Auge del haiku en español
Cuatro novedades editoriales confirman la vitalidad de esta forma poética japonesa, caracterizada por la escritura de un máximo de tres versos y diecisiete sílabas, y basada en el arte de la sugerencia y la contención
29 abril, 2024 16:57La historia de la literatura se confunde con la historia a secas porque esta no es más que la consignación, en fuentes escritas, de los sucesos. Lo anterior a esa escritura es nebulosa, y los grandes historiadores de la Antigüedad tienen un pie asentado en la propia historia y en la crónica, y otro en la literatura, en la palabra cultivada y artística. La historia de la literatura es, también, la sucesión de hibridaciones, de importaciones, e igual que el naranjo o el papel vinieron de Oriente, de Oriente vino una forma poética japonesa, el haiku, como antes de Italia vinieron el endecasílabo y el soneto.
El haiku es la tornavuelta de esa manía nipona de la imitación y la apropiación, en la que los naturales del país del Sol Naciente han demostrado una agudizada excelencia (para empezar, con el propio haiku, que surge de formas adoptadas de China). Si allí copian transistores y aparatos en general, en todo Occidente se ha replicado esa otra maquinaria perfecta que es un haiku (precisa caja de música de diecisiete sílabas y un único asombro). Fueron, desde hace ahora poco más de un siglo, llegando a nuestras lenguas esas ondas procedentes de muy lejos y que agitaron el estanque posmodernista que ya trepidaba de vanguardia. Y el mexicano José Juan Tablada (1871-1945) fue el inaugurador de esa tradición entre quienes escriben en español.
El haiku es un relampagueo en verso que rasga la noche de la prosa; no luna o estrella, sino luciérnaga. Y como epifanía, delicado monumento del instante, ha sido cultivado con provecho en nuestra tradición, en la que se puede decir que tenemos extraordinarios haijines, maestros de esta forma que no depende tanto de su estructura de tres versos y diecisiete sílabas como de la contemplación, una piedad general y una capacidad no siempre fácil de poner en relación los hechos de la naturaleza (estacionales o meteorológicos) con el alma del poeta.
Muchos de los haikus escritos en español, lo mismo en Barcelona que en Sevilla, igual en Caracas que en Buenos Aires, están entre los mejores compuestos en cualquier lengua, y habría que pregonarlo si no fuera porque al humilde haiku no le sientan bien chovinismos, alardes ni aspavientos. No se trata de hacer aquí una historia del género, pero al hilo de varias novedades bibliográficas se puede actualizar la información, siempre creciente.
Y fundamental para ello es el nuevo libro publicado por la editorial Renacimiento en su colección Los Cuatro Vientos que agrupa varios textos seminales y otros estudios bien orientados y enriquecedores. Camino del haikú (así acentuado) se subtitula Ensayos. Antología hispanoamericana, y su editor literario es Agustín Jiménez, mexicano de 1955. Aquí el lector encuentra páginas de Tablada, Octavio Paz o Manuel Maples Arce, entre otros. Del primero es el poema 'Elogio del buen haijin', de 1923, una larga desiderata de lo que debe ser el hacedor de haikus y aplicada, ya en los primeros frutos que daban, a quienes muy pronto lo siguieron en México: Rafael Lozano, Francisco Monterde y otros.
En ese mismo poema, Tablada desliza algunos versos que son definiciones del haiku: “Su talismán es la ironía”, o “Canta en la gloria del instante / la flor, la piedra, el animal”. Con un uso de la rima ajeno al haiku y en una composición que no pretende serlo, dice demás: “En todo vierte su amor el haijin, / sabiendo que del Sol a la célula / y del ángel a la libélula / el alma universal no tiene fin”. Él ya tenía esto bien comprobado, pues aparte de haber residido en Japón durante dos temporadas y de haber escrito sobre el país, había publicado en 1919 el cenital Un día… Poemas sintéticos. Y tres años después una colección más extensa, El jarro de flores. Disociaciones líricas. Uno más otros, los primeros haikus en español.
Siguen en los ensayos posteriores de Caminos del haikú muchas informaciones valiosas sobre poetas y, dada la brevedad de esta forma, se reproducen íntegras numerosas composiciones. Alfonso Cisneros Cox cierra, por ejemplo su artículo sobre 'Naturaleza y brevedad en la poesía hispanoamericana' con una magra pero suculenta antología que recoge muestras más recientes de México, Cuba, Costa Rica, Venezuela, Colombia, Chile, Ecuador, Uruguay, Argentina y Perú. Las voces que se incluyen son las de Torres Bodet, Blanca Varela, Jorge Teillier, Mario Benedetti y numerosos más (al lector le complacerá hallar nombres para él desconocidos que brillan sin embargo por su excelencia) .
Por esa lamentable disociación que perezosamente separa la literatura española (mal llamada peninsular) de la hispanoamericana, como si ambas no fueran una comunidad de espíritu y lingüística, más allá de buceos en la lírica popular, Antonio Machado, las soleás y el Quevedo más brillante e imaginista que describe con ingenio las verduras, las muestras españolas brillan por su ausencia y ni una vez se menciona a un precursor de las japonerías en nuestro solar patrio como fue el malagueño Alejandro Mac Kinlay, autor de Haikai, publicado en París en 1936.
Es inevitable que en los diferentes capítulos haya reiteraciones, tanto de informaciones sobre el género como de haikus concretos (alguno aparece hasta cuatro o cinco veces en el conjunto del libro), pero se sale de la lectura con las ideas claras y un buen conocimiento de las figuras más señeras en el cultivo de esta forma, que no es tanto eso, una forma, como un concepto, un modo de ver, un fondo. El amplio y colorado abanico, como de pavo real (hay algún haiku muy citado sobre esta ave), va desde los haikus con rima al modo de los tres últimos versos de la seguidilla, con flexibilidad métrica (“Breve cortejo nupcial, / las hormigas arrastran / pétalos de azahar”, Tablada), a encarnaciones absoluta y transparentemente fieles en la forma (“¿Es un imperio / esa luz que se apaga / o una luciérnaga?, Borges).
Los haikus, como escribió el mexicano Alfonso Méndez Plancarte, son “minúsculas joyas inoxidables” y constituyen, “la lírica en su dosis acaso más homeopática”. Según Paz, estos productos de Japón, “que no nos ha enseñado a pensar sino a sentir, proporcionan “calma alerta y que nos aligera”. Alguien que ha profundizado en ellos, pionero en su estudio con una tesis doctoral de 1972, El haiku japonés, es el sevillano Fernando Rodríguez-Izquierdo, que los ha anotado y traducido (poco a poco ha ido dejando una admirable biblioteca de haijines clásicos puestos por él en español). También los ha escrito, y probablemente constituyan lo mejor de su obra poética.
Hace poco la Asociación Hasekura de Coria del Río (Sevilla) ha publicado Aleteos al Sol Naciente. Conversaciones con Fernando Rodríguez Izquierdo. Estos diálogos son con Juan Manuel Suárez Japón, quien en su segundo apellido ya evidencia la estela nipona de una genealogía que en Coria, a la orilla del Guadalquivir, se remonta al arribo de la embajada del samurái Hasekura Tsunegaga en 1614, venida del puerto mexicano de Veracruz tras llegar a la Nueva España por Acapulco (precedente de la irradiación mexicana que tres siglos después propició Tablada).
Rodríguez-Izquierdo narra sus estudios en Japón como jesuita que al final no optó por los hábitos, dada su falta de vocación sacerdotal, y cómo aprendió la lengua del país y tradujo su literatura hasta hacerse acreedor a la Orden del Sol Naciente, premio otorgado por el Gobierno japonés, por su contribución a la difusión de la cultural del país. La labor de Rodríguez-Izquierdo en este terreno es ingente, y solo para la editorial Satori y su colección Maestros del Haiku ha vertido a Issa, Ryunosuke, Basho, Kyushi, Shiki y media docena más.
El estadounidense Ty Hadman se asombraba en 1985 de que “ningún escritor de lengua castellana haya tomado al haikú suficientemente en serio como para adoptarlo como forma principal de expresión literaria”. Mucho ha llovido desde entonces, y en España tenemos desde hace años poetas que le han dedicado al haiku sus mejores y más prolongados esfuerzos. Probablemente, Susana Benet sea el más depurado ejemplo de ello. Aunque ha publicado también poemas normales en metros como el endecasílabo, que le han permitido ensanchar sus temas y tonos, la poeta valenciana ha publicado varias colecciones íntegramente dedicadas al haiku, una de las cuales, Ráfagas, le granjeó el Concurso Ciudad de Medellín (Colombia) en 2013.
Ahora Benet ha publicado Alma de caracol en la nueva colección dedicada al haiku de la editorial La Garúa, bajo la dirección de Jesús Aguado y Joan de la Vega. En ella han aparecido también libros de Vicente Gallego y otros, y se anuncian más, en racimo que va a hacer historia. Hay que decir que no basta con superponer 5, 7 y 5 sílabas para tener un haiku, se necesita además una mirada capacidad de asombro, una comunión con la naturaleza, cuanto más mínima y a mano mejor, y no desdeñar la levedad y el humor, rasgos que caracterizan a un monje zen.
Benet cumple con creces estos requisitos, y no teme que se cuele en sus haikus algún prosaísmo, que es como palanca para el lirismo reflexivo y melancólico: “El carril bici. / ¿Quién recuerda que allí / crecía un ciprés?” Algo parecido sucede con un choque de coches: pocos podrán sacar de eso un poema; Benet, sin embargo, nos ofrece al respecto una lección de serenidad y de superación de la contingencia. Benet lleva como nadie los procesos del tiempo a sus versos, y es maestra en captar lo fugaz, ya sea sobre lo poco que dura una hora o cómo, en el mes de febrero, la flor de Pascua conserva todavía su color rojo.
Hay también algo franciscano en la hermandad percibida (transmitida) con plantas y animales; así, una abeja es tratada de usted en estos tres versos, con su quiebro humorístico, espontáneo, que pudieran haber escrito Issa o Buson: “Señora abeja, / ¡que no soy una flor! / No se me acerque”. En algunos, además, se habla de los propios haikus, pero siempre desde la duda: queden las certezas para otros tipos de poesía, como la épica.
Tampoco es ningún advenedizo en esto del haiku León Molina, albaceteño nacido en Cuba que publica ahora Olor a humo. Haikus del jardín. Lo hace en la colección La Isla de Siltolá Haiku, donde ya había aparecido Grillos y luna, de Benet, Capitalinos, de Jesús Munárriz o Semillas del olmo, de Frutos Soriano. Molina es un gran observador de las aves, y en este caso demuestra serlo, además, de las plantas y la naturaleza en general. Es un libro más extenso (aproximadamente el doble de páginas que el de Benet), pero no es lo importante la acumulación, sino el detallismo menudo que trasluce, por ejemplo: “Golpe de azada. / Se salvó por un pelo / la culebrilla”.
Hay decenas de minúsculas obras maestras aquí también, apiadadas de las minucias que son, en el fondo, lo que más importa. Y por lo general su métrica es dúctil y no se queda en el consabido molde de 31 sílabas y simétrico reparto (en realidad, también los maestros japoneses se saltaron a la torera, cuando les vino en gana, el cómputo obediente de las sílabas). Y esporádicamente opta por un dístico, en vez de la estructura trimembre. Zorras, lombrices, currucas, y el hombre, el hombre que forma parte de todo eso y es espectador y parte: “No esperes mucho, / jardín, de mí. / Me hago viejo”. El haiku es el centro de la diana, sin su esfera. A él va el dardo del lenguaje. Su blanco es el corazón humano, y lo ideal es que una misma flecha atraviese al hombre, el cerezo, la rana y el atardecer. En los cuatro libros aquí recogidos hay muchos de esos aciertos.