La traducción según Sergio Pitol
El escritor mexicano, Premio Cervantes, dejó una abundante colección de traducciones. Su secreto consistía en aprender el ritmo del original para trasladarlo al español
30 junio, 2020 00:00Se ha cumplido el segundo aniversario del fallecimiento del escritor mexicano Sergio Pitol, Premio Cervantes 2005. Muerto a los ochenta y cinco años, no desperdició el tiempo: su amplia producción le procuró premios como el Herralde con El desfile del amor (1984) o el Juan Rulfo (1999). De esa obra propia es inseparable su faceta de traductor; un traductor entregado y que hacía que las obras de otros se convirtieran en caudalosos afluentes de la suya.
Tradujo, ahí es nada, La vuelta de tuerca, Los papeles de Aspern y Washington Square, de Henry James; Diario de un loco, de Lu Hsun (a partir del inglés); Emma, de Jane Austen; El ajuste de cuentas, de Tibor Déry; El buen soldado, de Ford Madox Ford; Pedro, su majestad, emperador, de Boris Pilniak; El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; Madre de reyes y Cartas a la señora Z, de Kazimierz Brandys; Un drama de caza, de Antón Chéjov; El volcán, el mezcal, los comisarios, de Malcolm Lowry; Cosmos y Crimen premeditado y otros cuentos, de Witold Grombrowicz; Salto mortal, de Luigi Malerba; En torno a las excentricidades del cardenal Pirelli, de Ronald Firbank; Adiós a todo eso, de Robert Graves; Las puertas del paraíso y Las tinieblas cubren la tierra, de Jerzy Andrzejewski. Todas estas obras se hallan recopiladas en la colección Sergio Pitol, Traductor de la Universidad Veracruzana, editorial que dirigió él mismo, y están, en alarde políglota, vertidas del inglés, del polaco, del italiano, del ruso y del húngaro.
Pero no fue lo único que tradujo quien se entregó a la lectura cuando en la adolescencia contrajo la malaria y se dio al reposo, que en tantos futuros autores ha sido el repaso de los clásicos. También puso en español Lo que Maisie sabía, Las bostonianas y Daisy Miller, de James; Virginidad, El transatlántico, Bakakaï y el Diario argentino de Gombrowicz; Caoba y Relatos de Pilniak; Vales tu peso en oro, de J. R. Ackerley; Rondó, de Brandys; La defensa, de Vladimir Nabokov; Las ciudades del mundo, de Elio Vittorini; El mal oscuro, de Giuseppe Berto; Lida Mantovani y otras historias de Ferarra y Los anteojos de oro, de Giorgio Bassani, más muestras de la poesía de Ungaretti, Montale y Quasimodo (hasta donde yo sé inéditas) y una amplia Antología del cuento polaco contemporáneo.
Pitol se dedicó en cuerpo y alma a esta tarea, y cobró los frutos en sus propios libros. En El arte de la fuga escribió: “Traducir permite entrar de lleno en una obra, conocer su osamenta, sus sostenes, sus zonas de silencio”. Comenzó a hacerlo cuando trabajaba por las mañanas en la editorial Novaro, que publicaba entre otras cosas historietas de Disney. Durante el horario laboral realizaba tareas de edición revisando traducciones de otros libros, pero por la tarde traducía él mismo en casa los cómics, muy bien pagados. Haciendo esto aprendió –según recordó años más tarde– que aunque los diálogos eran pocos no eran nada fáciles: había que traducir con el mismo número de letras que en los originales, y eso exigía concentración y precisión. “Años después, cuando comencé a escribir mis primeros cuentos, aquella disciplina me sirvió para utilizar un lenguaje certero, exacto en unos temas y tramas esquivos y nebulosos, lo que han caracterizado siempre mi escritura”, explicó en una entrevista.
También empezó a trabajar como corrector de estilo en una editorial donde se hizo amigo y discípulo del español exiliado Aurelio Garzón del Camino, traductor de grandes obras (por su calidad y extensión) de la literatura francesa como la Comedia humana de Balzac, la novelística completa de Zola o las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. La trashumancia lo llevó a otros países y lenguas. Desde 1961 estuvo fuera de México como diplomático: fue consejero cultural en las embajadas de México en Polonia, Hungría y Rusia; agregado cultural en París y embajador en Praga. Residió entre 1969 y 1971 en Barcelona, donde colocó sus traducciones en las más importantes editoriales, casi siempre proponiéndolas él. Sin embargo, también tradujo algunos libros no literarios por dinero.
También empezó a trabajar como
Añadió Pitol más observaciones de las enseñanzas que recibió: “Mi aprendizaje como novelista lo hice en la traducción de esos libros prodigiosos. Traducir es diferente a leer. Uno comienza a conocer desde el inicio cómo se construye una estructura, los detalles, el tiempo novelístico, los suspensos, la necesidad de los personajes secundarios, todo eso que nunca pueden entender los narratólogos”. Para él era sumamente importante aprehender el ritmo del escritor traducido, leer con atención el libro y, una vez impregnado de ese ritmo, volcarlo en el mejor español posible sin las miopía de lo literal.
Ya antes de su estancia en Moscú fue un trabajador a destajo, nuestra forma castiza de ser estajanovista. Pitol anotaba en una agenda las horas empleadas en sus tareas literarias, según un plan trazado. No era infrecuente que superara la cuota asignada para el día. Así, jornada tras jornada, fue dejando su legado impresionante. Podemos afirmar, pues, que fue un traductor mayor que, lejos de expenderlas al por mayor, cuidó sus traducciones al por menor y en todos sus pormenores.