. Pla no utiliza esta palabra, pero escribe: “El país es digno de ser tenido en cuenta, aunque no sea más que por lo que tributa y por lo que representa. El país está mal, en un atraso y un abandono completos en casi todos los aspectos de la existencia. No hay más que verlo”. (p. 1006)

¡Pla no escribe la palabra colonia, pero la tiene en la punta de la lengua! Se trata de un caso flagrante de lo que Ferlosio llamaba “trofalaxia”, la manera que tienen algunos insectos e incluso algunas aves de pasarse el alimento de boca a boca. En 1952, España entera se resentía aún de los estragos de la guerra y la autarquía, convertida toda ella en una colonia de sí misma y con zonas mucho más depauperadas que Cataluña. 

El escritor Josep Pla

El escritor Josep Pla WIKIPEDIA

Un cor furtiu debe su título a la oculta y clandestina vida amorosa del escritor, que apenas asoma en su obra. Casi todos los noviazgos, tanto la larga relación, casi matrimonial, con Adi Enberg, como luego el intermitente affair con Aurora Perea o la historia con Consuelo Robles, una analfabeta de Cadaqués, eran ya conocidos. El autor aporta el valioso testimonio de todas ellas, que viene a confirmar lo que ya se sabía. Pla fue un hombre incapacitado para el compromiso, mujeriego y más sentimental de lo que aparentaba, pero al final siempre solitario y desapegado. El amor platónico y crepuscular por Luz de Santa Coloma, una joven y bellísima argentina que Pla conoció en un barco de regreso de Buenos Aires en 1958, es quizá lo más novedoso. Y el capítulo en el que se cuenta es uno de los mejores. Con él se podría hacer una película de inspiración clásica, al estilo de Love in the Afternoon (1957) de Billy Wilder. 

De todos modos, sorprende que apenas se vincule la furtividad de ese corazón con uno de los puntos ciegos de la obra del escritor. Se ha citado muchas veces la certera observación de Gabriel Ferrater según la cual Pla no llegó a ser un gran escritor europeo por su reticencia a abordar el problema de la intimidad. En una encuesta sobre la obra de Pla publicada en 1972, Ferrater abundó en la cuestión añadiendo:

“Su única falta grave, la comparte Pla más o menos con toda la literatura catalana moderna (Solitud, y algunas cosas de Maragall y de Mercè Rodoreda, son quizá las únicas excepciones): se trata del exceso de pudor, y aun de cobardía, en el orden de la expresión moral personal. Recordemos a Pavese, que se parecía tanto a Pla en muchos aspectos, pero que se había dejado marcar por los ácidos de Baudelaire”. 

¿No hubiera sido interesante traer a colación este asunto? La falta de un lenguaje para la intimidad la compartía Pla con buena parte de los escritores españoles, que en ese campo siempre han oscilado entre la brutalidad y la cursilería, en parte por lo que Gil de Biedma llamaba la “incultura de las emociones”. El mismo Pla nos da pistas del problema en El quadern gris: “Mientras Romeo y Julieta de Shakespeare no forme parte de los programas escolares, los hombres y las mujeres saldrán de las escuelas sabios pero vulgares. Y los novelistas dedicados a esclarecer estos misterios no tendrán más remedio que ser mentirosos o adocenados”. Y en otra parte del mismo libro, después de una visita a un burdel, Pla reflexiona sobre las consecuencias que para la sentimentalidad del país ha tenido el inevitable recurso a la prostitución: “Tarde o temprano todo el mundo ha tenido que pasar por unas piernas como cañas o hinchadas como jamones y colocadas en unas medias negras –desgarradas o demasiado holgadas–, por formas de la anatomía cuyo recuerdo os ha producido miedo u horror, remordimiento o vergüenza, y os ha conducido a todas las formas de la hipocresía. Estos impresionantes establecimientos mantienen el senequismo peninsular de una manera viva y persistente”.

El autor, por cierto, dedica un apartado entero a El quadern gris en el que describe su largo y complejo proceso de elaboración. Como ya sabíamos, Pla reescribió, seguramente a partir de los años cuarenta, un dietario de juventud que recogía vivencias, reflexiones e historias de los años 1918 y 1919. Xavier Pla proporciona información interesante sobre la historia tanto editorial como textual del libro, pero de nuevo causa estupor la indigencia de la interpretación que del mismo ofrece. Para Xavier Pla, la obra maestra de su biografiado constituye su particular Bildungsroman, el relato de sus años de formación. Period.

Josep Pla y Joaquín Soler Serrano durante la entrevista del programa televisivo 'A fondo' (1976)

Josep Pla y Joaquín Soler Serrano durante la entrevista del programa televisivo 'A fondo' (1976) RTVE

Pla conocía muy bien la gran tradición del memorialismo francés, esa gran frase que va de Saint-Simon a Proust. Como en el caso de tantos escritores españoles, su reto consistió en crearse una tradición. Ferrater observó que Pla fue el primer prosista catalán que no venía de la lírica. Si Josep Carner llenó, él solo, el vacío que se había producido en la literatura catalana desde el Renacimiento, Pla llegó para paliar la falta de una producción en prosa basada en la lengua de la calle y en la observación del mundo a ras de tierra. Su realismo es en ese sentido una operación de vanguardia, como lo fue para los naturalistas franceses que le precedieron. La realidad inmediata –eso que Stendhal llamaba banalidad, en oposición a la sublimidad– se convirtió en el principal objeto de la literatura. Y ahí la estética, por así decirlo, se convirtió en una ética que está en la raíz de su participación política. Su búsqueda del adjetivo exacto durante la pausa para liar el cigarrillo está relacionada con su sueño de vivir en un país consolidado, con una moneda estable y trenes puntuales. 

Cuando se retiró a su masía de Llofriu tras la Guerra Civil, Josep Pla era sobre todo un periodista y un escritor que había fracasado en su intento de racionalizar la vida pública del país. Como también observó Ferrater, Pla tenía una gran lucidez teórica a la hora de analizar cuestiones políticas pero una gran ingenuidad en su aplicación práctica. Por ello fue engullido por la barbarie general, como tantos otros escritores que a diestro y siniestro decidieron tomar partido en el siglo de la “megamuerte”.

Manuscrito de 'El cuadren gris'

Manuscrito de 'El cuadren gris'

Si bien se mira, por tanto, la lenta y minuciosa reconstrucción de El quadern gris fue en realidad su particular Recherche. De la misma manera que el mundo encantado que surge en la rememoración de Proust se alza contra la destrucción y el olvido que se empezaron a gestar con el estallido de la Gran Guerra, el pequeño reino de la juventud de Pla, en aquellos años previos a su diáspora periodística y a su implicación política, se evoca contra la devastación que le seguiría, empezando por esa primera gran matanza mecánica de la guerra europea que ya resuena al fondo de las conversaciones consignadas en el dietario. 

La detallada observación del paisaje, la morosidad con que se registra el paso del tiempo, la inocencia misma que flota en la atmósfera, el eco de las primeras lecturas, todo está en el fondo transido de la aniquilación presente en la conciencia del autor que en la posguerra reescribe aquellos años en que “mi generación empezó a vivir”, justo cuando se terminaban en Europa “la paz, la prosperidad, la libertad y el bienestar”. Vendrían después una serie de torbellinos, un periodo pocas veces visto de “locura general progresiva” que terminó por destruir “la más adorable y sustanciosa creación del ser humano en esta tierra: la manera de vivir y de estar en nuestro continente”. Pla se hacía estas reflexiones en uno de sus artículos de Destino, publicado en 1947 con motivo su cincuenta aniversario. A su juicio, su generación había llegado a esa edad “con una dentadura devastada, unas gafas cada vez más anchas y el hígado echado a perder”. Ese era el autor y el súbdito que por entonces estaba rehaciendo su dietario de juventud. Por eso hay que considerar El quadern gris, en realidad, como uno de los grandes libros sobre la posguerra.

Un cor furtiu es, en definitiva, una gran oportunidad perdida. En un país con escasa tradición biográfica, el libro llenará un hueco en el estante que ya no será reemplazado, en el mejor de los casos, hasta dentro de mucho tiempo. Xavier Pla cuenta al principio cómo el escritor quería coronar su obra completa de Destino con una biografía de encargo. Para ello, sondeó a varios periodistas y escritores amigos –Ibáñez Escofet, Porcel–, pero todos sospecharon que Pla les pedía una hagiografía y declinaron la oferta. El escritor guardó con escrúpulo –y es una de las importantes informaciones que ofrece esta biografía– hasta la más mínima prueba de su paso por este mundo, desde recibos hasta billetes de barco, cartas, todos sus manuscritos, muy consciente de su posteridad. Con todo ello, Xavier Pla no ha escrito, ciertamente, una hagiografía, pero tampoco la historia que una vida y una obra como las de Josep Pla hubieran merecido. 

El escritor Josep Pla

El escritor Josep Pla

Algún día habrá que estudiar en serio cómo la operación ideológica que empezó con el pujolismo y siguió con el fracaso moral y político del independentismo ha banalizado hasta la asfixia lo mejor de la cultura catalana. En ese sentido, la deplorable polémica por la negativa del establishment nacionalista a concederle a Pla el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes fue ya un primer síntoma. Xavier Pla sospecha que las bases de aquel premio fueron redactadas con la intención subrepticia de impedir que algún día fuera concedido al traidor Josep Pla. Aquel “honor” era el mismo que luego predicaría e institucionalizaría el Molt Honorable Jordi Pujol, a la postre despojado del tratamiento en virtud de la misma hipocresía que le negó el pan y la sal a Josep Pla. El premio estaba destinado a reconocer un honor patrio que nada tenía que ver con las letras, tan descastadas siempre las pobres. Y ya se sabe que cuando se trata de unificar la vida intelectual de un país en torno a una sola causa ni el honor ni la literatura salen bien parados. El único que se atrevió a condecorar a Pla, con la medalla de oro de la Generalitat, fue Josep Tarradellas, que no por casualidad había luchado en el otro bando durante la Guerra Civil. 

En las últimas páginas de Un cor furtiu se echa en falta una referencia a la relación que el escritor tuvo con Fray Marc Vallés, un monje de Poblet, recientemente fallecido, que le sirvió como enfermero y que llegó a celebrar misa, a finales de enero de 1981, en la habitación del moribundo, a quien también dio la extremaunción. Pero Xavier Pla explica tan solo que muy al final, Pla escribía una y otra vez las mismas frases: “Em dic Josep Pla i Casadevall. Vaig néixer a Palafrugell (Empordà petit) el 8 de març de 1897…” Para el biógrafo, “es como si en los últimos meses de vida hubiera necesitado escribir para repetirse cada día quién era él”. Aunque más que una cuestión de identidad en el fondo esa reiteración senil parece una regresión, como si el escritor hubiera querido volver a nacer, a la manera de los agonizantes que en su último trance vuelven a hablar una lengua materna olvidada. 

En cualquier caso, hay otro detalle que termina imponiéndose como metáfora involuntaria del sentido último de esta biografía. Cuenta Xavier Pla que el día de año nuevo de 1981, la cobla-orquesta Costabrava de Palafrugell apareció ante el Mas Pla para bailar una sardana. Mientras moría el escritor que había elevado la prosa catalana moderna –y por tanto la inteligencia del país– a la dignidad europea, una nueva concepción demótica de la cultura, justamente aquella que implantó Jordi Pujol, entonces recién elegido presidente de la Generalitat, se abría paso en la nueva Cataluña nacionalista.