Julio Llamazares / @JMSANCHEZPHOTO

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Letras

Julio Llamazares: "Que alguien pase sus días dilucidando a qué lugar pertenece es una estupidez"

El escritor leonés culmina, tras una década de trabajo, su obra sobre España vista a través de las catedrales y habla de 'La lluvia amarilla', la novela con la que irrumpió en la novela de los años 80

22 abril, 2019 00:00

Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) es uno de los escritores más atentos a lo que sucede. Está puntualmente desconectado del runrún de las redes sociales, del patio de vecinos del mundo literario, pero sabe lo que se mueve ahí afuera, lo que en verdad es importante y de lo mucho que hay que prescindir. A la manera de Antonio Machado, distingue bien las voces de los ecos. Le basta con viajar, leer periódicos, mirar atento, poner el oído donde conviene escuchar. Su escritura tiene el caladero de lo que importa. Porque la vida, a veces, no es más que esa extensión ruidosa sobre la que los libros advierten. La novela que lo fijó en los manuales de bachillerato, La lluvia amarilla, cumple treinta años. Él acaba de cerrar, tras una década de trabajo, su viaje literario por las catedrales de España: Las rosas de piedra (2008) y Las rosas del sur (2018).     

–Desde temprano, usted ha militado en la literatura de viajes y, desde ese mirador, siempre ha fijado su interés en España. ¿Cómo la ve? 

–Suele ocurrir que, cada cierto tiempo, los escritores están llamados a reflexionar sobre el estado de ánimo del lugar que habitan. En este sentido, he tratado siempre de conocer mejor lo que más cerca tengo. Le diré que he viajado por el mundo, pero prefiero escribir sobre lo más próximo. Al contrario de lo que está de moda ahora en el turismo, con la gente rumbo a lugares muy exóticos. Está muy bien; seguro que conocen ciudades lejanas, pero no la provincia de al lado, que también, seguro, es exótica. 

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–Por ejemplo, su último proyecto literario, dedicado a las catedrales de España, es un intento de conocer el país en el que vive.

–Lógicamente, cuando te pasas setenta y cinco días de tu vida en una ciudad y en una catedral distinta y, luego, viajando de un lugar a otro, parando por el camino y hablando con la gente, tienes una visión certera sobre la realidad de España. Siempre será subjetiva, porque todo viaje es interior, pero he aprendido mucho de arte, de arquitectura, de historia y del momento presente, algo que también reflejan las catedrales, que son espejos de piedra, capaces de alumbrar el pasado y también de proyectar el futuro. 

–Y el resultado de esa mirada, ¿le agrada?    

–Ni me agrada ni me desagrada; es lo que hay o lo que he creído ver. Al fin y al cabo, lo que uno hace cuando viaja es confirmar sospechas, y una de las certezas que tengo es que España es un país muy diverso, un país de pequeños países, con cuatro lenguas, con culturas históricas mezcladas… Ese sincretismo lo adviertes, como también percibes las diferencias regionales, las tensiones políticas. Un libro de viajes es una esponja que te llega a impregnar con todo lo que sucede al desplazarte. 

–En ese lienzo al completo de España, ¿hay algún fragmento que le provoque rechazo o indignación? 

–Hay lugares que me gustan más que otros y, probablemente, por razones irracionales. Pero todos tienen su belleza, su atractivo, su magia, su misterio, sus historias… Personalmente, siento una predilección por aquellas ciudades que tienen obispo y no gobernador civil. Aquellas que, en el siglo XIX, cuando se hizo la división provincial de España, no se convirtieron en capitales, pero que eran importantes: Guadix, Orihuela, Sigüenza, Ciudad Rodrigo, Segorbe… Parecen detenidas en el tiempo, casi ajenas a la industrialización, siempre girando a la sombra de un catedral.

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–Ni siquiera las disputas políticas, los agravios territoriales…

–Fíjese que la primera de las entregas sobre las catedrales, Las rosas de piedra, la rematé en 2007 en Tortosa, asomado al Ebro, con una duda que asaltaba al viajero: “¿Será que Cataluña es otro país?”. Respiras la atmósfera en cada lugar, escuchas las conversaciones, conoces a personas y, con todo eso, sacas unas conclusiones. En aquel momento, todavía en una hora temprana del procés, descubrí una exaltación de las diferencias. En definitiva, el viaje consiste en ver, escuchar, pensar, sentir y contarlo. 

–Después de tantos kilómetros recorridos, ¿qué conclusiones saca del nacionalismo?

–Soy antinacionalista, por definición. Digamos que no me siento ni dejo de sentirme de ningún lugar. Nací en un pueblo que está debajo del agua, en León, pero no hago de ese hecho un dogma de fe. Como decía Winston Churchill, “la vida es muy corta para aprender alemán”. Pues como él, creo que la vida es muy corta para dedicarla a cosas secundarias, como si eres de aquí o de allí. Me parece absurdo cuando el único argumento de la vida es la búsqueda de la felicidad. Que alguien pase sus días dilucidando a qué lugar pertenece es una soberana estupidez. Además, el sentimiento nacionalista, de verdad, lo desconozco. Cuando oigo a alguien decir que se siente muy catalán o muy español, o muy vasco o muy francés, no sé qué quiere decir. Una condición administrativa o geográfica no puede ser un sentimiento, pero hay quien confunde geografía con sentimiento e, incluso, con ideología. 

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–¿Se puede ser viajero en el siglo XXI? Es muy crítico con el turismo. 

–Siempre se puede ser, creo. En el sentido más puro del término, el viajero es aquel que se pone en manos del azar para descubrir, para sentir, para pensar, para conocer, para disfrutar. Me gusta seguir aquella máxima de Cervantes: “El que mucho lee y mucho viaja, mucho vive y mucho sabe”. Creo que es una de las claves del buen vivir. 

–Sorprende su pasión por la memoria en un país, por lo general, con fama de desmemoriado.   

–Seguramente tenga que ver con esa circunstancia. El sustrato fundamental de la literatura es la memoria, la personal y la colectiva. Decía el escritor portugués António Lobo Antunes que “la imaginación no es más que la memoria fermentada”. Es decir, el escritor acumula recuerdos y experiencias; ese material llega a fermentar con el tiempo y, de ahí, sale un vapor que llamamos imaginación. El mundo se ha movido siempre entre dos polos: la memoria y el olvido, el conservadurismo y el progresismo… Y, por definición, la memoria es una gran potencia a la hora de escribir porque ahí está todo el humus del que surgen las emociones y los sentimientos.

–Ha asegurado, en alguna ocasión, que “la verdadera memoria histórica de un país está en su literatura”.    

–Sí, lo creo firmemente. Cuando pasa el tiempo, los escritores se convierten en los más finos observadores de la realidad. Para saber cómo era el Siglo de Oro, hay que leer a sus autores o contemplar las obras de sus artistas. El arte y la literatura son la verdadera memoria de un país; memoria histórica y memoria momentánea. 

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–Tiene fama de estar al margen de los círculos literarios. Los que le conocen dicen que a usted, de la literatura, en realidad, sólo le interesan los libros.  

–Básicamente, escribo porque me permite estar solo mucho tiempo. Y viajar no es otra cosa que otra manera de estar solo. Creo que la memoria y la soledad son dos elementos fundamentales de la escritura. Lo que me interesa a mí, de verdad, de la literatura es el hecho de escribir o de leer; todo lo que la rodea desde el punto de vista de la industria o social, me atrae poco… O nada. 

–En ese sentido, alguna vez ha declarado que, en su opinión, hoy abunda en exceso la literatura de entretenimiento.    

–A mí me parece bien que cada uno escriba lo que quiera, pero no comparto esa idea de la literatura. Escribo para sentir y pensar, y transmitirle al lector lo que pienso y siento. Para emocionar, para conmover al lector. No escribo para entretener a nadie, aunque tampoco pretendo aburrir. Esa función de entretenimiento que tan bien cumplía la novela, sobre todo en el siglo XIX, no tiene sentido en la era de las televisiones con doce mil canales, con millones de programas, series… Yo escribo para pasar la vida; no para pasar el rato. Busco lectores que quieran pasar la vida, para entenderla, para soportarla; no para pasar el rato.    

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–Permítame que le diga que su obra literaria parece hecha a contracorriente. Debutó en la narrativa con una novela sobre la Guerra Civil en plena Movida, Luna de lobos (1985), y para su último trabajo, los libros sobre las catedrales de España, ha necesitado casi dos décadas, ha recorrido 20.000 kilómetros, ha escrito 1.200 páginas.

–Podría parecerlo, sí, pero nunca ha existido esa voluntad; se lo aseguro. Los medios de comunicación pretenden determinar qué le interesa a la gente pero, a veces, buscan otra cosa. Esas pretendidas élites, muchas veces, van a rebufo de la realidad. Por ejemplo, a Sergio del Molino le costó publicar La España vacía y, de repente, es un boom. ¿Por qué? Porque, de repente, hay un público que pertenece a ese mundo, sin voz en los medios, que quiere oír a alguien que les cuente qué está pasando. Como Stephen Vizinczey, creo que un escritor no debe aspirar a tener otros lectores que los que le corresponden por su sensibilidad y su estilo. Particularmente, escribo lo que a mí me emociona, me interesa y me apetece y tendré los lectores que, digamos, emiten en la misma frecuencia que yo. Hay autores como existen radios de onda media y de frecuencia modulada, musicales o generalistas, y cada una tiene sus oyentes. Con la literatura, pues, pasa igual. 

–Su novela La lluvia amarilla ha cumplido ya treinta años… 

–Treinta años es media existencia y, además, la vida pasa muy rápido. Cuando te das cuenta, han pasado los años, te has hecho mayor y aquel escritor lleno de entusiasmo y de dudas ya es un veterano.

–Otro título suyo tachado de “anacrónico”, con su temática sobre el abandono y su estilo basado en un extenso monólogo...   

–Y, sin embargo, entre mis novelas, es la que más impacto ha tenido. ¿Qué quiere decir eso? Pues, que ha tocado una fibra, que está ahí, y que, si en aquel momento parecía que no le iba a interesar a nadie, finalmente resultó que había mucha gente que sí necesitaba esa historia. Entonces era un tema que muchos estaban viviendo, si no ellos directamente, sí sus padres o sus abuelos: el paso de un mundo agrario y antiguo a un mundo urbano y moderno. Los libros son espejos en los que el lector se mira. Casi como los periódicos. Si un lector pilla un diario y no se ve reflejado, no leerá más. 

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–¿Un autor siempre está escribiendo la misma obra?  

–Sí, todas son variaciones del primer poema, del primer relato, de la primera novela. Ahí está todo lo que un escritor puede llegar a ser. 

–¿Por qué dejó de escribir poesía, género en el que debutó?

–Nunca sé qué responder. Le diría que no abandoné la poesía; ella me dejó a mí, como le leí a Claudio Rodríguez, pero sería una forma de quitarse responsabilidades de encima. Diríamos que nunca he escrito más después de aquellos dos primeros libros pero, para mí, la poesía es el género por excelencia de la literatura. Bueno, es más que un género; es esa magia que hace que las palabras signifiquen más de lo que significan normalmente. Lo que diferencia la simple escritura de la literatura es la existencia o no de poesía en el texto. La poesía tiene que polinizar cualquier género para que la escritura se convierta en literatura. En definitiva, la poesía es esa emoción o esa belleza que está o no está. Así, simplemente.