Los santos culturales
El nacionalismo ha construido en Cataluña un canon literario que excluye a los escritores en español y vincula creación e identidad cultural con una perspectiva épica
25 abril, 2019 00:00La idea de que la literatura, que por definición es un arte solitario –se escribe sin compañía; se lee en silencio–, debe educar políticamente a la ciudadanía es una herencia, malversada, de la Revolución Francesa, que defendía que la creación debía tener una finalidad ética, que no es exactamente lo mismo que un uso político. Hasta entonces, escribir un poema o una novela consistía básicamente en expresar artísticamente una determinada filosofía moral. La Ilustración institucionaliza esta visión utilitaria de la literatura como fórmula para educar intelectualmente a una sociedad que arrastraba los vicios del Antiguo Régimen.
Es cosa sabida: los sueños de la razón, a veces, provocan monstruos. Y de esta concepción liberal del arte literario como medio de instrucción se pasó –con el tiempo– a la politización doctrinal de la creación, convertida desde finales del pasado siglo, dentro del paradigma de los estudios culturales, en una cuestión de sexo, clase o raza en lugar de lo es: una retórica artística. En el XIX la literatura fue manipulada para promover sentimientos patrióticos. En el XX fue un instrumento de adoctrinamiento de los totalitarismos de uno y otro signo. En nuestros tiempos, superada la posmodernidad e inmersos en la civilización digital, hay quien cree que la literatura carece de sentido y otros que, volviendo al pasado, reformulan la vieja máxima de que los únicos poetas memorables son aquellos que hacen patria.
El profesor Jaume Subirana / PEP PARER.
Este último es el caso de los activos propagandistas del nacionalismo cultural en Cataluña, que utilizan la lengua y sus expresiones literarias como una herramienta política más para, en lugar de extender el sentido crítico, fer país. Lo constatamos después de leer el último libro de Jaume Subirana, aspirante a establecer un canon patriótico de la literatura en catalán –que no es lo mismo que catalana– en los reduccionistas términos de la identidad nacionalista, que es sólo una de todas las posibles en una Cataluña que, por fortuna, es una sociedad mestiza y diversa.
Subirana es profesor en la UOC, miembro activo del PEN catalán –cuya última hazaña ha sido presentar como mártires de la libertad a los héroes del procés– y entre 2004 y 2006 fue director de la Institución de las Letras Catalanas, organismo público dedicado a la promoción de la literatura catalana. Su currículum público, sin embargo, dice de sí mismo menos que su página web, donde para anunciar la versión inglesa de su página electrónica usa una bandera de Escocia o elige la enseña de Argentina para presentar la versión en español. Una anécdota, quizás, pero que debemos valorar como categoría: la que consiste en convertir en ridículo lo que debería ser algo natural.
Este episodio expresa ya la perspectiva excluyente desde la que el libro mira a la literatura catalana, donde se glosa, diríamos que con cierto deleite, la vandalización del monolito dedicado a Jacint Verdaguer en Folgueroles –la placa en homenaje al poeta fue pintada con el número 155, el artículo de la Constitución que suspendió temporalmente la autonomía– pero no se dice ni una sola palabra de la propuesta nacionalista de borrar a Antonio Machado, poeta partidario de la República, del nomenclátor de Sabadell. Al parecer, no es lo mismo. Para Subirana, la literatura que se escribe en español en Cataluña no forma parte de la cultura catalana, sometida al colonialismo cultural. O está ausente o es simplemente un fenómeno. En términos patrióticos no cuenta. No es, por tanto, suficientemente catalana.
Jacint Verdaguer / RAMÓN CASAS.
Su canon in fieri se limita únicamente a escritores que escriben en catalán –una perspectiva metodológicamente lícita– pero presentada como representativa de la totalidad de una sociedad, cuando únicamente muestra una de las caras de Cataluña. El ensayo de Subirana se disfraza de historia cultural para negar la evidencia: la existencia de una Cataluña no nacionalista, ausente de la política del nacionalismo desde hace cuarenta años, pero representativa de la riqueza de una sociedad donde existen dos lenguas. El libro de Subirana es interesante tanto por sus silencios –que gritan– como por su planteamiento, ya que acomete la valoración de los escritores catalanes no en función de su obra, sino de una lectura de sus creaciones casi religiosa, basada en la noción de la patria.
Los nombres elegidos forman una constelación de santos culturales que nada tiene que ver con la modernidad, canonizados dentro de la anacrónica épica que practica el nacionalismo catalán, que continúa preso, con sorprendente delectación, de los viejos paradigmas culturales decimonónicos, y que además insiste en proyectar hacia atrás, en dirección a un pasado mítico/místico ficcional, para justificar un presente político que poco o nada tiene que ver con la cultura.
El aspecto más fascinante de este análisis político –nos resistimos a usar aquí el término literario– consiste en cómo Subirana defiende la institucionalización partidaria de la literatura catalana –desmentida por las evidencias– y la conversión de los autores elegidos, inocentes ante las apreciaciones de su exégeta, en monumentos del “pueblo catalán”. La épica, como sabemos, es la expresión literaria de un mundo mítico, perdido. El deleite que produce consiste, vista desde una perspectiva contemporánea, en su completo anacronismo, que remite a unos valores desaparecidos hace siglos. El Quijote es la primera novela moderna porque terminó, mediante la burla, con los libros de caballerías antiguos.
Joan Maragall / RAMÓN CASAS.
Subirana, sin embargo, postula como héroes a una serie de escritores “nacionales” que, según su análisis, bastante discreto para tratarse de un proyecto de investigación financiado con dinero del pérfido Estado español, serían las voces de la Cataluña verdadera y popular, que ya sabemos que bajo ninguna circunstancia puede expresarse en castellano, sino en un catalán que, lejos de unir, se usa para discriminar, segregar y crear fronteras, en lugar de para promover la sana promiscuidad cultural. Las relaciones de la literatura escrita en catalán con otras lenguas son bendecidas como símbolos de riqueza, pero si éstas acontecen con el español se consideran adúlteras, se ignoran o se presentan como muestras de la “utilización” franquista, ejemplificadas con tesis tan trascendentes como que Verdaguer apareciera en los antiguos billetes de 500 pesetas.
La lista de santos literarios de Subirana, de tan pura, resulta limitada y pobre. Se circunscribe a tres “autores nacionales indiscutibles” –Jacint Verdaguer, Joan Maragall y Martí i Pol– y se completa con otros escritores –Salvat-Papasseit, Josep Carner y Salvador Espriu– más discutibles. Una nómina demasiado estrecha para una literatura que –según el autor– tiene más de ochocientos años de historia y que cuenta con momentos cumbres como estos versos de Bonaventura Carles Aribau: “Muera, muera el ingrato que, al sonar en sus labios,/ por extraña región el nativo acento, no llora/ que al pensar en sus lares ni se consume ni se añora/ni toma del sagrado muro las liras de sus ancestros”.
Víctor Balaguer.
Queda claro: nadie puede atreverse a rechazar los placeres del terruño o la emoción (falsa) de las banderas. El enfoque es tan reduccionista que Subirana no tiene más remedio que incurrir en una amplificatio para contarnos cómo Víctor Balaguer decidió en 1863 consagrar el nomenclátor del Ensanche a la épica nacionalista, bautizando las calles que Cerdà identificó con letras y números con las gestas de la historia (nacionalista) de Cataluña. Encontrar un sentido literario a tal episodio se nos antoja una pretensión remota, pero Subirana lo considera, tras consultar los fondos de las bibliotecas universitarias de Chicago –la verdad, ya lo sabemos, está en inglés–, un hito de la relación entre literatura e identidad nacional catalana.
Su ensayo agavilla así textos dispersos –suponemos que para justificar el dinero público que ha costeado su investigación– cuyo interés no es descubrirnos nada que no intuyéramos, sino seducir al lector previamente convencido con una épica añeja que, en lugar de entender la literatura como un ejercicio de creación individual, nos la presenta como un logro colectivo y un hecho institucional, alimentado por los presupuestos autonómicos y cuya vocación no es poblar las bibliotecas del mundo, sino encarnarse en algo tan vulgar como un monumento del siglo XIX, muestra pétrea de una grandilocuencia que, cada tarde, las palomas de los parques se esmeran de desmentir sin piedad.
La historia de la literatura –lo hemos escrito en estas disidencias– se asemeja a la ley de la gravedad: cualquier tendencia a la idealización o a la afectación extrema acaba, antes o después, indefectiblemente, tocando tierra, igual que un globo aerostático que pierde de pronto el aire. Las literaturas que se nos presentan como puras –no digamos ya patrióticas– terminan como objetos muertos. Las que perduran, permanecen y crecen son las terrestres, aquellas que se mezclan con la realidad. Todo esto, como diría Günter Grass, es cuento viejo. Lo extraordinario es que Subirana, tras postular que, sin duda, Cataluña es una colonia cultural de España, todavía crea y escriba, sin dudarlo un punto, que los Reyes Magos no son los padres.