¿Hacia el Estado-algoritmo?
La crisis del coronavirus provocará cambios culturales en todos los órdenes. Existe el riesgo de que la demanda de seguridad recorte las libertades políticas en Occidente
29 marzo, 2020 00:10Miedo y retroceso. Los países democráticos europeos están confusos. Kishore Mahbubani, el intelectual más influyente de Singapur y de todo el sureste asiático, lo tiene claro: “Singapur es sin duda la sociedad más lograda de la historia de la humanidad”. Un hindú que ha sido embajador de su país en Naciones Unidas, y que no duda en aconsejar a todos los dirigentes de países emergentes y del conjunto de Asia que sus Estados pueden ser “armoniosos y prósperos sin sucumbir a la democracia liberal de Occidente”. ¿Es un peligro o realmente un modelo?
La pandemia del coronavirus hace daño a Occidente, deja a sus ciudadanos a merced del poder de las sociedades orientales, que llevan décadas a otro ritmo, con una actitud distinta frente al mundo, vitales, convencidas de que podrán mejorar sus niveles de bienestar, de que quedarán atrás las viejas penurias, de que están en el podio por primera vez en la época moderna. Los cambios que se puedan producir una vez los países occidentales superen el virus –con ciudadanos confinados en sus casas y un parón económico que no tiene precedente– no serán radicales, pero se dibuja una tendencia, la que marcan países como China o Singapur, y otros con características algo diferentes, como Corea del Sur, o India, que ha mantenido los rasgos de las democracias liberales. Sin que se pueda ser concluyente, el trazo de este dibujo indica la predilección por la seguridad sanitaria, vital, a cambio de libertades políticas. ¿Sin remedio?
La idea de la línea recta en la historia se descartó hace ya mucho tiempo. Ni las leyes de Hegel o Marx pueden deparar lo que vivirá Occidente en las próximas décadas. La sociedad digitalizada de Corea del Sur, en gran medida de China o de Singapur, ha mostrado ser más capaz para plantar cara al Covid-19 con orden, disciplina y sin ningún reparo en manejar todos los datos que los ciudadanos ceden a compañías privadas de telefonía y a sus instituciones públicas. Aparece la tentación de preferir la eficacia frente a sistemas políticos democráticos que muestran de forma permanente la pugna, la bronca y, en algunos casos, la inacción.
Uno de los analistas que ha trabajado esos cambios es John Kampfner. Es director de Index of Censorship, una de las organizaciones punteras en defensa de la libertad de expresión. Su ventaja es que nació en Singapur y conoce el paño, aunque ha ejercido de corresponsal en distintos puntos del planeta. En su libro Libertad en venta, ¿Por qué vendemos democracia a cambio de seguridad? (Ariel) muestra, gracias un trabajo de campo apabullante, la situación en distintos países que han acabado siendo modelos de su hipótesis: Singapur, China, Rusia, Emiratos Árabes Unidos, India, Italia, Reino Unido y Estados Unidos.
Su análisis es inquietante porque constata que la idea de que sin burguesía no hay democracia, como sostenía Barrignton Moore, no casa con la realidad. El enriquecimiento de un país, el desarrollo de una clase media, debía estimular un mayor grado de libertad y pluralidad política en Occidente. Esa era la esperanza de un liberalismo que creyó en la apertura de China a partir de una mejora económica. Sin embargo, no ha sido así. Y, como un boomerang, las realidades económicas asiáticas son las que ahora atraen a una parte de los países occidentales, porque demuestran una eficacia que las democracias liberales ya no alcanzan. Kampfner señala que en los últimos 20-30 años, en todos los países analizados, sus ciudadanos “han hallado un modo de desvincularse del proceso político mientras vivan con comodidad. El consumismo ha proporcionado el anestésico supremo para el cerebro”. Y se pregunta lo que pueda ocurrir si esa riqueza desaparece, y “el efecto del anestésico se pasa”.
Pero es oportuno volver sobre los pasos de Kishore Mahbubani, el gurú de Singapur, un país que pasó de ser una colonia pobre del Reino Unido a presentar una de las economías más boyantes del mundo gracias a la mano rígida y paternal de Lee Kuan Yee, su primer ministro durante más de treinta años, y el inspirador de su modelo. Es una ciudad-Estado que se ha convertido en un crisol de ciudadanos de distintos orígenes, etnias y religiones: chinos, malayos, indios, armenios y europeos; los viejos ingleses que dominaron la colonia hasta su independencia en 1948. El modelo lo planifica todo. Hasta el punto de construir viviendas en las que en cada bloque de pisos debía reflejar el país en su conjunto. Para ello se instruyó a personas de distintas nacionalidades a compartir las mismas escaleras y centros comunitarios. Como apunta Kampfner, “las diferencias intercomunales sencillamente no están permitidas”.
Lo que apunta Mahbubani es que Occidente se ha dormido. Después de su gran capacidad para modernizar el mundo y protagonizar varias revoluciones, como la Ilustración o la Revolución Industrial, pensó que había ganado la batalla con la desaparición de la Unión Soviética, y que Oriente ya se adaptaría a las condiciones que se han desarrollado en Europa, o Norteamérica: una economía de mercado y democracias liberales pluralistas.
Occidente se ha dormido en los últimos veinte años, los mismos en los que ha despertado Oriente. El punto culminante fue en 2001. En aquel año Occidente se vio golpeado de forma violenta por el 11-S, y eso constituyó una distracción, a juicio del intelectual de Singapur, porque en ese año sucedió el factor decisivo: la entrada de China en la OMC, con enormes ventajas comerciales, al ser un país, entonces en vías de desarrollo. Se incorporaron 900 millones de trabajadores al mercado mundial. Y eso no podía quedar en saco roto. Lo cambió todo sin que Occidente aceptara, según Mahbubani, una adaptación a la nueva situación.
John Kampfner
En este diálogo entre el analista geopolítico de Singapur y el defensor de la libertad de expresión se refleja la paradoja que inquieta en estos momentos a Europa y Estados Unidos. Kampfner conoce a jóvenes y adultos de su edad que, siendo de Singapur, viajan por todo el mundo. En Londres, en París o en cualquier capital occidental se quejan de las condiciones leoninas de su país, pero una vez regresan su silencio es total. No necesitan contrariar al poder. Viven en una democracia formal, con elecciones, pero que castiga a los opositores. Viven con cierta comodidad y protección. Y no necesitan las libertades políticas de Occidente.
¿Es ese el camino de Europa? Filósofos como el surcoreano-alemán Byung-Chui Han no lo creen así, aunque valoran la eficacia de esas sociedades que confían en los algoritmos para resolver problemas como el coronavirus. Pero, en cambio, reclaman una reacción occidental para no perder más el tiempo, para entender que el mundo ha cambiado: el Big Data, la capacidad de las grandes empresas tecnológicas, el hambre-ambición de los países orientales o las relaciones económicas planetarias se deben interiorizar para ofrecer nuevas respuestas. Lo señala también el israelí Yuval Noah Harari, que reclama una mayor cooperación, una apuesta por la multilateralidad que ahora está en una crisis profunda, cuando el principal actor y quien debería liderar ese proceso, Estados Unidos, con Trump a la cabeza, quiere encerrarse en sus fronteras.
Lo que Occidente no quiere escuchar es que hasta 1820 las mayores potencias del mundo eran China y la India, y que sólo en los últimos doscientos años Europa y Estados Unidos han marcado las reglas y han dominado las relaciones económicas, sociales y culturales. Justo cuando Oriente recupera su tradicional papel –por su enorme potencia por población– es cuando aparece el miedo y el retroceso.
Pintura de las trece fábricas de Guangzhou (China) con las banderas de Dinamarca, España, Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña y Holanda
El capitalismo ha mostrado en muchas ocasiones su disposición a adaptarse a condiciones nuevas. Seguirá adelante con un menor grado de globalización –en los próximos años– y con la voluntad de una parte importante de las empresas occidentales de volver a sus países de origen para fabricar cosas, desde mascarillas, a respiradores para hospitales o juguetes elaborados para niños y niñas. El coronavirus puede suponer, entonces, ese despertador del que habla Mahbubani, para que Europa, –si quiere existir realmente como un actor unido y en los próximos meses se jugará su futuro– y Estados Unidos acepten que hay otro mundo ahí fuera, que se ha modernizado, que no pone en cuestión la economía de mercado, –al revés, la ve como un gran logro–; que es capaz de encarar pandemias con éxito, que crea riqueza y quiere seguir un camino propio que no es la democracia liberal.
Mahbubani, al que le piden consejo embajadores occidentales, empresarios y gobernantes asiáticos, lo precisa con tres ideas: Occidente debe ser minimalista (no entrar ni interferir en terceros países, como ha hecho históricamente, cosa que no hace China); multilateral (colaborar con el resto del mundo, especialmente con Asia), y maquiávelico, un término que en Singapur o en China no tiene una connotación negativa, al revés: es la búsqueda de la virtud, porque esta fue siempre el objetivo del asesor de los Medici en Florencia. El despertador, realmente, ha sonado. Europa se encuentra en un momento histórico crucial por su propia salud física y económica. Es consciente, por primera vez, de que ha perdido peso. La población occidental representa el 12%, frente al 88% que no lo es. La mitad de la población mundial vive entre Irán y Japón. ¿No será mejor apostar por la multilateralidad?