Kelsen contra Schmitt
Las visiones opuestas y a veces complementarias de Kelsen y Schmitt resumen las tensiones que sufrimos en la modernidad desde la Revolución Francesa
29 enero, 2019 00:00“La identidad constitucional (y no la identidad en la Constitución) debería ser una de las cuestiones que más preocupara a los pensadores contemporáneos, no sólo en lo referente a la construcción del espacio político europeo, sino a la innovación de mecanismos para defender la democracia como método y filosofía de vida en común del tiempo convulso que nos ha tocado vivir”.
Es esta una de las conclusiones a las que llegan Josu de Miguel Bárcena y Javier Tajadura Tejada en su libro Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo, un ensayo deslumbrante, muy bien escrito --su prosa precisa y bien articulada no tiene nada que ver con la tradicional aridez de los trabajos jurídicos-- y capaz de relacionar la obra de dos clásicos del derecho público con la cultura de su tiempo.
Este año se celebra el centenario de la Constitución de Weimar y es por ello un buen momento para volver la mirada al periodo de entreguerras y tratar de aprovechar las lecciones de entonces para afrontar los tremendos desafíos de la Europa del siglo XXI. En este sentido, es muy oportuna la propuesta de Bárcena y Tajadura Tejada de analizar con detalle el legado de Kelsen y Schmitt y vincularlo con algunos extremos de nuestra actual problemática política.
Para Kelsen, la unidad de la pluralidad de individuos que forman un Estado la constituye, más allá de la raza, la religión, el idioma o la historia (recuérdese lo que era Austria en aquella época) sólo una cosa: el orden jurídico. Kelsen participó en aquellos años en todos los debates que se vivieron no sólo en Austria sino también en la convulsa República de Weimar. Al mismo tiempo que crecía su prestigio, aumentaba también el número de sus enemigos.
Como juez constitucional, rechazó el principio católico de imposibilidad de disolución del matrimonio y empezó por ello a ser víctima de ataques y difamaciones. Finalmente, en 1930 fue depuesto como magistrado del Constitucional y decidió irse, para escándalo de buena parte de la sociedad vienesa, a Colonia, donde se ocupó de la Cátedra de Derecho Internacional hasta que fue expulsado por los nazis en 1933.
El jurista Hans Kelsen.
Vivió luego en Ginebra y finalmente se instaló en Berkeley, donde acabó siendo Catedrático de Derecho Internacional, sin dejar nunca de escribir y defender su teoría del Estado. Emociona comprobar cómo alguien persuadido de sus ideas y al mismo tiempo discriminado, perseguido y desterrado por ellas, perseveraba allá donde podía tratando de divulgar su proyecto de un orden jurídico que garantizara la igualdad de derechos y libertades. Fue también el caso de su discípulo Hersch Lauterpacht, que participó en los procesos de Núremberg contra los nazis, convencido de la necesidad de crear un derecho penal internacional que estuviera por encima de la razón de Estado, una filosofía muy cercana a la que había inspirado a su maestro la idea de los tribunales constitucionales.
Schmitt participó de manera activa y decisiva en los vaivenes de la República de Weimar y en 1933 ingresó en el Partido Nacionalsocialista, lo que le permitió ser catedrático de derecho en la Universidad de Berlín hasta 1945, cuando fue apartado de la docencia, detenido e interrogado en Núremberg. Durante el periodo nazi había sufrido las purgas y las intrigas de los jerarcas, suspicaces ante su conversión al nacionalsocialismo, aunque fue protegido hasta el final por Göring. A partir de 1950, vivió retirado en su Plettenberg natal, disfrutando de un prestigio clandestino.
Las visiones opuestas y a veces complementarias de Kelsen y Schmitt resumen las tensiones que venimos sufriendo en la modernidad al menos desde la Revolución Francesa, cuando se liquidó el orden teocéntrico en el que habían vivido secularmente nuestras sociedades y se desató la revolución que todavía retumba en nuestro presente. Si Kelsen se preocupó por estudiar y fundamentar la norma, con especial preocupación por la protección del individuo, Schmitt se dedicó sobre todo a explorar el problema de la excepción, con especial atención a lo abstracto.
Kelsen es un neokantiano convencido de que los hombres pueden organizarse, reconocerse derechos y crear instituciones laicas que velen por sus libertades, mientras que Schmitt –al igual que Heidegger en filosofía– trata de superar a Kant –al sujeto– y volver a concepciones absolutas, en su caso del Ser político, representado por el Soberano que es “quien decide sobre el estado de excepción”, una figura secularizada a partir de conceptos divinos --y en parte modelada sobre la idea de infalibilidad papal-- y que puede identificarse con el monarca o con das Volk, el pueblo.
De esa conjunción siniestra surgió la adhesión espiritual y jurídica a Hitler, que se concretó en el Decreto del incendio del Reichstag y en la Ley Habilitante de 1933, en virtud de los cuales Alemania se convirtió en una dictadura al quedar suspendida la Constitución de Weimar. Es sorprendente por ello cómo algunas ideas de Schmitt han acabado nutriendo algunos postulados populistas y de extrema izquierda, como el decisionismo que pretende desafiar al parlamento o la democracia aclamativa que intenta sustituir a la democracia representativa. En este sentido, Bárcena y Tajadura Tejada apuntan lo siguiente:
“En el caso español, además, un producto del marketing del populismo territorial (el “derecho a decidir”) suele ser calificado como decisionista teniendo en cuenta los parámetros conceptuales de Schmitt. Como foto fija para definir un estilo de acción política –también aplicable al Brexit– puede funcionar, pues parece poner el foco en la decisión refrendaria de un sujeto soberano y no en la deliberación parlamentaria. Sin embargo, si se contextualiza en las ideas de Schmitt, que buscaba reforzar jurídicamente el Estado para resistir la revolución, la comparación parece perder enteros.
Quizá con la siguiente afirmación, un tanto arriesgada y contingente, las cosas se entiendan mejor: comparando la decisión del Presidente Nicolás Maduro de convocar la asamblea constituyente originaria de acuerdo al artículo 347 de la Constitución de Venezuela, con el golpe al Estado de Derecho perpetrado por el independentismo catalán en diferentes momentos de los meses de septiembre y octubre de 2017, diríamos que es probable que Schmitt hoy se sentiría más cómodamente instalado en Caracas que en Barcelona”.
“La decisión implica para Schmitt, como la lucha para Jünger y la resolución en Heidegger, la idea de un tiempo histórico que se reduce a cero y el hombre puede recuperar la responsabilidad de sus actos. Desde esta lógica existencialista, los valores son considerados una tiranía, en la medida en que tratarían de disciplinar moralmente no solo a la sociedad, sino el transcurso de la historia como productora de acontecimientos: el decisor puede y debe ser interpretado como un ‘yo productor del mundo’.”
Impresiona constatar hasta qué punto ese debate vuelve a ser el nuestro, en un mundo en el que de nuevo la democracia representativa se enfrenta al populismo pero con unas transformaciones sociales y tecnológicas que hacen imposible aventurar cuál puede ser el resultado. A pesar de sus imperdonables errores políticos, es verdad que el pensamiento de Schmitt –como el de Heidegger en filosofía– sigue siendo útil y formula interrogantes que Kelsen no supo resolver y a los que hay que seguir estando atentos.
En cualquier caso, la lección que se desprende de este imprescindible ensayo de Josu de Miguel Bárcena y de Javier Tajadura Tajada estriba sobre todo en la necesidad asumir con responsabilidad la herencia del siglo XX, dando a conocer, más allá de los límites de la Academia, la obra de los principales pensadores que estuvieron en el centro de la vorágine. En una entrada de su diario que se recoge en el libro, Robert Musil apuntaba, en la época en que Kelsen tuvo que dejar Viena y emigrar a Colonia, que “es preciso crear en Austria una asociación contra la expansión de la estupidez”. Hoy en día esa asociación debería crearse ya a nivel planetario, en primer lugar para defender y repensar los fundamentos de nuestra pólis.