Retrato (velado) de Emily Dickinson
La obra de la poeta norteamericana continúa deslumbrando a los lectores gracias a una singular combinación de encanto y misterio, al tiempo que es objeto de estudios y nuevas traducciones
3 agosto, 2022 20:30La mayoría de los poetas del siglo XIX alcanzaron difusión en publicaciones periódicas, no solo con sus versos sino sobre todo con artículos, narraciones, ensayos, piezas críticas, por los que percibían ingresos. Fue ese el caso, por ejemplo, de Edgar Allan Poe, siempre tramando revistas propias y colaborador en las ajenas, trabajador febril cuando no estaba bebiendo. Contrario es el caso de Emily Dickinson, que conjuga en todos sus modos el verbo recluir y atrae el adjetivo secreto al sistema gravitatorio de su nombre, pues no llegó a publicar en vida ni el 0,5% de los poemas que escribió (menos incluso si consideramos que los 1800, por redondear, que han llegado hasta nosotros no son probablemente todos los que salieron de su mano).
Hay escritores, también, cuya vida marca su obra por las peripecias y aventuras que vivieron. Del trasiego y los lances de la biografía de lord Byron, volcada hacia fuera, del frenesí y las visitas a los más altos salones y a los cuchitriles más infectos, el Don Juan y Las peregrinaciones de Childe Harold, reflejos de ella, como un papel tintado por la hiperactividad y los viajes hasta la muerte en la griega Misolonghi. En otros casos, los menos, una vida retirada, parca, ascética y con el mínimo de sociabilidad se manifiesta también en los poemas. Es lo que ocurrió con Dickinson y su sedentarismo: una planta de interior que requería poco riego y mucha sombra, una voz que necesitaba el silencio para existir y crecer, no tanto en el follaje exuberante como en las veladas raíces. Sus composiciones, por lo demás, se asemejan a los bonsáis, generalmente tan breves, tan cuidados, tan sutiles.
Fue por otra parte, y siguiendo con el símil vegetal, alguien cuya obra estuvo enterrada en vida y cuya semilla germinó, y echó los brazos de sus ramas, que hoy nos llegan lozanas, después de muerta. Lo póstumo es inseparable de ella, como un recordatorio de que la gran poesía tiene su propio ritmo, y no solo el interior de los versos con su distribución de sílabas y acentos; también, paciente, en su adecuación al paso del tiempo. A Dickinson se le puede aplicar lo que Luis Cernuda, profesor un siglo después en la misma universidad para señoritas a la que ella asistió brevemente como alumna, declara en 'A un poeta futuro': “Si renuncio a la vida es para hallarla luego / conforme a mi deseo, en tu memoria”.
¿Pero era eso lo que realmente deseaba Dickinson? ¿Hubiera preferido que su obra se perdiera tras su muerte? ¿Cuál fue su vida? ¿Qué sabemos de ella? Los datos son pocos, aunque han dado para algunas biografías, compuestas en gran medida sobre los montones de cartas que escribió. Y estas, lejos de proporcionar material incontrovertible, se prestan a las interpretaciones, a la especulación. Ello hace que el retrato que hoy nos hacemos de la poeta sea sustancialmente distinto del que la pintaba hace cincuenta años, si no menos. Es, en cualquier caso, una imagen velada. Dicho de otro modo, se trata de una fotografía quemada no por luz externa, sino por la que generaba su propia lámpara, su candil, su palmatoria en un mundo en el que, sin ella, todo había de ser mucho más oscuro.
Una recapitulación serena y ponderada podría ser esta biografía sintética donde los hechos están contrastados: Emily Dickinson nació el 10 de diciembre de 1830 en Amherst, en el estado de Masachussetts. Era la mediana de tres hermanos. El mayor era Austin; la menor, Lavinia. Su padre era abogado y ejerció como Tesorero de Amherst College, institución educativa de la que el abuelo de Emily fue cofundador. También fue congresista de 1853 a 1855. Precisamente a Washington, a visitarlo, fue en 1855 el viaje más lejano que hizo Emily, en compañía de su madre y su hermana. Se detuvieron en Filadelfia, donde conoció al predicador calvinista Charles Wadsworth, con quien mantendría correspondencia sobre asuntos del espíritu. El viaje más largo, aunque a un lugar más próximo, fue a Cambridge (Massachussetts), donde en 1864 y 1865 permaneció unos meses tratándose de problemas en la vista.
Tras asistir a la Amherst Academy, Emily estudió el curso 1847-1848 en Mount Holyoke. Sus primeros versos los escribió alrededor de 1850, pero han sobrevivido pocos poemas anteriores a 1858. Algunos los publicó en el Springfield Republican, dirigido por Josiah G. Holland y Samuel Bowles, con quienes mantuvo correspondencia (además de con la esposa del primero). En un puñado de versos y borradores de cartas se dirigió a un 'maestro' que no ha podido ser identificado con claridad, aunque los nombres de Bowles y Wadsworth se disputan ese privilegio. No menos decisiva fue su relación con Benjamin Franklin Newton, un abogado que trabajaba con su padre y que contribuyó a forjar su interés por la literatura.
Luego fue importante para ella la figura de Thomas Wentworth Higginson, que se constituyó en una especie de preceptor literario. No queda clara la naturaleza del amor que se le atribuye a un juez amigo de su padre, Otis P. Lord, con quien comenzaría una relación de amistad o algo más, traducida en una correspondencia luego destruida, en 1878, cuando ya llevaba varios años vistiéndose solo de blanco y esquivaba, como un niño tímido, a quienes visitaban el hogar de los Dickinson. Incontrovertible es que murió el 15 de marzo de 1886 en la casa familiar de Amherst.
La otra versión que ha ido imponiéndose en las últimas décadas, y a ritmo galopante durante la última, es que Susan, su amiga y posteriormente su cuñada, fue el amor de su vida. Esto, más que un asunto espinoso, es complejo, y depende del sentido que demos a la palabra amor, que en español ha llegado a tener un significado más restrictivo, equivalente al de pasión, al amor sexual, que en inglés, donde su abanico semántico acomoda fácilmente las ideas de afecto y cariño, como bien indica la expresión Love al final de una carta, por ejemplo, empleada para manifestar un sentimiento de cercanía más que estrictamente romántico.
No obstante, las cartas que Emily dirigió a Susan (unas trescientas) hablan muchas veces de un sentimiento rayano en el amoroso, si no directamente de este tipo. Se entiende que haya voces que subrayen esto por diferentes motivos. Otra cosa es que eso sea así, indiscutible y sin matices. A alguien que poseyó una personalidad tan singular no se le puede despachar con dos brochazos simplificadores. Probablemente el amor heterosexual no fue el único que sintió la poeta, lo que es decir que seguramente no fue tampoco el amor entre mujeres el único que tuvo.
Llama la atención que viviendo una al lado de la otra en casas colindantes hubiera tan voluminoso epistolario entre ellas. Por otra parte, la cierta efusividad íntima de Emily no sabemos si fue correspondida por Susan. Tenemos las cartas que llegaron de la mansión que recibía el nombre de Homestead (solar de la familia Dickinson) a Evergreens (chalet que el patriarca hizo construir como regalo de bodas para su primogénito). Pero no tenemos las respuestas. Es una correspondencia trunca. Sí sabemos que, por deseo de Lavinia y Austin, Susan amortajó a Emily. También que no se sintió capaz, a pesar de ser también escritora y una mujer culta, que había recorrido mundo, de editar los poemas de su difunta amiga y quizás amante.
A una poesía tan elíptica y misteriosa, no de fácil comprensión en muchos casos, corresponde una vida igualmente elusiva e inaccesible más allá de los datos recogidos en su epidermis. Tras la muerte de Emily, Lavinia obedeció el deseo de su hermana y destruyó la parte de correspondencia que obraba en su poder (no pudo sin embargo eliminar la recibida por otros, como Susan). Sin embargo, al hallar en un baúl los poemas, en buena parte encuadernados con tosquedad y primor en pequeños volúmenes, quiso publicarlos (los poemas de Emily, además de en esos codicillos, muchas veces fueron escritos en los sobres y misivas que dirigió). Vinieron prontas publicaciones, a cargo de Higginson y Mabel Loomis Todd (amante de Austin). ¿Pudo la despechada Susan lanzarse más en los brazos de Emily como reacción y consuelo al verse traicionada por su esposo?
Tuvieron éxito los poemas de Dickinson y se sucedieron varias ediciones. Aunque durante las dos primeras décadas del siglo XX decayó el interés, la moda por el poema lírico breve en las letras anglosajonas, propiciado por figuras como Ezra Pound, Amy Lowell, H. D. (Hilda Doolittle) y otros, propició un renovado interés en la poeta de Amherst, secundado por público y crítica, pero no fue hasta 1955 cuando vio la luz la edición que durante mucho tiempo fue considerada canónica, de Thomas H. Johnson, quien organizó y editó los poemas siguiendo un orden cronológico y no temático, como hiciera Todd, restituyendo sus características, a menudo desfiguradas por editores que normalizaron su escritura y limaron lo que tenía de más sui generis (algo parecido sucedió en Inglaterra con el gran pero poco conocido romántico John Clare, que en su caso no escribía con esa profusión de guiones o rayas dickensonianas, sino sin puntuación).
Las características de la obra no son, pues, menos complejas que la vida de Emily. A una métrica que procedía de las baladas y los himnos religiosos, con una típica estructura de cuartetas de rima muy elásticamente asonante y por así decir de arte menor, con gran economía de lenguaje pero uso generoso de las mayúsculas y un chorreo de guiones que iban como marcando su respiración, se une un abanico de temas en los que, a la exaltación de la naturaleza (Dickinson se deleitaba en la botánica, y abundan los insectos y los pájaros en su obra), hay que sumar preocupaciones metafísicas y espirituales, sobre la muerte, la inmortalidad y Dios, pero alejadas de cualquier ortodoxia religiosa (la poeta dejó de asistir a ceremonias religiosas muy pronto en su vida). Otra cosa que la hace peculiar: sus poemas carecen de título.
Pero sería, una vez más, engañoso limitar la noción que se pueda trasmitir de su poesía a esos rasgos apuntados, porque por debajo de los temas corre una ligereza cautivadora y un sentido del humor que una y otra vez se manifiesta en estos versos a menudo gnómicos y que junto a imágenes sorprendentes y no siempre inteligibles roza lo popular (métrica y rima ayudan), ella que fue la menos gregaria de las mujeres y que a partir de 1867 dejó de hablar cara a cara a las visitas, haciéndolo a partir de entonces tras una puerta, como si de una monja de clausura se tratara, allende el torno.
Hay un problema añadido a la hora de editar su obra: las variantes que ella añadía a sus poemas, sin que en muchos casos se pueda saber cuál habría sido su última voluntad, porque a diferencia de otros poetas ella no tachaba borradores, acumulaba palabras que no ponía unas por encima de las otras, sino a convivir en sus papeles. Ralph W. Franklin editó la llamada Variorum edition, un monumento en tres tomos a la indecisión de Emily. En un recurso electrónico de la Universidad de Harvard se pueden ver los dubitativos manuscritos. Hay ediciones más recientes y se anuncia una nueva de una aventajada estudiosa.
En España, y probablemente en todo el ámbito hispánico, el primero en descubrirla, sin duda gracias a Zenobia Camprubí, fue Juan Ramón Jiménez, quien insertó tres versiones de sus poemas en Diario de un poeta recién casado. Luego han venido muchas antologías. Con rima asonante (algo que parece necesario en este tipo de poemas tan de pequeñas joyas), la tradujeron Ernestina de Champourcín con Juan Domenchina. Sin ella, muchos: desde la bastante abstrusa de Silvina Ocampo (que prologó Borges) a las muy musicales de Carlos Pujol o la poesía completa a cargo de José Luis Rey. En las Américas hay versiones parciales de Gilberto Owen, Rosario Castellanos o Ernesto Cardenal.
Emily Dickinson tuvo su periodo de mayor fertilidad poética durante la Guerra Civil estadounidense (1861-1865), momento que también impactó muy sobresalientemente en un poeta que podría ser su antípoda: Walt Whitman. Si este (él sí claramente homosexual) es la expansión personificada, el deseo de abrazar a los demás y el de escribir la epopeya de un país y sus gentes por más que capítulo cimero de sus Hojas de hierba sea el Canto a mí mismo, Emily es la concentración, la contracción, las ondas de un estanque que no se extienden hasta el borde sino que laten, replegadas, hacia su centro. Sístole, ella; él, diástole. Harold Bloom escribió de ella que tenía “una mente tan original y poderosa que apenas si hemos comenzado, ni siquiera hoy, a alcanzarla”. Tan variada y original, nunca se agota. Se podrían hacer una docena de antologías de su poesía sin repetir un verso, y todas ellas serían tan válidas como misteriosas. Es una poeta falsamente sencilla, pero nunca simple.