Ferran Toutain y su ‘Imitación del hombre’
El escritor amplía el ensayo publicado en 2012 donde combatía los intentos de los estudios culturales y de género de convertir al hombre en una marioneta
30 marzo, 2021 00:00“Ser hombre significa imitar al hombre”. Con esta cita de Gombrowicz, procedente de sus Diarios, se abre, a modo de epígrafe, Imitación del hombre (Malpaso, 2020), el excelente ensayo de Ferran Toutain, publicado en catalán en 2012 y ahora ampliado, actualizado y traducido por el propio autor. La extraordinaria complejidad del asunto que aborda –la pulsión mimética que está en la raíz de la condición humana– ya da una idea de la singularidad intelectual de Toutain, que, además de ensayista, es también traductor, periodista y profesor.
El caso de Toutain ilustra una de las paradojas de la Cataluña democrática. Bajo la ilusión emancipadora del nacionalismo pujolista, el país emprendió en realidad una regresión política que redundó en un desolador empobrecimiento cultural. Ferran Toutain, como demuestran los ensayos que escribió con Xavier Pericay, Verinosa llengua (1986) o El malentès del noucentisme (1996), es uno de los mejores conocedores de la literatura catalana, abogado de una verdadera regeneración lingüística y defensor de un modelo de lengua libre de excesos líricos y vicios arcaizantes, como ya en su día habían defendido, entre otros, Joan y Gabriel Ferrater.
En los primeros años del pujolismo, Toutain fue además asesor lingüístico de la radio y la televisión públicas, siendo uno de los pocos que se enfrentó al siniestro Alfons Quintà, aquel doppelgänger de Jordi Pujol que antes de suicidarse mató a tiros a su mujer. Su ejemplo intelectual, sin embargo, que en realidad constituía la vanguardia del momento, terminó siendo desplazado y marginado por la maquinaria folclórica y esencialista de un proyecto político que ha arruinado a la misma sociedad a la que pretendía moldear. Tanto Valentí Puig en L’os de Cuvier (2004) como Xavier Pericay en Filologia catalana (2009), dos títulos imprescindibles para entender qué ha ocurrido en Cataluña en las últimas décadas, expusieron las causas de esa ruina cultural. Ojalá Toutain se anime pronto a escribir sus memorias y contribuya al recuerdo de esa Cataluña que pudo haber sido y no fue con el testimonio de su resistencia cívica y moral, tan contundente como discreta.
Teniendo en cuenta su experiencia política, no es raro que la imitación se haya convertido en la gran obsesión de su vida. En la cuestión mimética late el misterio que nos constituye, desde el aprendizaje y las pulsiones gregarias hasta el sacrificio, que según René Girard, uno de los autores que Toutain cita y comenta, es el gran problema humano, la experiencia cruenta y sagrada en la que se dirime el combate agonístico en el que suele acabar la imitación. Admira, para empezar, que ante un asunto tan complejo e inagotable, Toutain haya sabido organizarse, escribiendo sobre la materia un ensayo que además es modélico en el género, puesto que en sus páginas pasa sin esfuerzo de la erudición y la exégesis literaria a la anécdota personal, de la apostilla filosófica a la actualidad periodística, todo ello sin perder el hilo de su argumentación y demostrando a menudo un sentido del humor muy fino que desactiva la tentación de solemnidad a la que podría invitar el problema estudiado.
Todos los autores que comenta y que parecen conformar su genealogía intelectual –Musil, Gombrowicz, Jünger, Heidegger, Kolakowski, Tarde, Ferlosio o Martínez Marzoa– son leídos con mucho detalle y provecho, fruto sin duda del trato que ha mantenido con ellos a lo largo de toda una vida. Las cuatro partes que integran Imitación del hombre, cada una con un epígrafe explicativo que parece postularse como imitación irónica de Montaigne, conforman una meditación poliédrica de las distintas variantes de mímesis, desde las más elementales hasta las más complejas.
A partir de la constatación de que “ser hombre significa imitar al hombre”, Toutain abre una serie de líneas de investigación que invitan a discutir con él y a emprender un camino propio en la reflexión. Quizá lo primero que habría que destacar –evidente ya en el título– sea la presunción de una “naturaleza del hombre”, precisamente en una época en que la concepción clásica de lo humano está en disputa, impugnada por desafíos biológicos que pretenden dotar de intención ideológica lo que hasta ahora se había dado como condición.
En ese sentido, se trata de un ensayo combativo por cuanto ofrece herramientas y estrategias de juicio para desbaratar los intentos de convertir al hombre –el ánthropos griego, indisociable del lógos– en una marioneta de los últimos delirios postideológicos, según las dictados de los estudios culturales y de género ya hegemónicos en la Academia. La respuesta de Toutain frente a ese nuevo embate doctrinario –una mezcla, como él dice en la tercera parte, de “Bouvard y Pécuchet y Mayo del 68”– consiste en una inteligente y autorizada escenificación del teatro de las imitaciones, un espejo frente al que los nuevos fanáticos no tienen más remedio que verse reflejados y deformados, como los personajes de Valle-Inclán en el callejón del Gato.
En ese sentido, Imitación del hombre puede considerarse un tratado de filosofía moral, puesto que al fin y al cabo el objeto de su estudio no es otro que la libertad de elección. Como escribió Iris Murdoch, filósofa moral antes que novelista, “El hombre es una criatura que hace imágenes de sí mismo y luego se dispone a parecerse a esa imagen”. La cuestión, como bien ha visto Toutain, es qué imagen se elige y cómo se desarrolla el proceso de asociación. El deseo mimético es inherente al hombre, que al nacer no tiene más remedio que imitar para empezar a hablar, a moverse y a actuar. Luego, la educación debería idealmente estimular la emancipación de la inteligencia, que aprende a discriminar, a poner a prueba prejuicios e ideas recibidas, a pensar, en definitiva, con ambición e independencia.
Es el momento en que uno empieza a elegir modelos políticos, culturales y sentimentales. El proceso, sin embargo, nunca está exento de peligros y de trampas, de espejismos inducidos por las tensiones de la sociedad en la que uno vive y se relaciona. La pulsión mimética es indisociable de la necesidad de pertenencia, de un instinto gregario que ha venido transformándose de forma cada vez más brutal en el mundo moderno, con el imparable proceso de secularización y el afianzamiento de la cultura de masas, que en nuestros días está alcanzando un punto de dominio y colapso.
Toutain trae a colación un cita de Jünger que le sirve para reflexionar, muy oportunamente, acerca de un fenómeno de nuestro tiempo: “El que los hombres con historial criminal se vuelvan peligrosos es menos preocupante que tipos que uno ve en cada esquina de la calle y detrás de cada ventanilla entren en un automatismo moral”. Hoy en día vemos cómo la mayoría de causas –la denuncia de los abusos machistas, la lucha contra el racismo o la reivindicación de la igualdad de oportunidades– se convierten, en virtud de los mecanismos publicitarios de una sociedad que se ha sacralizado a sí misma y que ha prescindido de cualquier referente trascendental, en un espectáculo masivo que anima a adhesiones inquebrantables y cada vez más simples y que acaba por menoscabar la nobleza de la causa defendida. El caso reciente de las traducciones de Amanda Gorman, en sí mismo un suicidio moral e intelectual, es una buena prueba de ello.
Frente al automatismo moral de lo que Toutain llama la “imitación vulgar”, la literatura, la racionalidad, el arte y el humor son las vías de escape que se proponen en la parte cuarta, una encendida y vibrante defensa de las posibilidades de la imaginación. En épocas de ebriedad ideológica como la que vivimos, ahogados por una marea de información irreflexiva, el arte es una de las pocas formas de disidencia que nos queda. En su lectura, muy lúcida y matizada, de El sueño de una noche de verano, Toutain demuestra que autores como Shakespeare van siempre por delante de cualquier intento de reducir nuestra condición a una idea preestablecida. La gran literatura suspende el juicio y lo mantiene en vilo a lo largo de toda la obra, subvirtiendo cualquier seguridad política, moral o psicológica para llevarnos de vuelta a una inestabilidad mucho más fructífera que nuestra inicial postura:
“Con tales procedimientos, si bien contradice sistemáticamente el discurso ordinario, coincide con la experiencia directa de las cosas que cada individuo puede llegar a tener por sí mismo –una experiencia que se alimenta tanto de la elaboración intelectual como del asalto onírico al que el hombre se ve sometido incluso cuando no duerme–, o por lo menos crea la ilusión de coincidir con ella, y de ahí vienen tanto el interés que la literatura suscita en el ser humano tendente a la introspección como la dificultad que plantea a la hora de ser interpretada. Esta noción de la literatura, aplicable en general a la creación artística tal y como empezamos a entenderla a partir del Renacimiento, se cumple de forma pura en la obra de Shakespeare, y tengo la impresión de que el El sueño de una noche de verano es donde llega a desplegar todo su potencial. Con su inclinación a desvelar, con técnicas muy próximas a las del sueño, que la vanidad aspira a creerse una gran pasión, el arte es uno de los pocos instrumentos de que dispone el hombre para abandonar provisionalmente el vicio existencial de la imitación”.
Comentando luego, también con mucha penetración, algunas páginas de Faulkner, Toutain concluye:
“Hay otras maneras de conseguir la excelencia literaria, pero la de Faulkner aspira a crear un mundo paralelo tan absurdo y complejo como el real. Cumple de este modo la función que ofrece el arte de escapar, con la mímesis –la igualación con el mundo–, a la rueda de la imitación vulgar. En el uso particular que hago aquí de imitación y mímesis, esas palabras mellizas devienen forzosamente antitéticas: lo que se mimetiza por completo deja de imitar y pasa a ser. La imitación oculta a los dioses. La mímesis los revela”.
Esta reflexión enlaza con lo que decía siempre Hannah Arendt con respecto a la cultura. Recogiendo una idea de Cicerón, Arendt aseguraba que ser culto significa sobre todo saber elegir compañía, entre personas, cosas e ideas y tanto en el presente como en el pasado. La elección de determinados modelos puede determinar la ruina o la salvación de una sociedad, puesto que de ello dependen tanto la calidad de nuestro juicio como nuestra capacidad de relacionarnos con los demás a través del mismo. Y es precisamente ahí donde radica la trascendencia última del libro de Ferran Toutain.