Busto de Dostoievski en el monasterio Aleksandr Nevski / ANATOLY MASEV  (EFE)

Busto de Dostoievski en el monasterio Aleksandr Nevski / ANATOLY MASEV (EFE)

Letra Clásica

Dostoievski, una recapitulación

Tamara Djermanovic describe el universo cultural del gran escritor ruso, cuyas novelas alumbran nuestro presente, en un excelente ensayo publicado por Acantilado

7 enero, 2022 00:10

“Quien se atreva a escupir a la muchedumbre se convertirá en su legislador”. Es una frase antigua que parece –y lo es– una descripción contemporánea. El pretérito no está muerto ni enterrado. Habita en el presente. El cadáver de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881) reposa desde hace más de un siglo bajo el busto que preside un túmulo, diseñado con la vana grandilocuencia decimonónica de la vieja Rusia finisecular, en el camposanto adyacente al monasterio Aleksandr Nevski, en la antigua Petrogrado. Horas antes de recibir sepultura, Ivan Kramskoy le hizo un dibujo ortodoxo donde se aprecia el último gesto, sereno, casi pacífico, que emergió justo después del tormento. Resume el cándido final de una vida infernal. 

Dostoyevsky on his Bier, KramskoyEl novelista de San Petersburgo –que nació en Moscú– aparece con los ojos cerrados, la tez blanca y su característica barba asilvestrada. Estrenando sin duelo el sueño infinito. Es una de las imágenes con las que ha pasado a la posteridad. Hoy, 140 años después de aquel último amanecer, otro retrato, el que le hizo Vasily Perov en 1872, cuelga como un afiche en las tiendas de muebles minimalistas, que la incluyen en sus catálogos con un filtro de color rojo sobre un fondo neutro. Semejante combinación traslada a quien la contempla un mensaje rotundo: “el muerto que veis goza de una indudable salud”. Es verdad: muchos de nuestros iguales tienen menos vida que este oscuro predicador de la condición humana

El novelista de

Únicamente los ignorantes creen que el pasado se borra al ser sustituido por el presente. Lo que fue, permanece, aunque sea con una máscara distinta. Lo demuestra el excelente ensayo que la eslavista Tamara Djermanovic (Belgrado, 1965), profesora de la Universidad Pompeu Fabra, dedica al escritor ruso, publicado por Acantilado como parte de su contribución a los homenajes que este último año se han sucedido en Barcelona –entre ellos, el organizado por la Casa de Rusia– a cuenta de la coincidencia entre su extinción y nuestro calendario. 

Cartel de los actos sobre Dostoievski organizado por la Casa de Rusia en Barcelona

Dostoievski tuvo el detalle de nacer y marcharse –oficialmente debido a una hemorragia pulmonar provocada por un enfisema– en dos años impares. Debió ser la única coherencia de su existencia, guiada por la desmesura, la pasión por lo irracional y el tormento. Con estos materiales, ingobernables, creó una obra que Djermanovic analiza a fondo en este libro, sabiamente escrito, cortés –condensar su legado de 262 páginas es un indudable mérito– y apasionante. Entre sus páginas lo biográfico, lo histórico, lo literario y lo filosófico cohabitan sin estorbarse, fundidos de forma armónica en una lectura intelectualmente nutritiva. No descubre nada, pero no importa: los hallazgos, en literatura, no consisten en ubicar un detalle menor oculto bajo las sombras, sino en descifrar bien la música de una partitura de cuya existencia tuvimos noticia hace mucho tiempo. La de Dostoievski, sin duda, es disonante

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Un ensayo literario, además de sustentarse en datos, es un ejercicio libre de interpretación. La exégesis de una lectura. Djermanovic, como académica, hace la suya, enriqueciéndola con todas las capas culturales necesarias. Domina el universo del escritor ruso, pero su talento prefiere contenerse, en vez de expandirse, dándonos las sugerencias necesarias para que, tras su lectura, entendamos mejor la carga de profundidad de unas novelas brutales, donde los universales humanos sobreviven al tiempo, proyectándose hasta ahora. 

La profesora de la Pompeu Fabra lo resume con una frase del epílogo: “Raskólnikov es nuestro contemporáneo”. En efecto: el héroe criminal de Crimen y Castigo, igual que tantas otras de las criaturas surgidas de la mente del escritor ruso, camina todos los días por las calles infectadas por la pandemia, preguntándose si tiene derecho a decidir sobre las vidas ajenas. No es un ser de ficción ni un personaje del tiempo amarillo. Puede ser un médico sin recursos o un contagiado que teme matar a aquellos que encuentra al girar una esquina. Cualquiera de los embozados que no sabemos si llegaremos sanos al día de mañana. 

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En esto, en buena medida, radica el milagro de los grandes libros: sus personajes existen en la medida en que su arquetipo sigue encarnado dentro de nosotros. Dostoievski, en este sentido, es colosal: en sus libros laten los mismos instintos primarios que en la Biblia, su única lectura durante los años de exilio siberiano, y se asiste a la auténtica mecánica de la vida sucia. O puerca, como diría Roberto Arlt. Un viaje en el que se sufre y se goza hasta que cae el telón. No es raro –lo explica Djermanovic– que el novelista fuera non grato en la Unión Soviética: su radiografía del ser humano, enunciada a través del dialogismo sonámbulo de quien habla consigo mismo, escapa reiteradamente a cualquier categorización artificial. 

Retrató como nadie la inmensa estafa de los revolucionarios rusos en Los demonios, acaso como ajuste de cuentas con las ensoñaciones de su propia juventud; hizo de Crimen y Castigo y Los hermanos Karamazov dos obras maestras sobre la íntima naturaleza terrestre; ilustró la desmesura de la identidad rusa en El jugador, la crónica de sus años como ludópata; describió el amor desinteresado y efímero en Noches blancas, y compuso (en prosa) un poema nihilista en sus Apuntes del subsuelo. Sus grandes obras son inequívocamente dramas, pero dibujan una línea que explica –de un solo trazo– toda la historia de la cultura: la caída desde la cima del ideal hasta la irremediable sima de la vulgaridad. Prosaísmo categórico.

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Bajtín, el crítico que mejor lo ha analizado, explicó con detalle el mecanismo retórico de sus novelas. Djermanovic lo sitúa en este libro como un autor profético que establece el marco de interpretación de nuestros días. Todo lo que mueve a sus personajes, los actos del eterno teatro de guiñol, continúa presente en nuestra hora: la voluntad (caníbal) de poder, la dictadura de las masas, los obstáculos del ejercicio (apasionante) de la libertad. ¿Acaso no estamos rodeados por el sentimiento de frustración ante las utopías benéficas que expresa en Los demonios? “No pueden figurarse la rabia y la melancolía que se apodera del espíritu cuando una idea grande, una idea que uno viene venerando solemnemente desde antiguo, es arrebatada por unos necios y difundida por esas calles entre otros imbéciles como ellos”. 

En el mundo actual, preso de absurdos dogmas identitarios, sumido en la estulticia del buenismo industrial, Dostoievski no parece un profeta. Es un periodista: “Tras los sueños idealistas, aparecieron ya otras doctrinas simples y accesibles a todas las mentes, como por ejemplo ensangrentar al mundo, ya luego todo se arreglará de nuevo por sí solo y de algún modo”. El populismo, incluyendo su variante más tribal, que encadena a los hombres a la mentalidad de campanario, es el tema de su Gran Inquisidor, “un impostor que propaga teorías en las que no cree y consigue manipular a las masas” –escribe Djermanovic– “recuerda que no hay peor mal que el que se esconde bajo la máscara del bien”. 

Dostoievski

Dostoievski es un humanista trágico. Alguien que, en la lucha con la vida, escribe con el corazón negro de la tragedia universal. Y nos grita: “Mirad a vuestro alrededor: la sangre corre a mares y de una manera alegre, como si fuera champaña. Mirad vuestro siglo […] ¿No os dais cuenta de que los sanguinarios más crueles han sido, al mismo tiempo, los más civilizados? […] La civilización ha creado si no a un hombre más sangriento, sí más cruel y peor que antes”. Cancelarlo, como sin duda prescribirían los ayatolás profesionales de la extrema bondad y las primas donnas del movimiento woke, equivale a crear autómatas en vez de entender la tragedia íntima del hombre. Es el eterno conflicto entre la realidad (cruel, inmisericorde, burlesca) y el deseo (adolescente, fútil, caprichoso). El misticismo, sépanlo antes de que el sol se extinga, siempre nace de la carne. Nunca ocurre al contrario.