Marsé, el último gran deicida
El escritor barcelonés creó en sus novelas un campo vivencial a partir de recuerdos, sensaciones y memorias de un tiempo en el que los héroes ya no son inmortales
20 julio, 2020 00:10Juan Marsé (1933-2020) escribía novelas y relatos pero, en contra de lo que acostumbra a decirse, lo hacía como un poeta. Un poeta extraño. Alguien que no se consideraba tal, de igual manera que rechazaba, incluso de forma violenta, la ridícula condición de intelectual y todas las asociaciones y tópicos sobre el arte literario. Él no perseguía instaurar un ritmo al construir una frase y, desde luego, no parecía ser aficionado a componer versos o regodearse en lirismos, aunque en sus libros –si los leemos con detenimiento– subyace, como un sustrato milagroso, uno de los rasgos que definen a la poesía moderna: la construcción mediante palabras de un universo vivencial particular.
Suele decirse, y en su momento lo escribió Vargas Llosa en el extraordinario ensayo que dedicó a la obra de Gabriel García Márquez –Historia de un deicidio (Barral Editores)– que un novelista es un asesino de ídolos sagrados. Alguien que suplanta a Dios para reemplazarlo mediante la creación de criaturas y geografías imaginarias. “Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, que es la creación de Dios”. Marsé pertenece a esta especie en extinción capaz de alzar desde la nada una arquitectura de referencias que, igual que un pétreo edificio, tiene la capacidad de sostenerse a sí misma y perdurar en el tiempo. La diferencia con otros escritores de su generación –no digamos ya de su lugar, que es la Barcelona de la posguerra infinita– es que, en lugar de hacerlo exclusivamente con los instrumentos de la invención, sus narraciones forman un tejido, una suerte de tapiz, donde se confunde lo cierto y lo inventado y lo que queda, al cabo, es una poderosísima suma de asociaciones libres, recuerdos condensados, pasiones yermas, sensaciones perdidas, frustraciones íntimas y memoria. Un campo de experiencia diferencial.
Juan Marse / ELISA CABOT
No es un logro menor en un país cuya literatura, en mayor o menor medida, ha construido su tradición a partir de la aceptación –cruda o artística, esto es un factor secundario– de la realidad, que es una forma precisa de contemplar la vida. Marsé comenzó a publicar en los años sesenta, cuando el realismo social de la generación que le antecedió –Cela, Aldecoa, Ferlosio, Fernández Santos, Delibes, García Hortelano, Alfonso Grosso– se había convertido en una fórmula agotada e irrumpía en el panorama literario en español el boom latinoamericano. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo salirse del eje? Básicamente, volviendo al origen. En el sentido personal y también en el literario.
De igual manera que García Márquez confesó que el tono de Cien años de soledad nace gracias a la emulación las fábulas ancestrales del universo caribe, Marsé plantea sus sucesivas incursiones literarias a partir de la mirada de un niño de la posguerra, fascinado y subyugado por un mundo cruel e hirsuto. Sin brillo. Violento y desesperanzado. Ésta es su perspectiva: los héroes de los cuentos, en cierto sentido, todavía existen, pero no son tipos confiables ni necesariamente dignos de admiración. Sus dos primeras novelas –Encerrados con un solo juguete (1960) y Esta cara de la luna (1962)– son retratos de un entorno burgués degradado. La primera, algo ampulosa, trata sobre el sexo como placebo imposible de una generación, los jóvenes de los derrotados en la posguerra, sin atributos de identidad. La segunda, en cambio, es detallista, incluso objetivista, y versa sobre la falsa conciencia burguesa. Con el tiempo, el propio escritor renegaría de ambas, sobre todo de la segunda, pero sin ellas no existirían dos de los elementos de la ecuación Marsé: el análisis sociológico de la historia española y la utilización de la parodia sarcástica como forma retórica de expresión desacralizada. El tema y el estilo.
El escritor catalán, entonces un diletante literario, elige escribir sobre las mentiras de la realidad circundante, pero, al contrario que sus predecesores, en sus libros no habita el planteamiento maniqueo. Su mirada de la humanidad es más compleja y ambigua. Su conciencia de clase no se formula mediante códigos ideológicos –hablamos de los años sesenta, cuando el progresismo izquierdista era la tendencia dominante– sino vital. En sus libros, todas las clases sociales son retratadas con pasmosa sinceridad: los ricos distan de ser perfectos y los de abajo –sufridores o arribistas– tampoco aparecen como santos. Marsé no escribe literatura desde los principios políticos, sino con la vocación de contar la realidad de las cosas. No hay dogmas, sino grises. Tal elección ya supone un posicionamiento de fondo: independencia frente al mundo.
Aunque la gauche divine, que lo adoptó seducida por el exotismo de publicar a un escritor obrero y hasta le costeó un exilio hedónico en París, donde descubrió que los comunistas eran lo más parecido que hay a los curas, considerase que sus libros eran actos de denuncia social, la intención del escritor catalán era distinta. Quería contar sus historias sin traicionarse, de forma honesta. Ninguna ideología iba a conseguir que escribiera sobre un mundo que no hubiera vivido en primera persona. Que no hubiera tocado o del que no impregnara. De ahí la importancia de las imágenes en su escritura, la trascendencia de lo sensorial.
La narrativa de Marsé casi siempre parte de instantes y, desde ellos, a partir del recuerdo o la evocación, reconstruye un mundo que históricamente ha desaparecido, pero que todavía existe en la memoria de quienes lo vivieron. La selección visual, herencia de su pasión por el cine, dota de concreción y carnalidad a su prosa, haciéndola verosímil sin esfuerzo y evitando la impostación. Los referentes de los que habla han podido desaparecer de las calles, pero sobreviven en sus libros, donde vuelven a adquirir su sentido. Aparecen objetos vulgares cargados de semántica: los cromos infantiles, la literatura humilde de los tebeos, la infancia pervertida, las narraciones orales donde no se diferencia lo que es cierto de lo que no los –son las célebres aventi–, proyecciones de películas en un cine de barrio o ensoñaciones disfrazadas de novelas de kiosko.
Basta mencionar estas sugerencias para que su simple enunciación haga emerger un campo de experiencias compartido: Shanghai y su embrujo en la Barcelona de los años cuarenta, el mito de Fu-Manchú, el glamour de actores como Gary Cooper o Vivien Leigh, las verbenas de barrio con farolillos, los cigarros murattis y un sinfín de cosas precisas que cuentan una España en sepia. Artificios que transmiten la vida tal y como fue, incluyendo algunos homenajes secretos: la utilización del nombre de Antoñito Faneca, su padre biológico –el escritor fue un niño adoptado–, el nombre de su colegio –Divino Maestro– o el Taller Munté, donde trabajó como adolescente aprendiz de joyero. También aparece el seductor lenguaje de las germanías: palabras del argot, como kabileños, maquis o flechas, canciones infantiles, la dictadura amarilla, el catolicismo hipócrita y cómplice. Todo lo que fuimos y ya no somos.
De ese universo nacen criaturas como Pijoaparte, el antihéroe de Últimas tardes con Teresa (1966), la novela que le condujo –definitivamente– hacia el oficio de la literatura, donde destroza los falsos devaneos progresistas de los niños bien de su generación, con quienes después coincidirá en el Bocaccio. Marsé escribió esta novela en un estado de gracia muy cercano a la ira, a través de un narrador que, frente a la frialdad registral de El Jarama, la novela de Sánchez Ferlosio, celebrada por todos menos por su creador, resucita de repente para nombrar este mundo desaparecido y fijarlo para siempre, venciendo así el curso del tiempo. La importancia de la novela sobre este charnego no se entiende sin el precedente de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, un libro donde la innovación narrativa busca otras formas de contar: monólogos interiores, correlatos objetivos y una voz omnisciente que mira a sus personajes sin edulcorar los hechos. No existen los príncipes.
La gran aportación de Marsé a la nueva novela española de la segunda mitad del siglo XX es el sarcasmo, la ironía, su característica manera de usar el humor, sin descartar, por supuesto, la risa negra de los entierros, un talento dispuesto a ponerlo todo patas arriba. El escritor barcelonés, representante de la Cataluña que habla en español, la que niega el nacionalismo. sitúa la verdad moral de su literatura por encima de las orejeras y los preceptos ideológicos. A su manera, Marsé es un escritor de westerns crepusculares. Sólo que desmonta sus propios héroes. En La oscura historia de la prima Montse (1970), por ejemplo, el narrador destroza un piadoso cuadro familiar, evidenciando cómo la anomalía subyace detrás de la aparente normalidad. Su obra maestra, en términos de dominio del ejercicio literario, es Si te dicen que caí (1973). Publicada en México, es un relato extraordinario sobre los suburbios de la Barcelona franquista. Cuenta la vida de unos niños asilvestrados que se relatan historias confusas, donde lo inventado se mezcla con los hechos reales, de la misma forma que la dictadura imponía un relato de España que la realidad desmentía sin descanso.
Este libro retrata una ciudad tremendista cuya violencia cotidiana se traslada al lenguaje. El reverso oscuro de la España del nacional-catolicismo. Frente a los que insistían en darle un sentido de denuncia política a su literatura, Marsé explicó en su momento que este libro era “una secreta y nostálgica despedida de la infancia”. Un adiós a todo eso formulado mediante voces narrativas plurales y complejas, donde ya no es posible establecer una analogía directa entre quien cuenta y aquel que escribe. Un libro que quiebra la liturgia de los ganadores de la Guerra Civil pero que, lejos de adoctrinar en sentido opuesto, deja que sea el lector quien saque sus conclusiones y descifre los enigmas del cuento. También es una reivindicación del poder de la ficción, el único bálsamo capaz de sustraer a las criaturas de Marsé del desorden social y los miedos íntimos, que los cercan.
El universo narrativo del escritor catalán, al igual que ocurre en el caso de Faulkner u Onetti, está entonces suficientemente maduro como para que sus personajes se salgan del marco narrativo establecido. El capitán Blay, protagonista de El embrujo de Shanghai, una narración que no será publicada hasta el año 1993, aparece por vez primera aquí, del mismo modo que Canciones de amor en Lolita’s Club, otra novela posterior, báscula sobre una afortunada frase de Si te dicen que caí: “El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible”. Son signos que denotan que Marsé crea puentes de comunicación entre sus novelas, donde la misma materia narrativa básica se expande o se contrae, según el caso. Un poder omnipotente reservado únicamente a los antiguos dioses. El mundo histórico que narran sus libros, esa Barcelona neorrealista del Guinardó y el Carmelo, ha pasado a mejor vida hace ya decenios, pero, igual que el hombre que los escribió, en realidad no ha muerto. Sigue palpitando, como una topografía inmortal, en las gloriosas páginas de sus fábulas.