La España de Max Aub / DANIEL ROSELL

La España de Max Aub / DANIEL ROSELL

Letras

Max Aub y la España que olvidó la izquierda

Renacimiento lanza la versión definitiva de 'La gallina ciega', el diario (español) en el que uno de los grandes escritores republicanos cuenta cómo la memoria (interesada) suplanta a la historia

24 junio, 2022 23:45

Para un escritor sólo hay un infierno más terrible que escribir en vano: que la huella que pueda quedar de su obra, aquella capaz de sobrevivir al desgaste del tiempo, se interprete de forma antagónica, sesgada o interesada al verdadero significado que la alumbró. Peor que no ser recordado en absoluto es haber sido manipulado. Max Aub (1903-1972) ha pasado a la historia de la literatura española como una de las voces más importantes de la generación del exilio, formada por honestos republicanos de convicción que, tras el final de la Guerra Civil, decidieron no regresar mientras su país fuera un predio militar franquista. Un cuartel.

Esta España peregrina, poblada por personas de toda condición, creencias e ideologías, se vio obligada a buscar amparo y refugio en otras latitudes europeas y latinoamericanas. No se jugaban el porvenir. Arriesgaban la vida misma. La derrota bélica en la contienda española obligó a algunos los mejores escritores y pensadores españoles de aquellos momentos a buscar resguardo al otro lado del océano, dada la imposibilidad de quedarse y trabajar con libertad. La España franquista trazó su propio camino y ellos eligieron suyo, dibujando sobre la misma tierra –un país hasta entonces compartido– senderos divergentes que, cuando coincidían, mostraban la distancia entre las dos orillas de un mismo mar.

Max Aub en París, años 60. Fundación Max Aub.

Max Aub en París, años 60. Fundación Max Aub.

Max Aub, en este sentido, no es una excepción: muchos otros exiliados republicanos, fieles al gobierno democrático, contemplaron la amargura de ver cómo el país donde nacieron y vivieron fue transformándose en otro distinto e irreconocible. Pocos, sin embargo, como el escritor valenciano –nacido en París en el seno de una familia judía–, levantaron acta de esta ruptura sentimental entre la España de la Guerra Civil y la franquista y asumieron en primera persona el drama de descubrir que el tiempo, más incluso que la política, es un verdugo cruel ante el que no sirven los señuelos de la victimización y el autoengaño. La verdad siempre es mucho más dura que las mentiras piadosas, pero tiene una ventaja: no te engaña nunca.

Es una actitud de agradecer: nada hay más miserable que teñir de fábula la realidad, ni siquiera en beneficio de ese mecanismo psicológico que tiende a inventar o disimular las razones de una vida estéril. Aub, que durante años fue un perfecto desconocido en su país, escribió hace ahora medio siglo –en 1971– un libro cargado de dolor, verdad y clarividencia: La gallina ciega. La editorial sevillana Renacimiento, propiedad de Abelardo Linares, que dedica desde hace tiempo una de sus colecciones mayores a rescatar la obra cultural de los escritores del exilio, ha sacado hace unos meses la edición definitiva del dietario español de Max Aub, en una edición de Manuel Aznar Soler, profesor de la Universidad de Barcelona y especialista en la literatura republicana en la diáspora.

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El libro, que se prolonga durante más de ochocientas páginas, incluyendo la onomástica y los fragmentos del manuscrito original, es una obra descomunal en fondo y forma. Primero porque, frente a otras ediciones previas, fija definitivamente un texto cuya glosa es capital para entender la experiencia, frustrada y al mismo tiempo fecunda, del exilio. Y, en segundo término, porque supone, al margen de la voluntad con la que fue escrito, un friso bastante aproximado del ambiente cultural de la España del tardofranquismo, un periodo de tiempo sacralizado por parte de la izquierda política que, sin embargo, según muestra el testimonio (parcial) de Aub, no era un terreno de excesivos brillos ni favorable a los idealismos, sino el asiento de un pragmatismo duro que alumbra, acaso por vez primera, la confusión que rige entre la historia y la memoria, elevada ésta última a los los altares institucionales de la democracia no tanto por un deseo de evocar la dignidad de los vencidos, sino como justificación de su olvido durante la Transición –que comenzaría un lustro largo después de la visita del escritor republicano– y pretexto, a partir de comienzos del presente siglo, de una reivindicación del pretérito finalista, inexacta e interesada.

Dicha manipulación desmerece la obra y la vida de muchos de los protagonistas de aquel drama. En oposición a lo que se dice desde atrios institucionales, supone una especie de doble traición. Lo asombroso de este libro, trascendente para entender la historia cultural de España, porque está escrito desde el dolor íntimo en vez de quedar contaminado por el interés fenicio de la lucha política, es su condición de espejismo. Max Aub llora –literalmente– al descubrir que la España de 1969, donde vino para no quedarse (esto es: sin voluntad de permanencia) y con el pretexto de escribir un libro sobre Luis Buñuel, contratado por la editorial Aguilar, había olvidado íntegramente la herencia republicana. Un país refractario a recordar –no digamos ya a historiar con rigor– y donde prevalecía la ley de la supervivencia.

Max Aub, Luis Buñuel

En un periodo de tres décadas, que es el que separa la República del país al que Max Aub vuelve tras aterrizar en el aeropuerto del Prat, un 23 de agosto de 1969, lo que parecía tangible se ha diluido por completo y el idealismo, en todas sus variantes, incluida la fanática, se ha venido abajo sin remedio. La España que encuentra Max Aub en este viaje a un mundo que ya no existe oscila entre la prudencia temerosa, efecto natural de todas las dictaduras, la mediocridad general y la crueldad doméstica de aquellos –poco después intelectuales de izquierdas– que serían los primeros en sacrificar en el altar de la realpolitik a quienes se marcharon, entre otras razones para ahorrarse la molestia de su competencia, aunque tres décadas más tarde optaran por resucitarlos como referentes para salvar una supremacía política en retroceso.

El escritor valenciano, afincado en México, es interpretado por la crítica como el portavoz de la memoria del exilio, pero, paradójicamente, quienes no reconocieron su actitud son aquellos que se presentaron como sus legatarios. Aquellos republicanos de primera hora, en realidad, no dejaron descendencia intelectual alguna. Fueron una simple moneda de cambio entre dos mundos perdidos. La España que no pudo ser, que es la suya, en contraste con la España real, parecía haber fracasado. Sin duda, esto es lo que sucedió en términos históricos, pero su legado intelectual demuestra que, ni en la mente de los vencedores, ni en el corazón de los vencidos, estuvo ni un día ausente la idea de un país compartido, aunque dicho deseo se viera segado por sus propios demonios.

Portada de la correspondencia entre Max Aub y Dionisio Ridruejo : INSTITUTO CERVANTES

Ni uno de estos republicanos que, como Aub, descubren que nadie los recuerda, comprenden que nadie los lee y constatan que han sido archivados en los cajones del pasado, dejó de pensar en España, significase lo que significase esta palabra. La nostalgia no es negociable. A ninguno se le pasó por la cabeza cancelar su concepto del país o sustituirlo por el delirio de las regiones, antes de ser denominadas en autonomías y, según los ignorantes, convertirse en soberanías in fieri de un falso país federal.

Lo que este libro extraordinario cuenta, además del desengaño individual de Max Aub, las inmensas calamidades que provoca el tiempo, lo ingrata que es la vida y lo débil que son las ataduras de las convenciones sociales, es que todos creían –aunque de forma diferente– en una España que la izquierda actual desconoce, ha olvidado o agita interesadamente en función de cuál sea su conveniencia electoral inmediata. Toda una infamia, porque si algo se merece aquella generación de grandes intelectuales e escritores es el respeto de quienes no vivimos su tragedia, no la hiel de acabar siendo utilizados para anhelos egoístas.

Campo de almendros, Max Aub

El dolor que late en La gallina ciega es tan rotundo y tan humano que no cabe la posibilidad de que pueda ser patrimonializado o administrado en régimen de monopolio por determinadas posiciones ideológicas, con independencia de que Max Aub militara –por voluntad personal– en uno de los dos bandos. La indiferencia y el olvido de aquellos que nos precedieron es ley de vida, por mucho que el escritor valenciano presente ambos fenómenos como dagas en contra de su generación. Nadie tiene el derecho de exigir a los demás que le pongan una estatua. De la misma forma, la España que no pudo ser –laica, ilustrada, jacobina– no le pertenece a nadie por principio ni en exclusiva. Debería ser un patrimonio compartido con independencia de la opción política en la que se milite.

La memoria no es idéntica a la historia. Se trata, de hecho, de términos antagónicos: la historia es lo que ocurrió, la memoria es lo que se quiere recordar y, también, aquello que prefiere olvidarse. Cuando Aub escribe La gallina ciega habla de la imposibilidad de preservar el tiempo, de la ingratitud de los demás. Nos previene sobre la falsedad de los homenajes, la esterilidad de los actos de desagravio y la vanidad de los memoriales. Habla de la miseria, en suma, que mueve a quienes, habiendo decidido en primera instancia olvidar los valores republicanos, apelan a las víctimas del franquismo para, sin riesgo ni esfuerzo, apuntalar una hegemonía en peligro.

Max Aub, Buñuel

La gallina ciega no es memoria histórica. Es literatura: Aub transcribe sensaciones, admite sus perjuicios, reconoce sus faltas, se desnuda y se confiesa. Nos regala su desgarro. Pero, inmerso en su dolor, destrozado por la verdad incómoda que es el olvido, nunca niega a España. Su melancolía nada tiene de ficticio. Es auténtica. Muchos de sus herederos no pueden decir lo mismo. Todos los escritores escriben para salvarse de la muerte. Manipularlos es matarlos de nuevo y para siempre.