Palabras que vuelan
El código estilístico de la oralidad en la escritura es tan antiguo como la literatura. Los nuevos narradores en español recurren a él para expresar un presente marcado por la precariedad
29 abril, 2022 23:00Pareciera que, desde su origen, la literatura escrita hubiera sentido una fuerte añoranza de su antigua forma oral. Como si nuestros antepasados sospecharan que en el acto mismo de plasmar con ayuda del alfabeto las historias heredadas del pasado estas perdieran parte de su magia o de su enigma. Dando así la razón al viejo adagio que refiere que antes de ser escrita, toda historia fue primero contada y que el lenguaje nace como un sonido articulado para ser oído. No en vano, al inicio de la Odisea, el mismo Homero le pide a la Musa que le cuente de aquel varón de multiforme ingenio llamado Ulises. Sócrates era un ágrafo declarado y, las grandes religiones monoteístas prefieren ser reveladas preferentemente al dictado, el fonos entendido como la fuente primigenia de la sabiduría. Esa palabra mágica es el épos, vocablo inaugural de la creación, en lugar del logos raciona. La voz activa funciona como vía para la revelación de la divinidad. Es decir, el deseo de la literatura por transmitir realidades profundas tendría más que ver con el habla cotidiana mucho más que con la representación gráfica del lenguaje.
Pese a su origen remoto –o tal vez por eso– en los últimos tiempos, el concepto de oralidad ha cobrado un extraordinario auge en las literaturas emergentes escritas en castellano. Se detecta en los nuevos autores –y sobre todo en las autoras– un deseo de atrapar el cambiante espíritu de la lengua, ese genio de la lámpara, en negro sobre blanco mediante una serie de obras que ponen el acento –nunca mejor dicho– en el cuidado de la veracidad fonética y la honestidad semántica. Sus esfuerzos intentan llevar al lenguaje literario hasta el límite del hiperrealismo más descarnado. Notamos la voluntad de registrar en sus novelas –algunas ellas con un éxito apabullante– giros idiomáticos particulares, la sonoridad y las modulaciones específicas de multitud de variantes del español, tan fecundo en particularidades y mutaciones.
Algunas son autoras consagradas, que llevan años explorando estos ámbitos, como Fernanda Melchor –finalista del premio Booker con Temporada de Huracanes—, Selva Almada con novelas como No es un río o Ladrilleros o María Fernanda Ampuero en Sacrificios Humanos. Otras inauguran sus carreras también con la bandera de la oralidad por estandarte, como sucede en el caso de Andrea Abreu y su libro Panza de burro o los cuentos de Camila Fabri, incluidas en la antología de la revista Granta, dedicada a investigar el talento más joven de la literatura en castellano.Todas ellas utilizan la escritura como una red para reproducir la lengua oral –a modo del famoso cazamariposas de Nabokov– tratando de proyectar una suerte de realismo dos punto cero.
¿Pero es esto posible o se trata de una hipérbole bienintencionada? ¿Puede el artificio literario de la escritura representar fielmente la palabra liberada de la oralidad? En realidad, no podemos olvidar que las relaciones entre escritura y oralidad han sido siempre complejas, sometidas a un estado de eterna tensión y conflicto. Su estudio se ha abordado desde diferentes disciplinas académicas como la antropología, la lingüística, la filología, los estudios etnográficos o la semiología, sin demasiadas conclusiones definitivas ni consenso total entre ellas. Tampoco resulta fácil tampoco acotar el terreno de estudio. Numerosas aproximaciones teóricas tratan de reflexionar y delimitar qué entendemos por oralidad y de qué manera se puede aplicar en la literatura. En este artículo nos centramos en el análisis de sus efectos en la versión literaria, es decir, en cómo los textos escritos se sirven de la técnica para conseguir simulacros veraces de oralidad. En desentrañar si es posible o no trasladar la banda sonora de la realidad a la aparente mudez de la página escrita.
Porque una cosa está clara, lo que en la actualidad se entiende por literatura –es decir, eminentemente lo escrita– solo produce efectos de oralidad, apariencias fonéticas, manifestaciones que tratan de reconstruir el habla con los escasos medios tipográficos –los signos de puntuación–, y la alteración semántica y sintáctica. Porque la página del libro –sin un lector que la anime– no tiene un altavoz propio, se mantiene muda en su blanca horizontalidad. La lengua hablada literaria –salvo en los audiolibros– se produce estrictamente en la mente del lector. La dimensión oral de todos estos textos está construida a partir de la ausencia. Una ausencia que emite, eso sí, una luz fantasmal que, cuando se hacen bien las cosas, es ampliamente perceptible.
Así, el fantasma de la oralidad se construye llevando a cabo una manipulación artística. La mimesis oral se produce mediante una técnica de falsificación sobre la materia prima. El viejo y maravilloso truco del proceso artístico: la simulación que se convierte en realidad, o por decirlo, con Octavio Paz, recolectar las peras del olmo. Como si en el famoso cuadro de René Magritte –Esto no es una pipa– encontráramos un nuevo y extraño encabezamiento, como si el lienzo se titulara, en realidad: Esto sí es una pipa y los espectadores realmente creyéramos dicho sintagma a pies juntillas.
Cuando atendemos a las características del lenguaje oral y del escrito nos percatamos de que representan realidades contradictorias. El oral se define como espontáneo, sin reglas demasiado fijas, con gusto por la novedad y la variación. El escrito, en cambio, se muestra formalmente más conservador y tiende a suprimir las repeticiones o incorrecciones propias del habla en aras del decoro y la elegancia. La oralidad en la literatura es una contradicción en sí misma. Se presenta en una escritura que parece traicionar a sus características tradicionales y deshacerse de antiguos corsés ortográficos y bozales sintácticos y huye de los diccionarios para concentrarse en el latido del neologismo, recurriendo de nuevo a los recursos de la modernidad –que ya son clásicos– para lograr de esta forma una literatura más apegada a la verdad.
Para complicar las cosas, conseguir una mímesis de lo hablado no es tarea fácil ni infalible. Su práctica implica riesgos. Los textos se la juegan en la recepción de los límites de lo tolerable, frontera siempre mudable, por parte del público. Solo mediante el buen uso de los recursos de la escritura un autor puede sostener la ilusión de que se escucha determinada prosodia o un contorno entonativo elegido. En cualquier caso, el lector debe convertirse obligatoriamente en copartícipe del texto sonoro.Tal vez por eso, por esa dimensión díscola y rebelde, algunas creadoras actuales han abrazado esa heterodoxa tradición. Si lo pensamos bien, pese a que alguna crítica ha caído en la tentación del adanismo al reseñar sus obras, ellas son conscientes de que no hacen más ni menos que coger el testigo de una fecunda tradición literaria que ha tratado de poner el acento en los aspectos sonoros para transformar la prosa académica en otra cosa. En realidad, la relación entre la oralidad y la literatura resulta tan antigua, fecunda y recurrente que siempre hay alguien que acaba considerándola nueva.
Es curioso cómo la inclusión de simulacros de oralidad en las obras literarias habitualmente se contempla como una señal de innovación. Por el contrario, en la tradición encontramos momentos significativos en los que la reproducción de la técnica constructiva del lenguaje oral se practica con maestría. Pasa con los diálogos de de Cervantes o en el retrato del habla coloquial que contienen las novelas de Benito Pérez Galdós, fieles reflejos de espontaneidad enunciativa. Idéntico mecanismo buscan articular también estos nuevos simulacros literarios de oralidad que aspiran a representar lo cercano, lo verdadero. Los románticos alemanes fueron los primeros se dieron cuenta de la importancia de las narraciones orales en literatura. En su afán por crear una identidad nacional, pretendidamente genuina, se esforzaron reproducir la escritura los antiguos relatos populares, disecando las leyendas del folklore en volúmenes escritos que aspiraban a quintaesenciar el alma del pueblo.
Con la modernidad, por tanto, la oralidad gana terreno, conquista territorios. Existen múltiples ejemplos con efectos diversos. No solo se percibe bajo la forma de diálogos novelescos, sino que entra en los versos de César Vallejo y protagoniza alguno de los antipoemas de Nicanor Parra. Aparece en la voz narrativa de los cuentos de Julio Cortázar o en las crónicas periodísticas de Roberto Arlt. Este último –siempre con la espada de Damocles de ser mal escritor sobre su cabeza precisamente por su estilo oral– siente la pulsión por conectar con un nuevo público lector mediante la cercanía a la lengua hablada. En cambio, en Tres Tristes Tigres, Cabrera Infante usa la oralidad como una fiesta estilística. En la obra narrativa del escritor paraguayo Agusto Roa Bastos podemos evocar los textos orales en guaraní, que funcionan como matriz primera y que los signos de escritura (en castellano) se esfuerzan en captar y expresar.
Walter Benjamin–siempre sensible a los movimientos de disolución de lo heredado– solía reflexionar sobre los cambios que el formato libro había impuesto en lo narrado. Establecía así una diferencia entre lo que llamaba “la narración”, digamos prelibresca, y la novela o información. Él glosaba las bondades de la primera. La identificaba con las formas del mercante y el campesino. Uno representaría las narraciones que vienen de la lejanía, el segundo sería el depositario de las historias que vienen del pasado. Su primer rasgo distintivo sería la oralidad, que lograba establecer una relación directa entre el narrador y la historia. Una veracidad superior al narrador ordinario de las novelas. El narrador tomaría lo que va a narrar de la experiencia, la suya propia y la transmitiría, tornándola una experiencia para aquellos que escuchan la historia”. Benjamin sostenía que en las narraciones las huellas del narrador quedaban adheridas como los dedos del alfarero en una vasija de barro. Los rasgos de oralidad alejarían la figura del novelista y eliminarían la distancia con relación a sus lectores.
Tal vez esgrimiendo este último concepto –la utilidad de lo oral para acercarse a la verosimilitud de lo narrado–, la escritora Andrea Abreu (Tenerife, 1995) compuso Panza de burro, una novela –y un fenómeno editorial– que se basa en el discurso en forms de avalancha de una preadolescente de un barrio de Tenerife, fascinada por su mejor amiga y su poderoso mundo interior y exterior. Abreu cuenta que le costó mucho llegar a la forma lingüística final de la novela. Al leerla podemos detectar cómo la obra va mutando desde el principio, parte de unas primeras páginas escritas a un español bastante neutro –aunque la autora cree que este es un término discutible– y avanza hacia un discurso de plena libertad sintáctica y léxica e indudable canariedad, esa variante de español hasta ahora no presente en la literatura mainstream española. Y todo esto sin un diccionario o un vocabulario que sirva como muleta al lector. La sorpresa es que la novela, a pesar de que los lectores desconozcan buena parte de su léxico, se entiende de maravilla, mediante el contexto o la intuición. Sin muletas, la novela funciona.
Abreu debutó con un libro de poemas y en su novela logra momentos de euforia léxica mediante mecanismos propios del género. “Para los puntos más altos y más experimentales” –confiesa– “empleé las herramientas de la poesía, porque es en ella donde yo aprendí a estirar los límites del idioma; en mi caso, de mi dialecto”. Pese a esta apariencia de naturalidad, su obra tiene mucho de mecanismo literario: se necesitan muchas horas de taller para conseguir que el truco resulte creíble. Es necesario un andamiaje lingüístico y estructural que sostenga esa impresión de informalidad y coloquialismo. “Para escribir la novela hice tantos esquemas que no cabían en la pared de mi cuarto”, confiesa.
Como coda, conviene recordar la vieja cita de Cayo Tito en el senado romano: “Scripta manent, verba volant”. Suele traducirse así: “Lo escrito permanece, a las palabras se las lleva el viento”. Por ese motivo muchos creen que la frase es una alabanza de la palabra escrita. Pero, si nos fijamos bien, en realidad no dice que a las palabras se las lleva el viento. Proclama que las palabras –las pronunciadas– vuelan. Que tienen alas. Que quedan fijadas en la memoria de la especie de manera más efectiva que en cualquier soporte físico. Y, volviendo a la ironía intrínseca del tema, aunque el antiguo dicho esté en lo cierto, la verdad es que las leemos en un libro impreso. En obras escritas que intentan descubrirnos otras cadencias del español y acercarnos a distintos acentos para expresar nuevas realidades con el ánimo de que los lectores escuchemos como si fuera la primera vez que oímos un cuento.