No lean, que es peor
La lectura de los grandes autores clásicos sirve para manejar la lengua; como vara de medir para juzgar otros textos y como pauta para ejercer la libertad en la vida personal y la trayectoria pública
22 enero, 2023 19:00Dicen que, tras recorrer al Prado, un periodista preguntó a Jean Cocteau qué salvaría del museo en caso de incendio. La respuesta del poeta fue tajante: “El fuego”. Acaso eso es lo que podemos hacer con los clásicos: quemarlos y acabar con el problema. Aquí paz y después gloria. A decir verdad, las llamas suelen estar a mano cuando se trata de libros. No importa la razón ni el momento de la historia. Antes se quemaban los escritos por heréticos y ahora porque atentan contra lo políticamente correcto. Valga el ejemplo de Canadá –el modernísimo y abierto Canadá– donde hace nada andaban quemando astérix y tintines. Siempre hay tiempo para imponer nuestras ideas a las bravas, y, ya saben, leer es peligroso; aunque no para los lectores, sino para los que detentan el poder.
El problema es que, en este momento de la historia, los libros no forman parte de nuestro paisaje inmediato. Los clásicos aún menos. Como a viejos, los hemos encerrado en asilos, los almacenamos y a continuación los olvidamos. Para eso están las bibliotecas o incluso los fondos ilimitados de textos digitales, que muchos miran y casi nadie lee. Hemos ido convirtiendo a nuestros clásicos en fósiles; porque los libros no lo son de verdad hasta que alguien los toma entre las manos. Se junta ahora el hambre con las ganas de comer. Jóvenes y menos jóvenes ocupan su tiempo en la red –¡qué nombre tan preciso!–, y les cuesta la vida misma levantar los ojos de la pantalla. Por si fuera poco, los pedabobos se han inventado eso de que el esfuerzo es contrario a la educación; de modo que los autores clásicos –de Quevedo a Valle-Inclán– vienen a generar un terror irracional en los que estudian, que imaginan a los tales como engendros ininteligibles que pueden devorar a sus lectores. Y llega la pregunta del millón: ¿qué tienen que ver conmigo La Celestina, Lope o Cervantes? ¿Para qué me sirven?
No resulta fácil dar una respuesta satisfactoria e inmediata. Para empezar, porque la lectura exige un esfuerzo físico y mental, que, desde luego, cansa. Hay que poner el trasero en la silla y aguantar hasta el final con un nivel de atención mucho mayor del que exigen las pantallas. Pero el que quiere jugar al golf o correr el maratón precisa de entrenamiento. También lo requiere la lectura de los clásicos, y quizás por ello el número de sus lectores sea desesperantemente escaso. Sin embargo, merece la pena concederles un margen de confianza. No en vano han pasado el examen de generaciones de lectores que los han convertido en lo que son y los han traído hasta nosotros. Y todavía seguirán vivos cuando hayamos muerto.
En un famosísimo ensayo, Italo Calvino se preguntaba por qué había que leer los clásicos, y vino a concluir que era mejor leerlos que no hacerlo. Me parece poco argumento, porque estoy profundamente convencido de que esos libros sí sirven para algo. El esfuerzo que su lectura pueda exigir nos es devuelto con creces y no podemos permitirnos el lujo de ignorarlos. Procuraré ser más preciso, aunque sin llegar, claro está, a ofrecer un axioma irrefutable, pues, al fin y al cabo, hablo desde mi experiencia personal. Con la perspectiva de los años, veo que los clásicos me han servido, al menos, para tres cosas. En primer lugar, para el manejo de la lengua; luego como vara de medir para otros muchos y muy diversos textos; y, por último, para la vida personal y pública.
Lo de la lengua no es cosa de poco momento. Piensen que todo lo que somos y sabemos se articula con palabras, y que los clásicos lo son, entre otras cosas, porque ahondan en las maneras de expresarse y hacen que una lengua se haga más rica y precisa. Por eso se nos ofrecen como un instrumento indispensable para acceder a la concepción del mundo que encierra toda lengua y para generar cualquier reflexión sobre nosotros mismos o sobre nuestro mundo.Entramos en la segunda de las razones que alegaba: los clásicos nos sirven como dechado, nos ayudan a situarnos en la historia, se convierten en punto de referencia y de partida, en una guía ante la perplejidad. No hablo solo de literatura y de la posibilidad de distinguir un libro bueno de otro malo o regular. Piensen también en los muchos discursos y soflamas que recibimos a diario, en su retórica hueca o en su sutil tergiversación de la verdad. No hace falta que venga ninguna agencia oficial a defendernos de las noticias falsas. Tenemos a los clásicos que nos ayudarán a descubrir el pastel.
Y queda lo mejor: su función en la vida. Para empezar la lectura de un clásico no acaba con el libro. Cinco horas de Sálvame y, si te he visto, no me acuerdo. Garcilaso, sin embargo, va conmigo, es parte de mí mismo. Líbreme Dios de afirmar que me haya hecho mejor, pero me ha permitido vivir con más conciencia. Si hubiese sido un asesino, dudo que me hubiera redimido, pero seguro que habría contribuido a perfeccionar mi técnica criminal. Quiero decir que los clásicos nos hacen vivir más atentos al mundo y ser lo que somos de manera consciente y racional. Según entiendo, en eso consiste la civilización: en conocernos primero como individuos, en tomar luego conciencia de que existen los otros y, a partir de ahí, avanzar hacia la libertad individual y colectiva. Porque, sin conocimiento –créanme–, no hay verdadera libertad. De ahí que los políticos miren hacia otro lado y silben, cuando se habla de educación, pues no hay nada mejor para un gobierno, por muy democrático que sea, que unos ciudadanos que crean a pies juntillas cualquier cosa que se les diga, sin cuestionarse nada. Todos felices, pero todos tontos.
A mediados del siglo XIX, el vizconde Alexis de Tocqueville escribió un libro extraordinario, La democracia en América, donde defendía con convicción la nueva democracia americana frente a las tiranías que entonces dominaban Europa. Solo al final de su ensayo se preguntó sobre las formas de despotismo que podían amenazar a esas sociedades democráticas. La respuesta me parece excepcionalmente lúcida: Sobre los gobernados se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga solo de asegurar sus goces y vigilar su suerte: absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, que se asemejaría al poder paterno, si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril.
Pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir. De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un espacio más estrecho, y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo.
Les suena, ¿verdad? Un poder que vela por nuestro bienestar, aunque prefiere que no pensemos, que interviene en nuestras vidas y las regula, que decide qué hemos de comer y cómo hemos de relacionarnos, que determina las palabras, los pensamientos y hasta los deseos. Y a su lado unos ciudadanos que renuncian a la libertad individual y prefieren la somnolencia de internet, del fútbol y del no saber. Tocqueville lo escribió en 1840, y aún no hemos aprendido la lección.Por el contrario, los clásicos tienen el valor de despertarnos y hacernos pensar con libertad. De ahí ese empeño que, desde antiguo, mantienen los gobernantes en quitárnoslos de las manos y de la cabeza, ya sea por medio del fuego, ya sacándolos de los planes de estudio, ya facilitándonos entretenimientos accesibles y letárgicos. Es el miedo a la libertad, que tan extendido está entre los que nos gobiernan.
Hasta hace bien poco, la alfabetización y la cultura eran consideradas una conquista social y hasta política. Y en los países menos desarrollados sigue siendo así. La riqueza y la prosperidad, sin embargo, deben de conllevar un narcótico tan potente que estamos dispuestos a tirar esa conquista por la borda. No sé si llegaremos al futuro que pronosticaba Ray Bradbury en Fahrenheit 451, pero estoy convencido de que la lectura individual es ya un acto de rebeldía contra la arbitrariedad del poder y un ejercicio efectivo de resistencia contra la inercia de la estupidez, contra la desidia destructiva de la masa. Aún nos cabe la posibilidad de elegir.