La Andalucía neorrealista de Juan Marsé
El escritor describe las sombras de nuestro famélico pasado sentimental en ‘Viaje al Sur’, un libro sobre la Andalucía del subdesarrollo, metáfora de la España de 1962
10 septiembre, 2020 00:00Un hombre no es más que una criatura de barro. Arcilla mojada. Un material frágil hecho a partes desiguales de esperanzas y desengaños. El destino le permite cambiar de aspecto y mudar el sitio donde padece (o disfruta) el carrusel ingrato de la existencia, pero la esencia humana es sustancialmente idéntica en todas partes. Norte y Sur. Este y Oeste. Nada de lo que creemos distinto o nos parece diferencial perdura pasado un tiempo: a todos nos iguala el calendario. Con independencia de los espejismos de prosperidad, efímeros, condensados en ilustres sagas familiares y estirpes sociales, el sustrato del desamparo íntimo perdura en el alma de todos los seres humanos porque nos antecede. Las historias presentan escasas variaciones. En todas hubo una vez una época, olvidada, en la que el horizonte vital era chato: el presente se vivía como cosa incierta; el pasado apenas era un surco irregular trazado con un palo en la tierra; y el futuro, esa utopía, se presentaba como una ensoñación sórdida.
Retrato de un niño chabolista ( ALBERT RIPOLL GUSPI
De estos estados del hombre escribe Juan Marsé en Viaje al Sur, su famoso libro perdido, escrito para Ruedo Ibérico en los años sesenta, cuando todavía no había compuesto Últimas tardes con Teresa ni había encontrado su voz narrativa, ni tampoco había configurado su territorio literario --la Barcelona de la posguerra--, cuando ni siquiera era todavía Marsé. Firmado con un seudónimo irónico --Manolo Reyes, el Pijoaparte--, este libro milagroso, que reúne un calendario de días lejanos transcurridos en el otoño del Mediodía, donde no existen cuatro estaciones, sino únicamente dos, se nos presenta como el último gesto de un escritor descomunal, capaz de crear una literatura imperecedera desde la verdad. Aunque sea cruel.
Un marinero fuma mientras toma un café en un bar / ALBERT RIPOLL GUSPI
El volumen, editado por Andreu Jaume para Lumen, nos muestra, con una dignidad física asombrosa en los tiempos que corren, un cuaderno de viajes y la correspondencia del joven Marsé con los editores de Ruedo Ibérico. Podemos calificarlo, sin errar, como una absoluta obra maestra. No sólo por quien la firma (ahora sí, con su verdadero nombre), sino por lo que contiene: un poema seco y contenido, sin una melodía cerrada, a la calamidad vital de unos hombres que en este caso habitaban en el Sur de España, pero que pueden ser, indistintamente, de todos sitios, porque no hay geografía que nos proteja frente al destino.
Dos curas junto al Palacio Arzobispal de Sevilla / ALBERT RIPOLL GUSPI
Viaje al Sur es una radiografía de la España yerma de 1962, justo cuando la dictadura había decidido incluir un falso tecnicolor a las viejas estampas en blanco y negro, amarillas por el humo y el fuego de un tiempo extinguido. En esta galería de fantasmas aparecen abuelos hipotéticos, los padres que nunca tuvimos, pero pudimos tener, guardias civiles, campesinos hieráticos que parecen arrugados indios aztecas, curas rosáceos y “sanguíneos”, niños descalzos y desnudos, chabolas dignas, egregios palacios vergonzantes, corrales de vecindad, plazas de toros vacías --sin público y sin lidia--, buscavidas adolescentes, quintos con ganas de buscarse novia, mujeres que entierran sus deseos con silencios, recurrentes apagones de luz, penas, espanto, sonrisas sin doblez, la imposible grandeur de las culturas agrarias y ese ingrediente, entre resignado y rebelde, que llamamos calamidad. Neorrealismo.
Un hombre, descalzo, mendigando en una taberna de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) / ALBERT RIPOLL GUSPI
No es raro, como explica Jaume en su excelente introducción, que Ruedo Ibérico no publicara este libro de encargo: Marsé, inteligentemente, siguiendo su instinto artístico, no hizo un libro político, como probablemente se esperaba de un tierno y reciente militante del PCE, sino una narración seca y exacta. Humanísima. Enternecedora sin incurrir en el melodrama. Su Andalucía es la nuestra: una vieja república periférica donde el feudalismo --sin haber sido nunca declarado-- gobierna vidas y haciendas y los dramas escondidos, camuflados bajo las dúctiles formas de familias sin esperanza y locos que se agarran a la nostalgia de cosas que nunca sucedieron, expresan una postración social mayúscula. Inenarrable.
Una mujer abraza a su hijo en Barbate (Cádiz) / ALBERT RIPOLL GUSPI
Más que amor --el libro iba a titularse Andalucía, amor perdido-- la crónica de viajes de Marsé, hecha a ratos a pie, en autobuses de línea o en vagones de ferrocarril, nos arroja estampas memorables que permanecen en un presente visible --para quien sepa mirar-- seis décadas después. Los curas que retrata en la Sevilla vaticana y episcopal de 1962 no difieren en exceso de los arciprestes contemporáneos. La Giralda, a la que el escritor asciende por interminables rampas del siglo XII, sigue oliendo a orín y a soldadesca. Un sol inmisericorde continúa inundando el mundo cierto como el primer día de la creación y la “patrimonial atmósfera” de la Muy Leal y Muy Noble capital, donde afortunados y desgraciados conviven sin confundirse, perdura, aunque sea otra luz distinta la que ahora la ilumina.
Mujeres en el barrio de Santa María (Cádiz) / ALBERT RIPOLL GUSPI
Viaje al Sur no es un libro de denuncia social expresa --como probablemente hubieran deseado los responsables de Ruedo Ibérico-- que contribuya a alimentar la hipótesis de que en España se vivía un intenso malestar social capaz de plantar cara al franquismo de casino, misa y terratenientes. No. Es otra cosa mejor: una pintura del natural de seres, tipos y personajes que desmienten con su rotunda presencia el mito --folclórico, pero también político-- de la Andalucía ancestral y que, en su lugar, sitúan una realidad sensorial inefable. La pobreza, como es natural, aparece por todas partes. En cada página. También la enternecedora incultura de unas gentes --llamarlas pueblo andaluz nos parece una descortesía-- que saben perfectamente lo que les pasa, aunque no acaben de imaginar el porqué de su postración. Marsé registra este universo con una perspectiva objetivista. Parece frío, y a ratos insensible, pero no lo es en absoluto: el escritor barcelonés mantiene magistralmente las distancias para no incurrir en el panfleto político --esa extraña forma de fábula-- y deja que sean los hechos, indudables y desnudos, los que cuenten la historia.
Un campesino en el acceso a Rota (Cádiz) / ALBERT RIPOLL GUSPI
Además de su importancia como documento de una época, el viaje meridional del joven Marsé, acompañado por el fotógrafo Albert Ripoll Guspi, que toma instantáneas bellamente imperfectas, llenas de hombres y mujeres que ahora están muertos, y que retrata a niños sucios que hoy son ancianos, evocaciones apresuradas del erial franquista, muestra la envidiable capacidad del novelista catalán para derribar leyendas gracias al hábil uso del sarcasmo, que abre una grieta (profunda) en la imagen oficial de la Andalucía secular. Puede verse claramente en la expresiva miniatura que escribe del Círculo de Labradores de Sevilla, ilustre casino de propietarios --agrarios, primero; urbanos, después-- donde recita los nombres de su junta directiva --apellidos que hoy continúan, con escasas variantes, presentes en el gremio de falsedades que es la sociedad civil del Sur-- y, tras desglosar sus méritos oficiales, añade una pizca de verdad a su estampa, derribando de golpe todas las estatuas:
“Don Antonio Halcón y Vinet, conde de Halcón, ilustre prócer sevillano, que ha ejercido en dos etapas la alcaldía de la ciudad, también el presidente del Real Patronato de Casas Baratas. Dicen que es un viejo pesado, coñazo, triste, que se cree portavoz de Sevilla. Dirige cada dos o tres meses cartas abiertas a los periódicos locales opinando excátedra sobre si debe o no cortarse el curso del río para evitar inundaciones o si debe o no aumentarse el precio de la aceituna de verdeo, que siempre es que sí, claro”.
Niños de Ronda (Málaga) / ALBERT RIPOLL GUSPI
El óxido moral de Marsé destruye la estampa de la Andalucía aristocrática, mostrando su envés. Visita el Palacio de las Dueñas, residencia de la Casa de Alba, situado en la misma calle donde nació Chaves Nogales, y descubre que nadie conoce allí a Machado, que cantó al famoso patio y al limonero del predio, pero tienen como referente literario a José María Pemán, poeta profesional del fascismo patriótico e inefable costumbrista gaditano. Marsé es especialmente cruel con los poetas con los que se topa en su excursión, retratando la frustración de los versificadores de provincias, a los que nadie lee ni escucha porque ni son realmente poetas populares --el analfabetismo es moneda corriente-- y cantan a una España reaccionaria, vinatera e hiperbólica. En el Puerto de Santa María busca, en una suerte de pasacalles de comedia, la casa natal de Rafael Alberti, pero nadie lo recuerda --excepto un sacerdote jesuita-- y le mentan (de nuevo) a Pemán. “Alberti fue un verdadero señorito andaluz, pero lo fue al revés”, sentencia el religioso, el único que ha leído Marinero en tierra, quebrando así de un golpe seco la leyenda del esforzado poeta comunista.
Areneros en la playa de Chipiona (Cádiz) / ALBERT RIPOLL GUSPI
Marsé retrata lo que encuentra a su paso. No se presta a componendas ni acepta disimulos. Si contempla a un borracho gritar ¡Viva Cristo Rey, mueran los comunistas! lo anota con fidelidad. Nadie le habla de alumbrar una revolución ni de tramas secretas contra la dictadura. Nadie sueña con ver algún día la democracia. Ni rastro de los supuestos héroes clandestinos. La gente que encuentra, en general silenciosa y temerosa, aspira simplemente a sobrevivir a su destino. Nada más.
Jerez de la Frontera / ALBERT RIPOLL GUSPI
Las anotaciones del viaje dedicadas a Rota, donde los norteamericanos acaban de instalar una de sus primeras bases militares, son elocuentes: los gaditanos, lejos de protestar contra el poder del imperialismo, como cabría pensar de dar crédito a la propaganda comunista, intentan sacar réditos carnales e inmediatos de las circunstancias. “Desde que en Rota hay americanos hay luz eléctrica, cine decente, tiendas formidables, buenas cafeterías, el comercio se ha incrementado, hay un encantador barrio residencial, diversiones y prostitución y magníficas oportunidades para las muchachas casaderas”, escribe Marsé.
Un turista en Torremolinos (Málaga) / ALBERT RIPOLL GUSPI
La conciencia política no aparece por ningún lado. El espectáculo es el de la vida, abriéndose camino en un terreno hostil, con criaturas que intentan mejorar con lo que tienen a mano. Mujeres que ambicionan un marido de conveniencia --“Conchita soñaba con irse a vivir a América”--, putas que, dada la escasez de turistas al final del verano, deben conformarse con los obreros de la construcción --son los años en los que el ladrillo empieza a colonizar la Costa del Sol-- y jóvenes que sueñan con una maldita tarde de verbena para poder entrarle “a las mozas” (refugiadas cristianamente en la parroquia) y distraer la sensación de fracaso. Chulos de chabola. Soldados que fuman colillas. Niños que los confunden con extranjeros. Una Andalucía furiosamente viva, pero resignada: “Señores, no hay nada que hacer: esto es el feudalismo”, sentencia uno de los embajadores que reciben a Marsé y a Ripoll en Jerez a modo de diagnóstico sobre la postración meridional, una tierra gobernada por una burguesía que ni siquiera puede considerarse tal --“un mundo de polichinelas”, la llama Marsé-- pero suficientemente hábil para desactivar cualquier intención de rebelión campesina.
Una joven madre, con su hijo, en el asentamiento chabolista de El Zapal (Barbate) / ALBERT RIPOLL GUSPI
En Barbate (de Franco) el escritor barcelonés conoce el chabolismo de El Zapal, un miserable asentamiento lleno de niños descalzos y desnudos; en Jerez de la Frontera y El Puerto visita los feudos bodegueros --Osborne, González Byass--, se topa con personajes quijotescos, como el Niño del Lunar, un barrendero con rostro de tortuga melancólica que se presenta como industrial, o es testigo de la obscena beneficencia de las mujeres de las familias del régimen que mantiene una miseria general. El friso humano del libro es deslumbrante al tiempo que pavoroso. En este Sur agreste de Marsé, donde el señorío en piedra de Ronda convive con los sucios areneros de las playas, las únicas vías de escape son el turismo (todavía en ciernes) o la emigración. Venderse como figurantes para los que vienen o marcharse fuera para hacer exactamente lo mismo.
Para muchos, sin embargo, ni siquiera cabe esta salvación: es el caso de los desempleados de Jerez que, entrados en la treintena, saben que se les ha pasado el tiempo de marcharse y mendigan alguna labor de subsistencia que les permita ganar unas monedas. Mientras los rentistas dormitan en los casinos con suelo de ajedrez, justo a la hora generosa de la sobremesa, y los desesperados con posibles buscan la efímera redención del sexo en los reservados del Pay-Pay o el Hong-Kong, cabarets situados en el confín del mundo, el Aurelia, la nave de la odisea de los emigrantes, recoge en el puerto de Málaga a quienes deciden marcharse. “Buena suerte, amigos, es triste despedir a los que se van en busca de mejor fortuna, pero es la vida la que se impone ante las circunstancias”, escribe el narrador del Viaje al Sur, cuya coda es un texto de Thomas Münzer, predicador alemán decapitado por apoyar las revoluciones campesinas en la Europa de 1524, en el que se declara subversivo y acusa “a los grandes de provocar la hostilidad de los pobres”. Un odio que en la Andalucía de 1962 no se traduce en revuelta, sino en una pacífica e ingrata emigración. En el viaje en busca de otros horizontes que lleva haciendo el hombre común desde el inicio de los tiempos.