Menéndez Salmón: "Lo que define al sujeto posindustrial es el nihilismo de la abundancia"
El escritor asturiano, que medita sobre la muerte y la enfermedad de su padre en su última novela, reflexiona sobre el lenguaje, la filosofía y la ‘literatura de consenso’
21 diciembre, 2020 00:10Este año Ricardo Menéndez Salmón sorprendía a sus lectores con No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Barral), una memoire en la que el escritor asturiano se enfrenta a la enfermad de su padre y a su muerte. El libro más personal de uno de los autores más singulares del panorama literario español. Menéndez Salmón ha hecho desde el inicio la literatura que ha querido, huyendo del encasillamiento y apostando por novelas ambiciosas y complejas donde dialoga con el arte y la filosofía sobre el mal, el lenguaje del poder, el nihilismo contemporáneo o el cuerpo.
Pregunta: “Lo útil de una persona, su potencialidad, es que se encuentre vacía”, dice Richard O’Hara, el protagonista de Homo Lubitz. Estas palabras me remiten a su novela No entres dócilmente en esa noche quieta, donde la enfermedad es uno de los temas centrales.
Respuesta: Ambos libros tratan de la enfermedad, en efecto, pero de modo distinto. Homo Lubitz lo hace de forma alegórica, con ese vacío que mencionas como un hueco imposible de colmar y en el cual se precipitan parte de las dolencias de nuestra sociedad: anomia, presentismo, falta de empatía. En No entres dócilmente en esa noche quieta, en cambio, la enfermedad es tangible, física, brutal como un accidente. Es la condición fundamental de una existencia, la de mi padre, y todo lo que esa condición supuso para quienes convivimos con él durante más de tres décadas.
P: En su novela habla del alcoholismo, una enfermedad que se podría decir que está fomentada por la propia sociedad.
R: Lo singular de enfrentarse a un tema como el alcoholismo es que se parte de un prejuicio: el hecho evidente de que existe una vergüenza implícita en la circunstancia de ser alcohólico. Por otro lado, ese prejuicio no es sencillo de sustanciar, máxime en una cultura como la española, en la que beber es un acto aglutinador de la comunidad, el inmunodepresor por excelencia, algo tan aprendido, tan cultural, tan asumido, como la gramática de nuestra lengua.
P: El alcohol, la búsqueda de reconocimiento, el consumismo desmesurado… ¿Son todas estrategias para combatir ese vacío interior que comparten sus personajes?
R: Diría que son síntomas de un malestar, el peaje a pagar por ese nihilismo que me parece define con bastante propiedad al sujeto posindustrial. Con una peculiaridad. Y es que no hablamos de un nihilismo que pretenda transformar el mundo, como sucedió con el movimiento en sus orígenes, o que busque oponerse a un statu quo que considera injusto o perverso, sino que apenas sirve para generar una desazón añadida. Es un nihilismo de la abundancia, si se me permite la paradoja. Un nihilismo de quien tiene demasiado y, aun así, es profundamente infeliz.
P: La enfermedad también aparece en La ofensa. ¿En el cuerpo se proyecta todo? ¿Es donde se inscribe un malestar que ya no es sólo individual, sino colectivo?
R: El cuerpo es, en mi literatura, un tema recurrente, quizá porque crecí fascinado por esa frase de Spinoza en la tercera parte de la Ética: “Nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo”. Hasta el siglo pasado el cuerpo ha sido el gran olvidado. En ello ha pesado, sin duda, esa culpa inculcada por la religión y por la época barroca, que vio en él una tumba, un pudridero, algo que, ya que no se puede extirpar, al menos se debe ocultar. El cuerpo es el dispositivo por antonomasia, el lugar donde las cosas suceden. Si eres materialista, y yo lo soy, debes atender al cuerpo, porque él es quien te recuerda de dónde procedes, tu animalidad. Es quien te señala hacia dónde caminas y cuáles son tus límites porque en él se resuelven los apetitos de la vida y sus principios rectores, placer y dolor, plenitud y deterioro, solaridad y oscuridad. Por eso me interesa tanto el arte feminista. Artistas como Nancy Spero, Louise Bourgeois o Ana Mendieta comprendieron con mayor intensidad que ningún otro creador anterior lo que el cuerpo posee de condena y a la vez de mensaje.
P: ¿El hecho de que su indagación en torno al cuerpo vaya de la mano a tu interés de la pintura tiene que ver con que ésta aparezca como espacio de representación y, a la vez, desdibujamiento del cuerpo?
R: Es posible. Cuerpo y pintura forman un matrimonio abrumador. Pienso, por ejemplo, en las representaciones antinómicas del cuerpo de Cristo. Todo ese inagotable intento por recrear algo que escapa a la certeza y se interna en el territorio del mito, de la leyenda, de lo hagiográfico. Las diferencias entre el bellísimo Cristo de Bramantino y el pavoroso Cristo de Grünewald. Tienen el mismo protagonista y reclaman la misma historia, pero parecen visiones de dos especies distintas.
P: ¿Es esta historia por contar lo que le seduce como narrador?
R: Sí, lo que más me seduce de la pintura es lo que posee de promesa. Toda representación encierra una historia por contar. Luego, por añadidura, está el impacto estético, la capacidad de conmoción que la pintura atesora, incomparable con ninguna otra manifestación humana. No hay creación que me haya hecho más feliz que la pintura, desde el arte parietal hasta el action painting de Pollock.
P: Pensando en su trilogía del terror y, en concreto, en El corrector, ¿la literatura se convierte en una forma de indagar en la relación entre poder y lenguaje?
R: Aquí la sombra de Orwell es tutelar. Quien detenta el lenguaje, detenta el poder. Y quien detenta el poder, detenta la capacidad de configurar la realidad. Cuando se habla de compromiso por parte del escritor yo lo entiendo desde esa lógica: la de hallarse en posesión de un instrumento que jamás es inocente, y que por tanto debe ser empleado con el mayor escrúpulo posible, pero también apurando toda su potencia.
P: El corrector apela, precisamente, al compromiso de la literatura con respecto a los relatos oficiales.
R: Por emplear la metáfora que articula la novela, los atentados de Madrid generaron dos erratas en la sociedad. Una de ellas es indeleble, no se puede corregir: son los muertos, el daño atroz causado por unos fanáticos; pero la otra, el intento por parte del Gobierno del Partido Popular de manipular a la opinión pública, fue rectificada por la sociedad en las urnas. Los sucesos del 11 de marzo siempre me han hecho pensar en el primer verso de No volveré a ser joven, de Jaime Gil de Biedma, ese inolvidable “Que la vida iba en serio…”. Toda aquella gente muerta, aquel horror, tanta conmoción a nuestro alrededor, me interpelaron con una fuerza sobrecogedora. De pronto era protagonista de lo que sucedía. Aquello nos estaba pasando a nosotros, los hombres y mujeres del 71, como es mi caso, los mismos que crecimos con la sensación de que la Historia había terminado como muy tarde en 1992 con la desintegración de la Unión Soviética. Así que había que vestir esos puntos cardinales, recuperar el horizonte, con nombres propios.
Por eso son mis contemporáneos los que aparecen con sus apellidos en la novela. Cuando escribes Hitler creo que, en realidad, te juegas muy poco. Cuando escribes Aznar u Otegi, la cosa cambia. Mientras escribía, todo eso estaba presente, pero no como un instrumento coercitivo, sino como un acicate. No estoy diciendo que esos nombres hayan servido para excitar mi animosidad, pero sin duda me han ayudado a saber con quién estaba dialogando y por qué estaba escribiendo ese libro y no uno que tratara de un sastre con buen oído para la música, como sucede en La ofensa, u otro que hablara de un psicópata obsesionado con los zapatos, como sucede en Derrumbe.
P: Usted ha dicho que en España se ha menospreciado la complejidad y, sobre todo, se ha aplaudido la literatura del consenso. ¿Sus novelas deben entenderse como una respuesta contra esa prosa de consenso?
R: Escribo los libros que me gustaría leer. No sé si el resultado escapa a la prosa de consenso o apunta a una suerte de literatura para the happy few. Sí creo, en cualquier caso, que en España prima una crítica holgazana y pacata, que tiene una manga muy ancha con las vacas sagradas y poco fuelle para soportar propuestas verdaderamente personales. Y que vive a sueldo de un compendio de lugares comunes. Por no mencionar que hoy, asombrosamente, todavía hay críticos que se enamoran de productos de dudosa calidad que nos llegan desde fuera y no empujan como merecen proyectos de primera línea que han nacido aquí, delante de sus narices. Si me llamara Richard Salmon sería un escritor más jaleado de lo que soy llamándome Ricardo Menéndez Salmón. No tengo ninguna duda al respecto.
P: El corrector, Homo Lubitz y El Sistema son las novelas donde más aparece esta crítica a la literatura de consenso.
R: Abundo en lo dicho. La obra de la mayoría de los escritores consagrados transcurre en una dulce inercia. Escriben libros de poco riesgo y se ganan el aplauso de la academia y del público. Tienen púlpitos en prensa desde los que adoctrinar y turiferarios que les dan cuerda. Entre tanto, otros escritores buscan, arriesgan. Y no predican, sino que fabulan. En esa dirección apunta Homo Lubitz, un libro que la crítica maltrató con un argumento irritante: su desmesurada complejidad. Sin embargo, estoy convencido de que habla con más razones de nuestro aquí y de nuestro ahora que tanta aplaudida literatura del consenso. Incluso la pandemia ha dado la razón a este argumento. O’Hara, el protagonista de Homo Lubitz, es el resultado de ese punto sin retorno que Ballard pronosticaba en sus ficciones: un tiempo donde ya no existe transición entre la enunciación de un deseo y su realización.
En Homo Lubitz se defiende que hoy todo consiste en un asunto de narrativas, de perspectivas, de la hermenéutica adecuada para interpretar cuanto sucede. Que la clave, en definitiva, radica en cómo decir el mundo. Esa es la complejidad primordial de lo que nos rodea. Hasta no hace mucho la literatura pensaba que poseía las herramientas para dar cuenta del mundo, pero hoy todo sucede de una forma tan veloz, tan urgente, tan plástica, que es como si el propio lenguaje hubiera perdido adherencia. De ahí proviene la desconfianza que se experimenta hacia la novela como instrumento de diagnóstico de la realidad. Y esa desconfianza deja huella en la percepción del tiempo, pero también en el lenguaje. Un lenguaje que, insisto, debemos exprimir en toda su complejidad para que realmente diga algo y no se limite a ser un adorno, un sonajero, un pesebre para echar una cabezada.
P: Su literatura dialoga con la de Marta Sanz, Isaac Rosa o Belén Gopegui, una generación que entiende la literatura como espacio de experimentación, pero también como artefacto político.
R: El concepto de generación me importa poco si lo comparo con el de genealogía o con el de afinidad electiva. Mis vínculos con los escritores que mencionas no son menores que los que mantengo con Moisés Mori o Enrique Vila-Matas, que por edad podrían ser mis padres, o con los que me unen a Cristian Crusat, que por edad podría ser mi hermano pequeño o mi sobrino. Por otro lado, toda literatura es un artefacto político, incluso aquélla que abomina de la política o de la idea de intervención social. Desde esa óptica, no pienso que Sanz, Rosa o Gopegui sean autores menos políticos que Marías, Longares o Fernández Cubas, por citar a tres escritores admirables cuya obra no acostumbramos a contemplar bajo una óptica politizada.
P: ¿La crítica ha pecado entonces de conservadurismo al elogiar solo aquello que respondía a un supuesto canon ya establecido?
R: No quiero insistir en lo dicho. Pero ya que citas el canon me permito recordar una reflexión un tanto malévola de un escritor al que amo, Danilo Kis, que sufrió la ceguera de los mandarines de la literatura yugoslava: “El talento no es otra cosa que la desviación del canon”. El problema del canon no es, en efecto, quién lo forma, sino quién lo sanciona.
P: Su literatura ha sido definida como filosófica. ¿Suscribe esta definición?
R: En mi ficción hay un interés evidente por la filosofía, como nutriente y como sustrato. Es literatura de ideas en el sentido más noble de la expresión, el que Camus empleó en El hombre rebelde para señalar que los novelistas capitales han sido novelistas-filósofos. La novela es una de las decantaciones privilegiadas de la filosofía. El novelista devora el pensamiento, lo metaboliza y nos devuelve un producto novedoso que, llevando esa sustancia viva en su interior, el pensamiento, es, sin embargo, otra cosa, algo más. Siempre hay una suerte de metamorfosis, de conversión del gusano en mariposa en este diálogo que se produce entre filosofía y novela. Los novelistas que me han formado, de Melville y Dostoievski a Onetti y Bernhard, pasando por Conrad, Broch o Céline, han urdido sus ficciones a partir de esa relación. Sus personajes, Ismael y Stavrogin, Díaz Grey y Rotheimer, Kurtz, Esch o Bardamu son los verdaderos filósofos de los últimos ciento cincuenta años.
P: ¿El elemento filosófico de sus novelas es lo que las ha situado fuera de ese marco referencial en el que trabaja buena parte de la crítica?
R: Es algo que autores españoles a los que venero han tenido que soportar antes, esa consideración peyorativa con referencia a su obra por una supuesta dificultad u oscuridad emanada del componente filosófico de su escritura. Pienso en autores como Miguel Espinosa o Juan Benet, tantas veces tildados de elitistas y herméticos. Y, sin embargo, quién en el siglo veinte español puede presumir de haber escrito obras del fuste de Escuela de mandarines o Saúl ante Samuel.
P: Iba a preguntarle si hay más referentes de novelas filosóficas fuera de nuestra tradición, pero con los nombres que ha citado ya me ha contestado.
R: España ha mantenido históricamente una relación compleja, cuando no acomplejada, con la tradición filosófica. O llegábamos tarde a ella o directamente no llegábamos. Parece que nuestro genio literario ha encarnado en el teatro, la novela o la mística, pero no en la filosofía. Es cierto que la filosofía es a menudo sospechosa. Pero yo diría que, en España, la filosofía es siempre sospechosa. Y me temo que ese matiz es decisivo.