Juan Ramón Jiménez, 1903
La editorial Athenaica recupera, con una amplia iconografía y una versión facsímil, el ‘Diario íntimo’ que el poeta escribió en sus años de naufragio y “pena blanca”
8 marzo, 2022 00:00Pocos autores en nuestra literatura con una noción más clara de su vocación, con una entrega más total a su obra que Juan Ramón Jiménez (1881-1958) quien se dedicó a ella durante la totalidad de su vida de manera tan admirable y fija que roza lo enfermizo. Precisamente de lo enfermizo, de su hiperestesia y carácter hipocondriaco, de esa melancolía en la que podía caer nutriendo la casuística estudiada por Robert Burton en su Anatomía, humor que en su caso no era negro, sino blanco (así la veía él, “pena blanca”), da numerosas muestras este diario juvenil que ahora se edita por parte de la editorial Athenaica con rigor, elegancia y la belleza que exigía en todo el de Moguer.
Diario íntimo es el cuaderno de bitácora de un momento de naufragio interior de JRJ. En apenas un mes, de finales de octubre a las postrimerías de noviembre de 1903, en Madrid, asistimos en sus páginas a la auto-cartografía de una sensibilidad exasperada. Hasta hoy no existía como libro, y se añade a los otros reconstruidos por los estudiosos que en los últimos años han ido apareciendo (este llega a las mesas de novedades casi simultáneamente a Pureza, libro que él mismo organizó y dejó dispuesto en Puerto Rico con los últimos poemas que escribió en su casa de Fuentepiña, en Moguer, a partir de 1905 y antes de establecerse en 1912 en Madrid, el cual ahora se añade, en edición de Rocío Fernández Berrocal, al catálogo de Cátedra).
El poeta en una foto de joven / FRANZEN
La autora de la edición de Diario íntimo, Soledad González Ródenas, expone en su pieza introductoria muy bien el contexto y el bagaje del futuro Premio Nobel de Literatura de 1956: sus copiosos escarceos amorosos a menudo con las mujeres menos convenientes, su amistad con el doctor Simarro (al que ve a diario y a cuyas clases asiste, oyéndole disertar sobre Descartes y Spinoza), los sanatorios por los que pasó y en qué circunstancias entró y cómo salió de esos lugares de reposo que no parece claro que lo llegaran a apaciguar, la tradición de los diarios destinados a ser publicados (muy arraigada en Francia), el trato con otros escritores y su papel en la revista Helios. Explica asimismo cómo existió una primera edición del manuscrito repartido entre el Archivo Histórico Nacional y la Sala Zenobia-Juan Ramón de Puerto Rico en Río Piedras, transcripción con algunas fallas importantes de la que se ocupó Ricardo Gullón en la revista santanderina Peña Labra, en 1988.
Tiene la virtud de la claridad y la concisión y no perderse por la fronda de la aridez académica, de facilitar y no estorbar, y dejar paso, con educación, a lo que de verdad importa: el diario juanramoniano. Este es, catorce años antes, y con menor intención artística, preámbulo del famoso y decisivo Diario de un poeta recién casado, tras la boda con Camprubí (libro en el que JRJ, ya serenado tras su triste soltería, agavilló versos entretejidos con poemas en prosa). También antecede, y de algún modo se prolonga, en esa obra impar, Juan Ramón de viva voz, que como un diario hablado reunió Juan Guerrero Ruiz y que está magníficamente editado en dos tomos por Manuel Ruiz-Funes en Pre-Textos.
El Diario íntimo de Athenaica, el sello de los editores Manuel Rosal y Alfonso Crespo, en colaboración con la Cátedra Juan Ramón Jiménez y la Universidad de Huelva (que ha cuidado con el esmero que lo caracteriza Ignacio F. Garmendia) incluye, además de lo escrito por JRJ, la introducción y las numerosas notas de González Ródenas, junto con una amplísima iconografía que se codea con reproducciones de páginas de prensa y de revistas encabezada por el retrato que pintó del moguereño Joaquín Sorolla precisamente en 1903, es decir, una pintura coetánea del texto. Aporta, además, un facsímil del manuscrito, caligrafía nerviosa con enmiendas y tachaduras.
Así abre el poeta su diario: “No sé por qué se me ha ocurrido hoy la idea de llevar cuenta corriente de mi cuerpo y de mi alma. ¿Es que hoy me he sentido más feliz que de ordinario? ¿Es quizás la tristeza elegante del otoño? ¿O acaso un presentimiento negro? No sé. Pero lo cierto es que desde ahora me propongo escribir todas las noches las emociones y los paisajes de los días de mi vida. Siento verdaderamente no haber comenzado antes este diario, porque he dejado perder el frescor de mis aventuras de toca blanca” (aquí se refiere a sus enamoramientos de las monjas que lo cuidaron, de alguna de las cuales no lo dejaron despedirse).
Por medio de estas anotaciones asistimos a la devoción juanramoniana por Shakespeare y Rossetti (bien explicitada por Ródenas en una de las notas), la eclosión de colores y luces a los que siempre estuvo tan atento, su relación con Martínez Sierra, Rafael Cansinos Assens, Alejandro Sawa o Nicolás Achúcarro (discípulo de Simarro y como él ligado a las ideas de la Institución Libre de Enseñanza, que serán también las de JRJ), las librerías que frecuenta y, al principio, tanta, tanta muerte a cuenta de la lápida para la sepultura de la mujer de Simarro, con varias visitas al cementerio y abundancia de crisantemos (que él prefiere denominar crisantemas, forma que también acepta el diccionario).
Emite algunos juicios literarios: “He leído varias poesías de Amado Nervo, siempre blancas, tristes, discretas, con blancura de sustancia gris, de plata de idea, nunca con oro de sentimiento. Los versos de Nervo me gustan casi siempre”. Luego se mostrará algo más escéptico ante el mexicano. Otros momentos son de más antipatía personal que de justificado ejercicio crítico, como este tan despectivo sobre Julio Camba: “Al volver a casa, encuentro al señor Camba. Procuro deshacerme de él, porque lo creo mala persona y muy embustero. Además, nada tengo que decirle, ni él a mí”.
Hay frases que, leídas, sin decir nada trascendente, impresionan por la importancia de los invocados: “Al volver a casa encuentro una carta de Rubén Darío” (también expresa su deseo de escribir un libro sobre el poeta nicaragüense). Y son varios más los personajes secundarios nada secundarios de este libro cuyo protagonista y narrador no pocas veces discurre por Recoletos, uno de los lugares habituales del autor de ese otro diario mucho más extenso y todavía afortunadamente en marcha: el Salón de Pasos Perdidos de Andrés Trapiello, buen seguidor y editor de JRJ.
Hay frases que, leídas, sin decir nada trascendente, impresionan por la importancia de los invocados: “Al volver a casa encuentro una carta de
De la psique retorcida del de Moguer es un buen ejemplo esto que sigue. La madre está ya muy anciana, y quizá él debería ir a visitarla. Pero lo que le inquieta no es el posible próximo deceso de su progenitora sino la improbable (aunque obsesión cierta para él) defunción propia: “Yo me iría con mi madre, pero ¿y si me muero por el camino? Pienso tristemente, muy tristemente, que mi madre tiene ya muchos años”.También hay apuntes líricos, descripciones que son el correlato de su quebranto interno, como esta tan lúgubre: “Todas las ventanas están iluminadas sobre el jardín pluvioso. Y las notas amarillas, cuentan afanes y cuentan besos. ¿Habéis observado qué tristeza tienen esas ventanas iluminadas amarillas en las tardes de invierno? Se creyera que hay un muerto de cuerpo presente; se creyera que yo estoy muerto en esos cuartos”.
Completan el diario varios apéndices con material relacionado: sobre sor Amalia (a la que dedica una prosa que comienza “Primeros días de junio…”), sor Pilar, sor Andrea; sobre la difunta esposa de Simarro; sobre este; tres poemas dedicados a un niño al que se dirige como Lleno-de-sol (la familia del chico lo llama Sunny); una triple evocación de Valle-Inclán, con quien se cruza en un par de ocasiones en el muy peripatético diario; una carta de JRJ a Darío y otra de este a aquel; semblanzas y elogios del autor de Azul; unos versos inéditos… Juntos todos los elementos, completan el mapa de la época de este corazón aprensivo y sufriente que casi se enamoraba a diario lo mismo de monjas que de criadas, sin dejar de recordar las amadas de ayer, y que por remediar sus imaginarios males algunas mañanas se administraba unas gotas de opio.
El lector de Diario íntimo poría cerrar su ejemplar, una vez finalizado el libro, y tomar otro que contenga las dos entregas de poemas de JRJ inmediatamente posteriores a este otoño de 1903: Arias tristes y Jardines lejanos, colecciones que vinieron tras Rimas (1902) y el comienzo fallido, del que renegó, de Ninfeas y Almas de violeta, títulos que vieron la luz en el cambio de siglo. Y ya de paso, entusiasmarse y seguir leyendo en la extraordinaria suma de libros que es Segunda antolojía poética, seleccionada por el propio autor y publicada, como otras obras de largo alcance que estamos celebrando este año, en 1922, hace justo ahora un siglo.