Un verano 'ancien régime': Weimar, Baden-Baden y Maguncia
Un viaje desde la Weimar de Goethe y Thomas Mann, pasando por las ciudades balneario de Centroeuropa, donde Dostoievski escribe 'El jugador' y se refugian Pasternak y Herman Hesse, hasta la Maguncia de Gutenberg
22 agosto, 2023 19:00Johann Wolfgang Goethe se enamora secretamente de Carlota Kestner, pero se aparta de su lado y no vuelve a verla hasta un encuentro formal muy posterior. Un día, Carlota anuncia su visita al anciano poeta en Weimar, el santa sanctorum del clasicismo germano, que no deja de ser un pueblo monumentalizado gracias al mecenazgo de la duquesa Ana Amalia de Sajonia. Carlota es la viva estampa de Lotte, el personaje femenino de Los sufrimientos del joven Werther. Cuando Carlota atraviesa el umbral de la casa de Goethe, al pie del bosque de Turingia, su cita con el padre de las letras germánicas remueve las calles y se convierte en la comidilla de palacios como el Wittum, sede de las tertulias en las que se reúnen Schiller o Herder.
El recuerdo no prende; Carlota ha enviudado de otro hombre y ha criado a ocho hijos. Por su parte, el anciano ha perdido el carisma que tantas veces utilizó sin éxito en el cortejo amoroso de bellas mujeres. La visita, pura formalidad, conecta el pasado con el presente; lo hace en 1939, en el momento en que Thomas Mann publica Carlota en Weimar, una novela escrita en el exilio de Suiza en la que el Nobel reflexiona sobre la añoranza de un amor no correspondido, los límites de la creación, el capricho omnisciente y el culto a la personalidad. Todo conla amenaza del totalitarismo en Europa y la certeza de la imparable decadencia cultural de Alemania.
A día de hoy, Weimar es la apoteosis del recuerdo y la posibilidad de pasar un verano fresco, con noches de cubrecama y manta de lino, en elegantes casas de reposo; las mejores establecimientos cuentan todavía con los espejos del Romantic Dorothee, y los capiteles del Dorint Am Goethepark o del Gaststätte Alte Remise, dotados de estancias y panorámicas.
Weimar es el kunst (arte) desvinculado del equívoco Könen (saber); con terrazas y salones que son la exaltación de la música y la poesía en sí mismas, las plateas y la melodía degenerada, que tanto odiaron los nazis. En el arte, la intensidad es más fuerte que la voluntad de conservación, un tanto que Goebbels, el ministro de propaganda del Reich, tiene a su favor.
Los belvederes y columnas ajardinadas de las termas, a fuerza de barroquismo, son arte puro en la República de Weimar, pero el Reich quiere convertirlos en símbolos del kitsch, su estética intrínseca. Al advertir el problema, Max Weber lanza su advertencia: “lo dionisíaco debe serenarse antes de entrar en el terreno político”.
El nacional-socialismo reduce la Ópera de la ciudad elegida a su valor intemporal, mitológico. Elimina de su escenografía las formas suspendidas y etéreas; el cromatismo libre de su superlativo Teatro Nacional es abrasado por el fuego de las musas hitlerianas, que tratan de abrazar el pasado helénico por puro desconocimiento. El éxtasis de la nación odia el buen gusto de su propio pueblo.
A lo largo del siglo XIX, Baden-Baden, la ciudad alemana del Lander de , concita el delirio de ludópatas brillantes, como Dostoievski, autor de El jugador, la historia de Aleksei Ivánovich, hipnotizado por la fiebre de la ruleta. En 1863, el autor ruso atruena en el recargado Casino Baden Spielbank, hasta perder la camisa, la ropa y las joyas de su amada. Días más tarde, acaba con todo en el Hipódromo de Iffezheim.
Se arruina, se refugia de balde en el hotel que le alimenta por compasión a base de pan tostado y agua; pide dinero prestado a sus amigos de San Petersburgo y escribe. Lo que pervierte a su alma, al mismo tiempo, la engrandece. Puede decirse que solo le salva la cara amable del mundo elegante: las termas, el “paraíso en la tierra”, en palabras del maestro Iván Turguénev, el sabio que construye Humo, una historia de amor atormentado, inspirada en la búsqueda de la soprano española Paulina Viardot-García, su ideal de mujer. Turgénev se apena, se instala definitivamente en la ciudad balneario y trata de salvar el mundo desde una clave literaria, que admira la civilización.
Pocas cosas pueden ser más atinadas a la hora de explicar la implosión de Alemania que la ciudad balneario de la aristocracia europea invadida por artistas rusos, héroes en Crimea, zaristas arruinados, bolchevique acusados de revisionismo y tránsfugas maravillosos, como Boris Pasternak (nacido en 1890).
De adolescente, el escritor sobrevive al Octubre rojo, y mucho después concilia al mismísimo Stalin con su Doctor Zhivago, la novela río de un mundo en descomposición. El libro, prohibido en Rusia y publicado en Italia por Feltrinelli, encumbra el amor como único lenitivo del infierno en la tierra.
Pasternak, hijo del prestigioso pintor Leonid Pasternak y de la pianista Rosa Kaufman, conoce los humores del alma amontonados por su familia en la ciudad de Berlín, destino de celebres exilios, y picoteados por los veranos refulgentes en Baden-Baden. Algunos balnearios, como el Caracalla, que debe su nombre a las termas de Antonino, levantadas en Roma por los emperadores Séptimo Severo y Caracalla, siguen siendo aguas de culto.
Otras mantienen su esplendor decimonónico, como el complejo Kurhaus, obra del arquitecto Friedrich Weinbrenner. El trayecto de Pasternak, ruso de origen judío, supera las dos grandes guerras y atraviesa el medio siglo XX: Zhivago es llevada al cine en 1965 por David Lean, ocho años después de que el escritor reciba el Nobel (1956).
El superlativo Herman Hesse levita en sueños en las camas de hierro, situadas al aire libre, que protegen a los pacientes en Baden bajo mantas y gorros de dormir, que les tapan el rostro. A su paso por la ciudad de agua sulfurosa para combatir los desequilibrios mentales, Hesse es ya un anciano.
Lo ha publicado todo, incluido El juego de los abalorios, su última gran entrega, el cénit permeable de un mundo dominado por un juego de partituras musicales y matemáticas, capaz de conducir a un estado de perfección indolora. Hesse recibe el Nobel en 1946, después de ponerse en manos de su amigo, el doctor Gustaf Jung, el brillante psiquiatra que le aconseja descanso en un clima seco de mediana altura.
Partidario de terapias capaces de fortalecer del cerebro por medio de la imaginación, el Jung que acaba influyendo a las nuevas generaciones en detrimento de psicoanálisis freudiano, no puede imaginar entonces que el autor de El lobo estepario y Siddhartha será leído por millones de personas, después de muerto; y que, ambos, médico y escritor, acabarán convirtiéndose en referencias de la contracultura de los años sesenta y setenta.
Cansado de sí mismo, Hesse prueba la crioterapia de su tiempo y resume la experiencia en Baden-Baden en uno de sus últimos libros, titulado En el balneario, un relato depresivo que encaja con sus notas autobiográficas anteriores, reunidas en Obstinación.
Maguncia (Mainz) es una ciudad hecha de madera y ladrillo de arcilla Guillermina. Es un mundo encantado que nos muestra la nostalgia del retorno; no tiene grandes nombres, como no sea el de Johannes Gutenberg, el inventor de la imprenta, pero se explica nítidamente a partir de su implantación arquitectónica, a orillas del Rin, al encuentro de su afluente, el Meno.
Es la urbe fundadora de la judería Asquenazi y forma parte de las grandes comunidades llenas de sinagogas, junto a Erfurt y Worms, a lo largo del gran río. Sus vecinos tienen fama de ser una comunidad calculable integrada por gentes que nunca se abandonan a la inspiración subjetiva; Maguncia es la escenografía perfecta del arte ensimismado, la del mundo filisteo -al decir de los románticos-, la del exceso bien dosificado de los que se prohíben a sí mismos ser admirados.
Los artistas de Maguncia, al margen de casos como el del violinista y compositor August Peter Cornelius, no se sienten implicados en el mercado del arte moderno; tratan así “de no traicionar lo sagrado”, en palabras de ETA Hoffmann.
Lo cierto es que, en sus pequeñas plazas, uno tiene la sensación de que sus creadores no quisieron sobrevivir a la mentalidad utilitaria del XIX, quizá porque “no se pueden negociar bienes con dones del cielo” (Clemens Brentano). Los maguntinos se apasionan en fiestas insólitas como la Rosaleda, en honor de la denominación vitícola de Rheinhessen. Sus gentes aman el teatro y se sienten partícipes de la revisión romántica, emprendida por los amantes de Johann Ludwig Tieck, fallecido en 1853, hispanista, traductor de Cervantes y valorado por sus obras satíricas.
Debajo de los tejados de tiza y de los pequeños salientes de su casco antiguo, Maguncia, la actual Mainz, nos devuelve al joven Werther, el suicida enamorado de Carlota. La arcilla y la pizarra transmiten sin más el sturm und drang de Goethe. Estamos en una población del Sur de Alemania que está demasiado cerca de las fronteras permeables del noreste francés. Una urbe aparentemente cálida, pero transida por el arrebato: “¿Por qué jamás duerme en mi pecho el aguijón?” (Hölderlin).