El crítico cultural Fran G Matute / @JAIMEFOTO

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Letras

Fran G. Matute: “La contracultura en Barcelona dejó de ser una idea y conquistó la calle”

El crítico cultural, autor de 'Esta vez venimos a golpear', publica el primer tomo de una trilogía de investigación donde indaga sobre los orígenes del movimiento contracultural en el Sur de España

9 febrero, 2023 18:20

Fran G. Matute (Mérida, 1977) es un escritor entusiasta, un investigador voraz, un crítico con teorema propio. Un ejemplar atípico de empollón que se ha dejado exaltar por la vida y apenas disimula el entusiasmo por el arte, los libros, la música, la cultura en definitiva. Durante la charla es rápido como la sangre e hilvana conceptos al galope. Acaba de hacerle autopsia a la contracultura sureña en el libro Esta vez venimos a golpear. Vanguardismos, psicodelias y subversiones varias en la Sevilla contracultural (1965-1968), publicado por Sílex, que presentará este próximo jueves, 16 de febrero, a las 19 horas en la librería Calders.

–Su libro se ha recibido como una especie de foto-finish para demostrar que la contracultura en España nació en Sevilla, y no en Barcelona o en Madrid.     

–Parece que existe una competición para ver dónde nació la contracultura en España, pero a mí no me interesa nada el tema. Estoy convencido de que, hacia 1965, ocurría más o menos lo mismo en Sevilla que en Madrid o en Barcelona. Tras revisar en profundidad las hemerotecas y realizar no sé cuántas entrevistas, sólo me atrevo a decir que el caso sevillano fue relativamente especial por el tamaño de la ciudad, por la idiosincrasia, por el peso de la tradición… Su interés es más bien una cuestión de proporción y no si el fenómeno comenzó antes o después que en otras ciudades.

El crítico cultural Fran G. Matute / @JAIME FOTO

–¿El caso de Sevilla fue especial, entonces, por su intensidad?    

–Mi libro es aséptico. Se limita a contar unos hechos que realmente pasaron sin darles importancia ni adornándolos con un absurdo orgullo local. Sólo he tratado de demostrar cómo en una ciudad folclórica y conservadora, en un determinado momento, una serie de gente joven está conectada con lo que está pasando afuera y, además, lo intenta incorporar a su día a día. En Barcelona, en Madrid o en Sevilla sucedió lo mismo que en el resto del mundo occidental, si bien las circunstancias políticas –la dictadura de Franco– lo hicieron particularmente llamativo frente a lo que sucedía en Estados Unidos, Alemania o Francia.   

–¿Jugó a favor de Sevilla, como ocurrió en Barcelona, su ubicación en la periferia?

–Sí. En Madrid se suele explicar que allí costó más porque tenían enfrente a la administración franquista, con sus fórmulas represivas y su vigilancia. En Sevilla también hubo muchísimo control, pero, luego, no pasó gran cosa. Ojo, no quiero decir que no ocurriera nada porque existió la censura: se dieron toques de atención y se produjeron detenciones, sobre todo entre los primeros hippies. La policía estaba encima, muy encima, si bien dejaron hacer porque aún no lo consideraban peligroso.

Al régimen, por estas fechas, finales de la década de los sesenta, le preocupaban las cuestiones morales y políticas, pero todo lo que se saliera de ahí le interesaba poco o nada. Evidentemente, los valores de la contracultura atentaban contra el franquismo, pero en estos años, entre 1965 y 1968, todavía se estaban asimilando ideas. Será, a partir de entonces y sobre todo en los años setenta, cuando se empezó a vivir la contracultura y, como consecuencia, el régimen se puso más tenso, más duro.

Fran G. Matute

–En su opinión, las bases militares de Estados Unidos no tuvieron tanta influencia en el estallido de la contracultura en España.

–Claro que hubo mucha relación con los americanos de las bases –no todos, por cierto, eran militares: había personal civil, hijos de oficiales– y, paradójicamente, en estos primeros años, los vínculos fueron más visibles en el ámbito de las artes plásticas que en la música. Sin embargo, esa influencia americana desde Morón y Rota siempre se ha identificado con el alto nivel musical que había en esa época en Sevilla gracias a los programas de radio y, por ejemplo, a la labor de Alfonso Eduardo Pérez Orozco, íntimo de los dj’s de las bases, quien abrió los oídos a toda esta generación.

Dicho todo esto, no he visto por ningún lado que la entrada de la droga se produjera por esta vía. Cuando tú le preguntas a los protagonistas, ninguno cuenta esa versión. Y, con respecto a los discos, he conseguido los catálogos de las tiendas de Sevilla de 1968 y ahí ya estaba todo lo que había que escuchar en ese momento: Jimi Hendrix, The Turtles, Pink Floyd con Syd Barrett… ¿Quién tenía que traer nada si ya estaba todo aquí? Mi teoría es que, si quitamos a los americanos de las bases, hubiera ocurrido lo mismo.

–Si la ideología libertaria y el anarquismo definen la contracultura en Barcelona, el Partido Comunista (PCE) sobrevuela permanentemente sobre Sevilla.

–Pero el PCE fue un foco de tensión absoluta con la contracultura. Todos los que abrazaron los principios contraculturales salieron disparados. El Partido Comunista apartó por viciosos a los consumidores de drogas –ahí está el caso de Toto Estirado, que acabó expulsado– y a los homosexuales. Se les consideraba débiles y, por tanto, podían ser doblegados en cualquier momento, y hay que recordar que ellos se estaban jugando la vida y se arriesgaban a ir a la cárcel por asistir a una reunión. ¿Qué ocurre en Sevilla? Que comunistas convencidos no había muchos, y los que había se quedaron aislados, pero existió una célula cultural vinculada al PCE que aglutinó a intelectuales, escritores, pintores… Esta gente pululaba alrededor del partido –algunos con carné, otros no– porque era la única opción antifranquista seria, aunque terminaron chocando contra su dogmatismo. Comprobaron que esas ideas contraculturales no las podían poner en práctica si seguían en el PCE.

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–Deduzco por sus palabras que el antifranquismo del PCE fue poco creativo.       

–En algún momento fue creativo, pero se quedó obsoleto. Por ejemplo, los pintores del PCE, agrupados en el movimiento Estampa Popular, se quedaron anclados en el realismo social, que fue superado. Claro que hubo excepciones: en Valencia estos artistas dieron el salto al arte pop, algo que también hizo Paco Cortijo en Sevilla con sus carteles de Marx, el Che y Ho Chi Minh.

–Resulta muy llamativa la implicación de jóvenes de la burguesía y de la clase alta.      

–Hay que tener en cuenta que el entramado socioeconómico de Sevilla no tenía nada que ver, por ejemplo, con el de Barcelona. Hablamos de dos sociedades totalmente distintas. Ese pasado libertario del que habla Pepe Ribas tiene todo el sentido porque en Barcelona se llegó en los setenta a vivir la contracultura a lo bestia, porque dejó de ser una idea y se empezó a vivir en las calles. En Sevilla no hubo comunas, ni prendió el ecologismo ni los movimientos homosexuales. Nada. La contracultura no materializó en Sevilla una fórmula política. Bastó que sus protagonistas se hicieran mayores, se casaran y tuvieran hijos para que todo se acabara.

Eso sí, mientras duró, hubo mezclas raras. Juana de Aizpuru, una señora bien que residía en un barrio pudiente, debió ser la que más dinero le consiguió al PCE con las subastas benéficas de los pintores vinculados al Partido, e Ignacio Vázquez Parladé, el marido de la pintora Carmen Laffón, era un latifundista y comunista de carné que explotó la finca Mudapelo a través de una sociedad mercantil en la que llegaron a tener participación sus hermanos y sus trabajadores.

Fran G. Matute

–Pero, salvo casos puntuales, no hubo réplicas en la clase obrera.

–Existió una relación complicada entre una cultura elevada, de ideas, con los barrios obreros, a los que se debía acceder por las manifestaciones culturales más próximas. Acaso quien mejor lo entendió fue el dramaturgo Salvador Távora, quien exploró, por ejemplo, esa conexión a través de la vía del flamenco, primero, y de los toros, después.

–Da mucha relevancia al hecho de que muchos de estos sevillanos estuvieron en los grandes focos internacionales de la contracultura.

–Estuvieron presentes en los puntos más potentes de la contracultura. El músico Gualberto está en Woodstock, el arquitecto Pérez Escolano viaja a la Bienal de Venecia, Amparo Rubiales ve una función del Living Theatre en el Festival de Aviñón, Carlos Iza recorre la India… Casi todos estuvieron en Ibiza o en Marruecos y otros se marcharon a Londres para escapar de la mili obligatoria.

–Acaso ese hecho explique que las creaciones surgidas en este momento no sean originales, sino asimilaciones de lo que se estaba haciendo en el exterior.

–En estos años la gente joven de Sevilla sabía lo que estaba pasando fuera: el Mayo del 68, la revolución hippie, la literatura beat, el arte pop… Los más creativos empezaron a incorporar esas estéticas a sus creaciones casi de forma mimética y, luego, más tarde, vuelan solos. Pero eso le sucede a todo el mundo. Si te animas a escribir poesía, empiezas a copiar a Rimbaud o a Góngora y no es hasta más tarde cuando logras una voz. En el mundo contracultural pasó algo parecido: entre 1969 y 1971, ya se empieza a incorporar elementos propios. Y, como ejemplo, ahí está la Estética de lo Borde.      

Contracultura

–Sorprende en su relato la permisividad de las autoridades franquistas con las artes plásticas.

–Esa permisividad es algo general en España. Quiero recordar que sólo a Colita se le cerró una exposición [La Gauche qui rit, 1971] en Barcelona, pero no por razones políticas sino porque salía gente en pelotas. Vamos, por un asunto de la burguesía chic. A José Ramón Sierra se le retira en Sevilla una obra no se sabe bien por qué y luego está el caso de Paco Molina en La Cuadra, quien pintó un guardia civil, es decir, una ofensa directa al régimen. Ellos cuentan que la obra fue censurada, pero no he encontrado ninguna prueba sobre el asunto.

–Sin embargo, en la prensa hay abundante información sobre los artistas, las exposiciones…

–Porque se consideraba un ejemplo de modernidad y porque la pintura, cuanto más abstracta, más inofensiva era para el franquismo.

–El franquismo miró con buenos ojos la pintura abstracta. Ahí está el caso del entonces director general de Bellas Artes, Florentino Pérez-Embid, quien reclutó en 1970 a uno de estos jóvenes, Pérez Escolano, para abrir el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, el segundo en España tras la apertura en Madrid.

–Viene de los años cincuenta cuando Tàpies y compañía ganan las bienales internacionales de arte. El Ministerio de Información y Turismo se da cuenta de que es una buena imagen para España. Luego, te das cuenta de que el franquismo daba palos con una miopía tremenda. A Pérez Escolano, que era muy del PCE, no le pasó nada, y a José Ramón Sierra, que no era nada del PCE, lo echaron de la Universidad.

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–Recurre a las investigaciones del profesor Alberto Carrillo para alumbrar qué ocurría estos años en la Universidad. ¿Qué ocurrió con los veintitrés estudiantes expedientados en marzo de 1968?

–A la mayoría se les expulsó por dos años de la Hispalense, si bien tenían la opción de continuar sus estudios en otras universidades. A mucha gente ese castigo le supuso un lastre grande porque venían de buenas familias, no habían conocido ningún escándalo… Otros se quedaron pillados en aquel proceso, no supieron reiniciar sus vidas, se radicalizaron, terminaron en las drogas.

–¿Qué papel jugó Agustín García Calvo?

–García Calvo ya no estaba en Sevilla en 1965, pero dejó un primer regusto contracultural en unos discípulos que iban a mantener ese espíritu combativo. Al ser expulsado de la Universidad en Madrid volvió con cierta asiduidad a la capital andaluza y su huella fue perceptible en la revuelta estudiantil ocurrida en la Hispalense en marzo de 1968. En una de esas visitas aceptó participar como extra en una película que Martín Patino rodaba para TVE. Fraga, que asistía a un homenaje en la Macarena, paró la grabación y mandó al equipo de regreso a Madrid al enterarse de la participación de García Calvo.

También se le acusó, por parte del Rectorado, de hacer mofa en sus clases de Filosofía del dogma de la Inmaculada Concepción. A vueltas con este asunto, se llegaron a celebrar misas de desagravio cuando el periódico El Correo de Andalucía publicó, precisamente el 8 de diciembre, el día de la Inmaculada, una entrevista con él. No había en ella ninguna mención sobre el dogma y la Virgen, pero el escándalo fue tremendo. La Sevilla tradicional era la dominante; la Sevilla contracultural está hecha de episodios sueltos, esporádicos, trocitos de la realidad, aunque reunidos en un libro, hoy parezca que aquella ciudad era la hostia.

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–¿Es un síntoma de la derrota de esta contracultura que muchos de estos nombres aparezcan después en relevantes puestos de la política nacional y autonómica? Ahí están Alfonso Guerra, Carmen Romero o Rafael Escuredo, por citar algunos.

–Todos los que citas tuvieron su papel, pequeño o grande, en el mundo de la cultura y la Universidad. Vale que Guerra fue un cultureta y le encantaba el teatro y la lectura y que Amparo Rubiales se convirtió en una especie de musa del teatro independiente, pero los que realmente se batieron el cobre fueron los del PCE. Los del PSOE estaban a otra cosa. Los socialistas llegaron al poder, pero, de seguro, no por su participación en la contracultura.

–¿Compartes la idea que defiende Jordi Costa en su libro Cómo acabar con la contracultura de que fue lo que él llama “el gusto socialdemócrata” lo que acabó con este movimiento?

–Sinceramente creo que la contracultura nunca fue un problema. Por tanto, nadie quiso acabar con ella. Llegó a su fin porque se agotó la época. Nada más. Su desaparición fue por muerte natural.