Franzen y la literatura trascendente
El escritor norteamericano prosigue el 'collage' cotidiano sobre la vida norteamericana de clase media, planteado mediante un falso realismo, en su novela 'Encrucijadas'
25 febrero, 2022 00:10En uno de los primeros fragmentos de Desde dentro --la magnífica nueva obra de Martin Amis-- Saul Bellow le explica al entonces joven autor inglés un cuentecillo acerca de la susceptibilidad del escritor consagrado ante el halago y la crítica. Dice así: Había una vez una chica en un pueblo que era muy buena en todo y, por lo tanto, había ganado todas las medallas. Un día llegó un lobo al pueblo y los niños, atemorizados, huyeron a esconderse y se quedaron en silencio. El lobo encontró a la chica de las medallas y se la comió. El ruido de las medallas hizo que la encontrara. Bellow concluye: “Es lo que sucede cuando lo has ganado todo y te crees a salvo al fin. Cuando en realidad eres más vulnerable que nunca. Todos pueden oír cómo se agitan tus medallas”.
Podríamos aceptar que la chica de las medallas de la novela internacional es Jonathan Franzen (Western Springs, Illinois, 1959) megalodón literario: enorme, antiguo, en claro peligro de extinción. Podríamos aceptar que el lobo somos nosotros. O, precisando, el lobo es lo que sucede con la recepción –tanto por parte de la crítica como del lector común—de sus novelas desde el éxito sin tasa de Las correcciones, publicada en un ya lejano 2001. La polarización ante su propuesta artística es tal, que rivaliza en fanatismo con el proceder de las aficiones futbolísticas enfrentadas.
En el fondo Norte de los descontentos --agitando sus bufandas de posmodernismo formalista—podemos encontrar a escritores y prescriptores que se muestran contrarios a sus postulados narrativos, ya sea porque lo encuentran demasiado conservadores –a nivel formal y temático—o, los más ecuánimes, consideran que sus novelas resultan simples entretenimientos –plúmbeos, largos, nostálgicos-- que se ven empujados al paraíso de las obras de arte solo por el ciclón de publicidad e influencia de la literatura de estadounidense actual.
En este grupo, cabe destacar la edición española del ensayo Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida como la conocemos de Ben Marcus (con unos pinitos de pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez), que ensaya de manera divertida los peligros del discurso canónico que enarboló Franzen. En el bando de los acérrimos seguidores se subraya la gozosa experiencia que depara el sumergirse en cualquiera de sus caudalosas novelas, llenas de humor, ingenio y perspicacia. Con introducción, nudo y desenlace. Con su capacidad para abordar la contemporaneidad desde la ficción literaria con una hondura desconocida en otras obras de éxito comercial. Especialista en conseguir la mezcla exacta entre el arte y la emoción, en una fórmula que recuerda a la de los grandes maestros del XIX pero tampoco desdeña de las lecciones de la literatura modernista norteamericana.
El escrutinio severo sobre Franzen –del que él, por otra parte, se muestra orgulloso merecedor, en el que se regocija con el tintineo de sus medallas-- llegó con la publicación de Las correcciones (2001) o, mejor dicho, se desencadenó en el propio proceso de escritura. La leyenda cuenta que envió el primer capítulo –de no menos de 200 páginas– a la editorial y ésta, ante la ambición de la propuesta, decidió darle un adelanto sin parangón para que se alquilara un apartamento en Harlem y se tomara todo el tiempo necesario para terminarla.
La apuesta de Franzen con Las correcciones --pese a lo que pueda parecer en la actualidad-- no era del todo sencilla en aquel contexto, y la tomó después de mucho reflexionar tras lo que él consideraba el fracaso de sus obras anteriores. Un fracaso relativo, debemos reconocer, ya que tanto Ciudad Veintisiete (1988) y Movimiento fuerte (1996) –-sin duda buenas novelas, pero todavía demasiado influenciadas por la literatura inmediatamente anterior– habían sido recibidas por la crítica especializada como fascinantes sátiras posmodernas, con momentos de gran brillantez, pero también algo frías y distantes.
Ambas recogían las lecciones que los jóvenes escritores ambiciosos de aquella generación –David Foster Wallace, A.M Homes, Lorrey Moore, Richard Powers-- habían aprendido en los campus de las universidades más elitistas, en los másteres de escritura creativa. Hablamos de la herencia de las obras de los 60 y 70: Thomas Pynchon, Donald Barthelme, William Gaddis, Robert Coover o Don Delillo, que proponían fabulas de una dificultad y sofisticación sin tasa, descreían del poder del realismo costumbrista de la novela popular para narrar un presente cada vez más atomizado, o precisando, creían que las novelas del porvenir deberían transitar por caminos cada vez más complejos y formalmente exigentes, dejando de lado al presunto mercado en aras de un manierismo intelectual sin fisuras.
Las correcciones es la respuesta a las preguntas que le asaltan a Jonathan Franzen a finales de los 90. A saber: ¿Es la novela un género inerme para el nuevo siglo? ¿Qué hacer con una sociedad que desdeña de sus escritores para abrazar a otros opinadores más ligeros? ¿Cómo competir con los grandes espectáculos contemporáneos? ¿Cómo evitar que la literatura deje de ser importante? Franzen concluye –a diferencia de su colega y sin embargo amigo Foster Wallace– que la literatura contemporánea debe dar la batalla a lo mediático, seducir al lector, conquistar su gusto.
Para eso, la única manera de conectar con el presente que tendría un autor de su ambición sería dar dos pasos atrás para tomar impulso hacia el porvenir. Dejarse de metaficciones vanguardistas –o aprovechar algunos de sus recursos– para entroncar de nuevo con la tradición del realismo americano, la famosa y tópica gran novela americana. Leer es, para él, casi un acto de rebeldía y por eso el autor debe premiar ese compromiso con una literatura altamente narrativa y sentimental.
Las correcciones, pese a su condición de novela ultraconsciente –no en vano el autor la percibió como su última oportunidad para acceder a la mesa de los grandes-- es una maravilla, a medio camino entre la modernidad y la tradición. Capaz de alegrar la lectura de amplias capas de receptores diferentes. Narra la caída de la familia en decadencia de los Lambert, una familia del Medioeste, con empatía a la par que ironía, con poesía y colmillo. Es, además, una novela llena de recursos literarios, que conecta lo íntimo, lo generacional y lo histórico. Una tragicomedia, corrosiva y humana, propia del siglo XXI. “Aunque supuso un cambio, Las correcciones se seguía moviendo en la órbita de lo que se hacía en la década de los sesenta y los setenta. El peso de la escritura seguía siendo excesivo. He cambiado mucho como escritor. De Thomas Pynchon y William Gaddis he pasado a Elena Ferrante y Alice Munro”, explicaría Franzen.
Con Libertad (2010), la novela inmediatamente posterior –el éxito todavía a medio digerir, la tristeza por el suicido de su colega y sin embargo amigo Foster Wallace y escribiendo sin parar sobre los males de la novela vanguardista en artículos como Mr.Difficult , Franzen parece querer rizar el rizo y asaltar otro de esos tópicos yanquis: aspirar a una novela que condense el destino de toda una nación. Según su argumento –falso-- toda gran Nación –perdón por la mayúscula—necesitaría una Gran Novela.
En realidad, la definición –sin tiempo suficiente para mesurarla– acaba siendo otra faja comercial que Franzen utiliza en beneficio propio, sin creérsela del todo. Libertad, es, de alguna manera la segunda parte de Las correcciones, sin serlo en absoluto. Digamos que depura el método de lo emprendido con anterioridad. Lo que se nos narra es el destino de otra familia disfuncional. Sus vicisitudes son capaces de reflejar el tejido del presente más inmediato. Un tapiz ficcional donde reflejar el impacto de los acontecimientos socioeconómicos y culturales de las últimas décadas. Unos The Simpsons en serio. La novela es capaz de unir la brillantez literaria con los temas sociológicos contemporáneos –Afganistán, Irak, ecologismo, el último mandato de George Bush, la esperanza de Barack Obama--, que si atendemos a los últimos best-sellers literarios –sea lo que sea que entendamos por esto-- parece que sea la única manera de que una propuesta narrativa no exclusivamente comercial consiga algo de eco en los medios de comunicación.
La sorpresa, como casi siempre, acontece cuando nadie se lo espera. El globo se desinfla para nuestro autor con Pureza (2015), por lo menos para muchos de sus antiguos lectores, que se ven desconcertados con una trama que, teniendo momentos brillantes y una gran protagonista (La Purity del título) se embrolla en tramas de pseudothriller con un sosia de Julian Assange para tratar de reflejar una realidad demasiado procelosa para ese tipo de narración. Después de la entronización, la caída hace más daño. Bien es cierto que siempre resulta irónico ver caer en el mar de la intrascendencia pública a alguien muy preocupado por gustar –que teoriza de por qué otros escritores no lo consiguen—que a otro tipo de artistas más ensimismados.
De manera análoga –pero en sentido contrario-- a aquella fábula de Augusto Monterroso en la que el pueblo decide fusilar a una oveja negra cada cierto tiempo para, años después, poder homenajearla con su consiguiente estatua ecuestre, al mundo mediático le place levantar mausoleos de mármol en vida del autor para, obras después poder saquearlos y desvalijarlos como alegres vándalos. Llega ahora Encrucijdas (2021) --veinte años después del éxito de Las correcciones--, a la mesa de novedades y algunos ya afilan sus cuchillos. Se ven tentados a declarar que más que acercar la gran literatura al gran público, lo que haría Franzen es producir best-sellers un poco mejor escritos que la mayoría. Pero estarían equivocados.
Resulta que, una vez liberado de la autoimpuesta obligación de encarnar el mismo canon desde el presente, del yugo del presente absoluto, la escritura de Franzen vuelve a imponerse como una obra de arte de primera. La novela es la crónica de los Hildebrant, otra familia de estadounidenses –como los Probst, los Holland o los Berglund– pero esta se dedica a rastrear unos pocos días del invierno de 1971 en una pequeña localidad de Chicago y esa distancia y mesura le sienta de maravilla. Nos atrevemos a decir que la novela, presentada como primera parte de una futura trilogía, es la más cálida y verdadera del autor.
Un tour de force, casi tolstiano, por la psique del matrimonio protagonista y sus hijos en busca de la religión y la salvación personal. No es que Franzen reniegue aquí de sus novelas pasadas --también encontramos ironía y música y humor-- pero su voz narrativa no es lo más importante, o no exclusivamente. Despreocupado de que nos percatemos de lo bien que escribe, consigue su mejor prosa. Descreyendo de trucos o fuegos artificiales, consigue una luz nueva, al arrullo de las vidas –insignificantes y valiosas, como todas– de dos adultos y cuatro chavales. Como si estuviera harto del ingenio y se dirigiera a la conquista de dar con nada más –pero tampoco nada menos– que una buena novela. Melodramática y nostálgica, sí, pero absolutamente trascendente, llena de imágenes brillantes y reflexiones relevantes, morosa e irresistible
En definitiva, una vez examinada su obra y la recepción que todavía merece, resolvemos que Franzen –en la solitaria defensa de su concentración: es conocida su aversión a las redes sociales, su afición a la ornitología-- se ha convertido en el autor que un día soñó ser. Un autor que apuesta por la trascendencia propia y la gana. Sin duda consigue aquella máxima que ya ensayó él mismo hace tantos años, a saber: que la literatura todavía puede ser trascendente para el gran público, que leer ficción de calidad nos proporciona un tipo de experiencia –intelectual y emocional— no equiparable a otras disciplinas ficcionales que devoran nuestro tiempo.