Valentí Puig, 'Casa dividida'
El escritor mallorquín publica (en español y en catalán) el tomo de sus dietarios correspondiente al pasado año 2022, donde muestra su veta más lírica y depurada y narra su experiencia de la vejez
10 abril, 2023 19:30“Escribir cualquier cosa, como un elogio del ser”. Esta frase del ya remoto prólogo a Porta incògnita (2002), el libro en el que reunió sus primeros diarios y gracias al cual muchos descubrimos su obra, podría definir la dedicación de Valentí Puig a la literatura. Poeta, novelista, ensayista y periodista, Puig lleva cincuenta años siendo, más que un escritor, “un hombre que escribe solo”, como quiso definirse en aquel mismo prefacio, un autorretrato lúcido, encantador, de una vitalidad contagiosa. Cuando lo escribió, su autor tenía entonces cincuenta y tres años y cenaba solo en un restaurante de Santander, como anual rito privado, con la sola compañía de una botella de Moët, un bolígrafo prestado del local y el reverso en blanco de unos folios impresos. Esa imagen de felicidad solitaria y de insobornable atención al mundo, con el trasiego de camareros y comensales a su alrededor, mientras él seguía escribiendo, no matter what, es la que vuelve cada vez que tenemos el placer de leer una nueva entrega de sus diarios.
Porta incògnita recogía los de los años 1970 a 1984 y ahora Casa dividida (Proa en catalán y Destino en castellano) es el de 2022, el primero que ya pertenece claramente al ámbito de senectud. Entre estos dos títulos ha habido otros muchos, como Cent dies del mil.leni (2001), Rates al jardí (2011), Dones que dormen (2015) o La bellesa del temps (2017). Hace poco, en Dioses de época (2021), Puig hizo “una memoria personal” sobre el cambio de siglo a partir de las notas escritas entre 1993 y 2006, esta vez solo en castellano. Considerada ahora en perspectiva, su obra diarística conforma una valiosa crónica de la experiencia pública y privada de un ciudadano europeo desde finales del siglo pasado hasta las primeras décadas del nuevo. Confluyen en su autor, además, distintas vetas estilísticas que hacen de sus diarios obras especialmente ricas e incitantes.
Lejos del tedioso narcisismo que suele animar el género en nuestro país, Puig tiene una muy rara capacidad de humillación, sobre todo en los diarios de juventud, donde abundan los impagables episodios noctámbulos. Como decía W. H. Auden, art is born of humiliation. En contra de lo que suele creerse, el diario es un género muy difícil. Uno puede ser un buen novelista o una brillante ensayista y en cambio no saber dar forma a la introspección. Enfrentarse a la propia vivencia es tal vez el mayor reto imaginativo, puesto que la invención de la máscara –la prosopopeya– es aquí un juego peligroso, lleno de trampas, susceptible de la más burda corrupción. Como decía Elias Canetti, cuando un diarista imagina un auditorio, ya está falseando su cometido. En ese grado de escritura, uno se inventa tanto a sí mismo en el sujeto que habla como en el que escucha, que se convierte en un juez impenitente. Y en el bien sostenido equilibrio de ambos personajes estriba la verdad de la empresa.
Con respecto a la intimidad, Puig ha sabido pasear por sus bajos fondos sin caer en la siempre embarazosa self-pity. Su mirada fría de novelista practicante de la nostalgia del fango sabe contemplar su reflejo con la misma crudeza con que observa a sus congéneres. Una de las constantes de sus diarios son los retratos de gentes anónimas, compañeros de facultad, licántropos supervivientes de los años más caóticos, viejos políticos decadentes, periodistas naufragados, bellas mujeres mal envejecidas, un magma de humanidad derrotada que le ha ido acompañando en Palma, Barcelona, Madrid, Derry o Londres, la geografía urbana de las distintas etapas de su biografía. Ahí su habilidad para captar con un gesto o unas palabras toda una vida es admirable:
“Good old E.: mutable y definitivo, etílico y estoico. Me asegura que un día nos vendrá a ver a Centelles y que le gustan las montañas. No vendrá ni le importan las montañas. Cuando me marcho, pide el tercer whisky y en su fisonomía de arrugas palpita un ser real, a medio camino entre el que él cree ser y el retrato robot que le hará un dron espía cuando camine por la calle Pau Claris”.
Del apunte íntimo o rememorativo, Puig suele saltar a la reflexión sobre cuestiones públicas, un campo donde se aprecia su dedicación durante décadas al periodismo desde cabeceras nacionales, también como corresponsal en Londres, un trabajo que propició algunas de las mejores páginas de su diarios reunidos en La bellesa del temps. Su mirada, prácticamente invariable desde los años 1970, de conservador a la británica, –aunque también hay algo en él de escritor católico francés de entreguerras–, a la vez europeísta y atlantista, resulta al cabo de los años muy higiénica y lúcida, por cuanto ha conseguido mantenerse al margen de las pasiones espurias que han devorado a muchos de su generación, tanto en el ámbito de la izquierda radical, como de la derecha ultramontana o del nacionalismo.
En Dioses de época se cuentan algunas escenas muy jugosas de sus entrevistas con Jordi Pujol, que en su etapa de presidente intentaba captarle para que dignificara intelectualmente su proyecto, más asociado al agro que a la ciudad ilustrada. Pero Puig supo mantenerse a distancia y observar los fastos convergentes con ironía e incólume sentido crítico. Su ensayo L’os de Cuvier (2004) sigue siendo uno de los mejores análisis de los vicios y debilidades de la cultura catalana y merecería una nueva edición y puesta al día.
Volviendo a la imagen del principio, podríamos preguntarnos ¿qué hace un escritor mallorquín, vecino tanto de Barcelona como de Madrid, cenando solo en un restaurante de Santander y escribiendo en catalán? La pregunta no se refiere por supuesto a la anécdota sino a la particular y oblicua posición que ello delata. Y es que Valentí Puig ha conseguido ser un autor español que compagina con talento y naturalidad el catalán y el castellano, prácticamente en todos los géneros, sin plegarse a los dogmas de ningún extremo.
Es verdad que políticamente ha sido partidario de las fuerzas de centro derecha, desde UCD al PP, pero ello no le ha impedido mantener esa irreductible postura que la escena en el restaurante santanderino ilustra. Quizá sea esa una virtud del isleño transterrado, que siempre lleva consigo la marca indeleble del exilio, porque en realidad nunca se ha movido de la isla que le vio nacer y que a su vez constituye una metáfora del inevitable destierro que acaba siendo cualquier vida decente. Como él mismo dice en Casa dividida:
“Patria, Matria, Tierra: determinarse a ser un hombre libre y fiel a tus muertos, al deber y la lealtad, a las raíces y los futuros abiertos. Patria íntegra como un dominio de la memoria, contrapuesta al vínculo cool o a la convivencia. Dejemos que el Gulf Stream nos lleve al norte de las pertenencias: todo ligado, un sentido europeo, l’Espanya gran, Mallorca, un pie en Cataluña, las ciudades que nos han acogido, Centelles, la calle Rubí de Palma, recuerdos de Alaró y Londres o Derry, el Putxet de Barcelona o el barrio de Salamanca, Sóller y Camp de Mar. Hago un uso abusivamente indistinto de patria, nación, país, Estado. Espíritu y nación perviven más allá de la Historia o la tierra temblará con el trote de todos los bárbaros. Como patria, España existe desde mucho antes de la Constitución de 1978 o de las Cortes de Cádiz. Ha tenido vicisitudes pesarosas pero nunca con tantas opciones abiertas”.
Casa dividida, como decíamos antes, es también un diario de senectud. El autor vive ya fuera de la ciudad, en el pueblo de Centelles, lejos de las urgencias de las redacciones y la vida social, atento tanto al ritmo de la naturaleza como a las primeras deserciones del cuerpo:
“A partir de los setenta he tenido diversos achaques de vejez –problemas de corazón, insuficiencia respiratoria, insomnio crónico, pérdidas de equilibrio y caídas, desmemoria, vesícula, noches inciertas de hospital– pero sintiéndome, más que nunca, agradecido a la vida, capaz de cordialidad, incluso conmigo mismo. No sé si tiene que ver con dejar Barcelona y percibir muy de cerca la rara sintonía entre las hiedras, los caracoles, las montañas, la niebla y los peces del estanque. Los días pasan y es como ser cónsul de un país que ni siquiera necesita visados, sin ningún obstáculo más que embarcar en el arca de Noé y recuperar el honor de vivir. Conviene exhortarse en momentos de duda: “Mantén siempre la proporción entre la catedral que tengas más a mano y tú mismo, con tu imperfección y finitud y no te quejes tanto. Al final, vuelves la hoja y encuentras una página miniada, gloriosa”.
Old men ought to be explorers, como dice un verso exacto de T. S. Eliot. La vejez es una edad inevitablemente poética y gracias a ello en estas páginas también asoma la veta lírica más depurada del autor. Si hubiera nacido dentro de una gran literatura, probablemente Valentí Puig hubiera aceptado gustoso un puesto intermedio en su canon, pero como pertenece a una cultura en la que los delirios nacionales han terminado por banalizarla, su obra, hoy aún más que ayer, convoca el fantasma de la grandeza perdida y proyecta el resplandor de su fuego.