Los diarios de Chirbes / DANIEL ROSELL

Los diarios de Chirbes / DANIEL ROSELL

Letras

Chirbes, días y noches de misantropía

La segunda entrega de los diarios íntimos del novelista valenciano, que se extienden desde 2005 hasta 2007, brillan por su franqueza, el relato de su decrepitud y su antológica libertad de juicio

28 octubre, 2022 21:00

“Quieres esconderte de la vida, pero la vida te encuentra y te aplasta”. Rafael Chirbes (1949-2015) anota esta frase, extraída del guión de la película Georgia, de Arthur Penn, en la gloriosa segunda entrega de sus diariosA ratos perdidos 3 y 4 (Anagrama)–, que incluyen anotaciones de un arco temporal que comienza en 2005 y termina en 2007, ocho años antes de su muerte. En otro pasaje de estas memorias, donde el escritor resume sus días y sus noches, algunos viajes, muchas lecturas, gustos, disgustos y amarguras junto a breves, pasajeras y efímeras felicidades, se cuenta una visita (pseudo-profesional) a Hannover. Allí acude a una sala del rathaus de la ciudad alemana para ver una exposición sobre las representaciones de la urbe en cuatro momentos históricos distantes: el siglo XVIII, 1939, 1945 y 2005.

Primero contempla, detenida en el tiempo, la Hannover antigua, encerrada en su almendra histórica. Después descubre los ensanches anteriores a la Segunda Guerra Mundial, donde la primerísima modernidad europea se manifiesta en armonía con la estampa histórica, provocando un efecto de sucesión casi genético: los distintos tiempos históricos se suceden sin violencia, de forma orgánica, igual que se entrelazan las existencias de los vivos con la herencia de los muertos. Unos años más tarde, tras la gran contienda, todo este patrimonio secular de piedra y tiempo ha desaparecido: el paisaje está lleno de escombros y la vieja estructura urbana se ha evaporado por la acción de las bombas y los combates. El desastre.

“De la vieja ciudad no queda casi nada en pie y nada que no haya sido dañado. Escombros, muros solitarios, ruinas: los cientos de años de trabajo acumulados durante siglos, cristalizados y convertidos en ciudad, han sido dilapidados. El conjunto se ha venido abajo. Hannover ya no existe”.

Rafael Chirbes ante el espejo / DANIEL ROSELL

Rafael Chirbes ante el espejo / DANIEL ROSELL

Chirbes queda desconcertado por esta visión dantesca, que tiene algo de profecía: el único sentido de la existencia es ser abolida por el tiempo. La escena, igual que otros espléndidos pasajes de este confesionarium, posee una extraordinaria fuerza metafórica. Lo que el escritor descubre al ver las heridas de la guerra sobre una maqueta de Hannover equivale al augurio de su propia situación personal. Su pie comienza a situarse en el famoso estribo cervantino.

El Chirbes de la segunda entrega de sus diarios se acerca, irremediablemente, a esa hora crepuscular que antecede a la decrepitud. Piensa por primera vez, aunque sea de forma vaga, en quitarse de en medio. Se siente amortizado para la caza amorosa y no encuentra sentido ni en su refugio de siempre: la escritura. Todas estas sensaciones convergen en el instante mismo en el que se encuentra escribiendo Crematorio, su novela más exitosa (editorialmente), donde retrata, siguiendo la guía de Galdós, uno de los escritores que, junto a Baroja, le resultan más gratos, la España de la especulación anterior al crack de 2008. Sus confesiones suponen una revelación, al tiempo que son un ejercicio de realismo crudo.

Chirbes

Como el propio Chirbes escribió en la primera parte de estos cuadernos de recuerdos –A ratos perdidos 1 y 2– “todos sabemos que una historia se ordena desde el final; el final es lo que da sentido a todo el conjunto”. En su caso, la estación término fue un éxito inesperado y el reconocimiento general tras una larga carrera de inseguridades y amarguras vinculadas a la literatura. Justamente la espuma que oculta la verdadera forja del escritor, al que la validación tardía del mandarinato cultural, que no sale nada bien parado en estas memorias, no le hizo dejar de reconocer las mentiras del mundo literario –ese grandísimo Moloch– ni cambiar de criterio. Una actitud que revela una honestidad desacostumbrada y confirma una sospecha antigua: detrás de los focos siempre habita un infinito vía crucis de sombras.

Sobre ellas se extienden estos diarios que, más allá de su condición de gavilla de recuerdos,  contienen una declaración de sinceridad inusual tanto con los personajes afectados como con el propio género, tan dado a las celadas y los camuflajes. Chirbes no se esconde. Se coloca –a cara descubierta– como principal diana de un ejercicio de crítica moral donde es el primero que sale desamparado, junto a otras criaturas con las que, en los escasos momentos de socialización con los que trata de compensar su habitual aislamiento, coincide. A su pesar.

Chirbes

El escritor valenciano arranca el libro con la crónica de un viaje a Nueva York y una escapada a Berlín, ambos para actos culturales algo ridículos que muestran la monotonía de una vida literaria oficial: “Los escritores deberíamos escribir más y hablar menos”. Si en esto consiste el Parnaso, dan ganas de renunciar de antemano. “Uno no sabe muy bien cómo descifrar nada en estos tiempos sin código”. Chirbes se encuentra en este momento vital absolutamente perdido. Intenta encontrar un cierto rumbo consumiendo compulsivamente libros y películas –sus reflexiones sobre la obra de Clarín, Rimbaud, Poe o Baudelaire no tienen desperdicio– y se considera acabado antes del exitoso naufragio de Crematorio.

La novela no le sale con la carga de naturalidad que persigue: “Soy incapaz de sacar un texto que se pueda leer sin que dé vergüenza, me paso los días sin hacer nada, dándole vueltas a un par de ideas que tienen poco que ver con la literatura”. Su estado de ánimo, en general, es lúgubre y depresivo, lo que le lleva a refugiarse en disquisiciones sobre técnicas narrativas y modelos novelísticos que, aunque fragmentariamente, permiten reconstruir los laberintos de su proceso creativo, a la vez que desvelan su poética íntima. Acaso los pasajes más valiosos de estos diarios, junto a los hechos humanos confesados, se refieran a esta búsqueda perpetua mediante la cual el escritor, antes de mostrarse públicamente ante el mundo, explora caminos desconocidos para tejer su obra. Es una labor solitaria, propia de un artesano loco.

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La escritura aparece dentro de este cuadro como un camino sin descanso, alejado de los elogios y los laureles de los galardones literarios, que nada tienen que ver con la literatura, sobre todo cuando los conceden aquellos que previamente te han despreciado sin dignarse ni a conocerte. “Cada vez tengo más la impresión de que lo que escribo es sólo el borrador de lo que debería escribir (…) Cualquiera que leyera estas páginas se diría: “Bien, este tío sufre, pero ¿por qué? ¿o por quién? (…) Al final, este cuaderno es como un cuatro abstracto pintado por un demente”. Chirbes no cree en Chirbes. Y esta falta de confianza –podríamos llamarla autocrítica nihilista– es el material con el que hace su mejor obra. En este sentido, estas memorias tienen mucho de escuela de vida (artística). El mensaje que transmiten es que el triunfo editorial no es importante, aunque sea deseable; lo trascendente es encontrar un tono. Una forma de escritura. Una mirada que salve lo pasajero del deterioro del tiempo.

Los rasgos que caracterizan a los místicos no casan en exceso con la personalidad de Chirbes: homosexual, obsesivo, maniático, periférico, hijo sociológico de esa izquierda irredenta que nunca está satisfecha con nada, especialmente con la obra hecha por los suyos. Pero entre las páginas de sus cuadernos dedicados a Max Aub, el escritor valenciano nos invita a acompañarle por un camino iniciático: la sacrificada consagración a la literatura, el hastío del periodismo como oficio –Chirbes se ganó la vida escribiendo en la revista culinaria Sobremesa, una publicación inferior a su valía literaria– y la sensación (tan compartida) de estar perdiendo los últimos años de vida sin lograr una obra sólida que lo trascienda.

chirbes

La situación no deja de ser paradójica si se la compara con las súbitas entronizaciones (efímeras) a la que tan dada es la industria editorial española, tan cruel con los escritores con auténtica trascendencia cultural. En mitad de esta tempestad interior, el escritor encuentra un asidero en algunos libros clásicos, como La celestina, de la que elogia su capacidad para “ver el mundo a ras de suelo, desde abajo”. La referencia, que se repite en otras anotaciones, es algo más que la confesión de un deslumbramiento: expresa la voluntad de Chirbes de ligarse a la tradición realista española. Una literatura que transmite una profunda sensación de verdad, alejada –como las sombrías pinturas de Goya– de cualquier artificio.

Rodeado, incluso en la distancia o en el exilio interior, del juego de destellos y vanidades de la cultura oficial, Chirbes busca en estos años su propio desenlace, alejado de la teatralidad y las obligaciones sociales. Su misantropía, que era su manera de salvarse o su forma de no corromperse, le permite ser impertinente sin incurrir ni en la venganza ni en la mala baba. Y le ahorra pagar el precio de la diplomacia interesada o tener que cultivar los eufemismos. Un coste absurdo cuando se enfila el trayecto final de la existencia, que el escritor afronta con un resignación no exenta de malestar. A su manera, A ratos perdidos 3 y 4 es también un libro sobre la vejez, esa edad de la vida donde cambia la relación entre la belleza y el sufrimiento:

Rafael Chirbes

“Pienso en la vejez que se acerca. No me conservo bien, demasiados excesos aún hoy en día, excesos que, a esta edad, no están a la altura de las abandonadas Sodoma y Gomorra, aunque un poquito de Sodoma también sigue habiendo. Excesos a mi edad es dormir poco, comer sin cálculo, fumar como un carretero y beber como lo que soy, un taciturno alcohólico social (…) En esta nueva etapa irá creciendo el índice de dolor que invierta por cada gramo de belleza o cada simple satisfacción obtenidos. Es uno de los axiomas de la vejez, que llega a ratos sigilosa y en otros momentos impúdica: diciendo altiva que ya está aquí. Dándole golpes y patadas a tu puerta para que se la abras cuanto antes, como si su retaguardia –la dama de la guadaña– tuviera prisa por hacer su trabajo”.

Chirbes tiene 56 años y toda la sabiduría que otorga la indiferencia cuando escribe estas palabras. Sabe que los deseos no se cumplen. El destino le guardaba la sorpresa de alcanzar la cima literaria sin haber tenido que traicionarse. No todos los escritores de su generación pueden decir lo mismo. Al final, tenía razón Camilo José Cela: “Quien resiste, gana”. Chirbes aguantó el pulso. Y el resto de la historia es la honda literatura que sobrevive en sus libros.