El fondo de la cuestión puede enunciarse con la lógica (terrible) de Raskólnikov, el asesino de Crimen y castigo, la soberbia novela de Dostoyevski: “Si Dios no existe, entonces todo está permitido”. La desaparición de una pauta moral nos instala en el reino del nihilismo. ¿Qué es la cultura? ¿Para qué sirve? Si nadie es capaz de definirla con exactitud, es que todo es cultura o puede llegar a serlo; de donde se desprende la conclusión de que nada, en el fondo, lo es. Se cumple así la infame profecía de la posmodernidad. Vivimos inmersos en este relativismo conceptual. Todo es confusión: llamamos cultura a la creación artística, a la identidad (personal y colectiva), a las costumbres e, incluso, como muestran las lacras de los nacionalismos y los populismos, hasta a las frustraciones íntimas, aunque se compartan amparándose en los códigos comunales de la horda.
Algunos intentan reescribir la Historia en función de (falsos) argumentos de una pretendida ortodoxia cultural, un material cambiante y manipulable en función del capricho y el interés. Otros predican (con orgullo) la desigualdad en base a distinciones que inventan un nosotros para enfrentarlo a un ellos. Léase: el pertinaz delirio independentista. Hasta la invasión de Ucrania por parte de Rusia, con su generoso caudal de espanto y crueldad, se justifica con la vana teoría de que los iguales deben vivir juntos en vez de mezclados con los diferentes. En paralelo, el relativismo político está asesinando a las humanidades, empezando por la filosofía, ese saber honrable. La tecnología ha sustituido al criterio, egregio talento individual, mediante la regla de igualación que establece el consumo y fija la dictadura del algoritmo.
Definir qué es la cultura y para qué sirve supone un ejercicio de riesgo por la extraordinaria complejidad del fenómeno, su infinita polisemia y la resistencia, cuando no directamente hostilidad, que muestran algunos colectivos –élites que se disfrazan de democráticas pero son santos falsos adictos a prohibir– que temen perder su monopolio industrial. Sin embargo, se trata de un ejercicio capital: renunciar a delimitar el significado de la cultura equivale a sancionar la uniformidad pancultural, que es la leña que alimenta la hoguera de la inquisición, la cancelación y el puritanismo mental, hegemónicos en el paradigma digital.
A esta ardua tarea se ha dedicado Antonio Monegal, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Pompeu Fabra, en Como el aire que respiramos (Acantilado), un ensayo sobre el sentido (actual) del hecho cultural. Se trata de un libro breve –169 páginas– que no busca agotar el tema. Más bien se limita a esbozarlo y a dirimir entre lo sustancial y lo accesorio. Monegal traza en este libro de ideas un mapa de la cuestión a partir de un recorrido personal por los autores y tratados que han abordado esta cuestión, sin llegar a profundizar en exceso ni encomendarse al habitual disfraz de la erudición. Su mérito no reside pues en su voluntad de sistematización ni en la pulsión intelectual.
Su pretensión es más humilde y, acaso, más útil: lanzar una serie de preguntas para que sean los lectores quienes mediten sobre los espejismos de la cultura, tomen conciencia de que en esta materia, como en la vida en general, conviene diferenciar las voces de los ecos, y hagan su propia digestión intelectual para salir vivos del océano de señuelos con el que todos los días nos bombardean. Monegal escribe un elogio de la cultura –“un vehículo para explicar el mundo, ordenarlo y dotarlo de sentido”– en el que no hay nostalgia pero importa mucho el redescubrimiento de su función social –visible durante el confinamiento– y su experiencia como asesor en el Consell de la Cultura de Barcelona, un organismo del consistorio de la Ciudad Condal, entre 2009 y 2013. Justo entre el ocaso del PSC en la Alcaldía y la irrupción del nacionalismo convergente.
Ambas circunstancias –el entendimiento de la cultura como un suceso espontáneo, natural; y las posteriores formas de su configuración institucional– conducen la reflexión de Monegal, que aborda cuestiones como el valor identitario y antropológico del concepto, la fama de colectivo subvencionado que tiene el gremio, el desprecio del capitalismo ante un saber considerado inútil o su dimensión política, inherente al concepto mismo de cultura, aunque no necesariamente en la misma dirección que defiende –con argumentos respetabilísimos– el autor de este libro.
El planteamiento de partida del ensayo –el valor colectivo de la cultura es un suceso posterior al hecho cultural originario, que es inequívocamente individual– nos parece acertado, igual que la voluntad de Monegal de delimitar el hecho cultural sin estar condicionado ni por la exigencia de rentabilidad (el mercado) ni por el supremacismo (estúpido) de los agentes de la cultura, que defienden (en su beneficio) el despotismo de los falsos ilustrados. No es un reto menor para un libro, ya que, con independencia de su valor real –la cultura es una colección de herramientas intelectuales para comprender la realidad, detectar las mentiras y alcanzar el sentido crítico que sólo otorga el conocimiento–, al ámbito cultural se vinculan, como sanguijuelas, intereses de otra índole, sociales y económicos; también psicológicos.
Suelen ir ligados: se ve por ejemplo en la creencia, enunciada en uno de los pasajes de este ensayo, de que la cultura otorga prestigio y dota de respetabilidad al mundo del dinero, aunque los mecenas que buscan lucir estos laureles no sepan diferenciar el valor de la cultura de su precio, igual que ocurría con el arquetipo de la necedad que definió Antonio Machado en su Juan de Mairena y, antes, Quevedo. Ningún inversor puede comprar lo que se adquiere siguiendo un camino alternativo al tráfico mercantil. El patrimonio cultural no es material. Es un valor espiritual. Requiere un esfuerzo distinto a hacer negocios, empezando por renuncias y sacrificios personales. Exactamente como decían lo clásicos: “Quod natura non dat, Salmantica non præstat” (Lo que la naturaleza niega, Salamanca [la Universidad] no presta”.
“La cultura” –escribe Monegal– “importa y debería importar más”. No tanto porque sostenga una industria, sino porque “es imposible separar la cultura de lo que ocurre en la sociedad y, a la vez, sin la primera es imposible cambiar la segunda”. Es verdad. No lo es quizás tanto, en nuestra opinión, la siguiente conclusión del catedrático de la Pompeu, que niega que la banalización de la cultura –él usa el término “democratización”– sea una de las causas de su desvalorización. Tal afirmación es no sólo discutible, sino antagónica con respecto a la acertada teoría sobre las minorías ejemplares de Ortega y Gasset, que veía encarnada la idea de progreso social en el mecanismo natural de emulación que se da entre las masas y la aristocracia de la excelencia que nada tiene que ver con un concepto elitista de la sociedad. Sino que es consecuencia de un hecho universal: la diferente prelaciónque existe entre los méritos y el talento y el fingimiento y el narcisismo. Sobre todo cuando es patológico.
En cultura siempre existen las jerarquías intelectuales, por mucho que –en esto compartimos la tesis de Monegal– no tenga sentido la distinción tradicional entre alta y baja cultura, lo mismo que es un colosal oxímoron hablar de cultura catalana versus cultura española. Acierta Monegal cuando recurre a Tzvetan Todorov para explicar de forma simple una experiencia complejísima: “Amo la literatura porque me ayuda a vivir”. Una sensación que no tiene precio, ni fronteras. No se circunscribe a ningún idioma ni tampoco es una cuestión política. Es sencillamente una expresión de sabiduría.
El autor de Como el aire que respiramos defiende que la mayor amenaza para la cultura no es su calidad ni la cantidad exacta de lo que se lee, se escucha o se ve, sino la falta de reconocimiento. Se trata de un silogismo paradójico, pues el valor social de la cultura y sus máscaras, por su propia naturaleza, deviene de su carácter de herramienta útil para el desarrollo intelectual, sin que importe el origen, la lengua, la raza o el lugar de nacimiento. La Historia evidencia que el progreso cultural no es ninguna vacuna contra el horror, pero tener mayor presencia en el teatro social no supone automáticamente que la verdadera trascendencia de la cultura, perdida su condición de sustituto laico de la religión, su primigenio origen sagrado, similar al que tuvo la tragedia en la antigua Grecia, vaya a conservarse o a protegerse ante la degradación de la educación, los medios y el pensamiento positivo.
Basta ver, como un efecto especular, la obscena manipulación de causas políticas que surgieron como manifestaciones de la contracultura –la ecología, la sostenibilidad, una parte del feminismo– que perpetran en la actualidad grandes corporaciones empresariales para dotarse de una pátina de compromiso social y concienciación ciudadana que, sin embargo, está ausente en sus cuentas de resultados. La trascendencia social del hecho cultural es un cuchillo de doble filo. Siendo necesaria, se erige también en su mayor amenaza, porque convierte el ejercicio intelectual –necesariamente libre: el pensamiento nunca delinque– en su opuesto, favoreciendo así nuevas censuras, aquelarres y hogueras donde ya no se queman a las brujas, sino a quienes se atreven a disentir o a argumentar sin miedo al buenismo institucional.
Monegal escribe, con acierto, que “las tensiones identitarias, los flujos migratorios, los choques raciales, intergeneracionales y de género que agitan nuestras sociedades son manifestaciones de factores culturales”. Sin ser falso, esta idea acaba estableciendo una analogía inexacta: la identidad, la emigración, el racismo o el feminismo, sin un determinado tratamiento retórico, formal, sin un proyecto estético que las convierta en arte, no son las sinécdoques de la cultura. Tampoco parece exacta la afirmación de que en el mundo actual se “lucha y se mata por la cultura”. Matar a un hombre, como sentenció Castellio frente al totalitarismo de Calvino, no es matar por la cultura. Es matar a un hombre.
La cultura, dejó escrito Steiner en El Castillo de Barbazul, implica entablar un debate con lo desconocido, encararse con la autodestrucción y enfrentarse cara a cara con la muerte. Sólo desde esta perspectiva trágica las humanidades humanizan y la cultura culturiza. La inhumanidad del nazismo no fue incompatible con el sentido antropológico de la cultura ni impidió, en aquellos años terribles, la creatividad, incluso a la hora de asesinar en masa a millones de personas. Se debió a otro factor: la decisión del totalitarismo de ignorar su propia extinción mientras consumaba la ajena, quebrando de esta forma la equivalencia genética del verdadero suceso cultural: lo que le sucede a un hombre, le pasa a todos. Sus soluciones, sus herramientas, sus antídotos ante la adversidad, son también los nuestros, con independencia de en qué tiempo, lugar, espacio o idioma hayan sido formulados. No es la utopía lo que hace capital la cultura. Es su capacidad para lidiar con el desengaño vital lo que la convierte en un patrimonio insustituible. El único refugio que han inventado los seres humanos frente la tempestad. Aquello que, a pesar de no poder salvarnos, nos protege de nosotros mismos y, al cabo, nos hace efímeramente eternos frente al invencible destino.