El sí de las niñas
La corrección política intenta recodificar el lenguaje, los usos sociales libremente aceptados, las leyes y hasta la Constitución en una mala traducción de la realidad
18 julio, 2018 00:00Es posible que cuando este artículo se escribe ya alguien haya empleado el título de la comedia de Moratín para glosar la actualidad, la noticia de ese cambio de ley por el cual será necesario un sí expreso para que se entienda que una relación sexual es consentida y no susceptible de delito. En cualquier caso, viene como anillo al dedo El sí de las niñas para dilucidar algunos defectos de nuestra sociedad contemporánea, como el dramaturgo puso el farol de Diógenes ante los no pocos de la suya. Entre los presentes se cuenta el cambio de sentido de las palabras, la manipulación del lenguaje, la obsesión con lo correcto y lo inclusivo que a tantas personas deja fuera porque les quedan estrechas las costuras de la nueva pacatería.
Leandro Fernández de Moratín, autor también de La mojigata, no fue solo uno de nuestros grandes autores teatrales del siglo XVIII. Fue asimismo traductor de Horacio y Shakespeare, de quien puso en prosa castellana Hamlet, ese monumento a la duda. Ser o no ser, se preguntaba el príncipe de Dinamarca ante la calavera de Yorick. Sí o no sí, dice acerca del consentimiento carnal la ministra Calvo. Al parecer, en el país que está al norte de Dinamarca ya hay una ley en esos términos. No tengo a mano a Alfredo Landa o a José Luis López Vázquez para preguntarles cómo se dice "sí" en sueco, o cómo lo articulan las nativas de aquel reino con las que supuestamente tanto ligaran, pero lo cierto es que esa manera explícita de asentir presenta muchas dificultades prácticas, sea en lengua germánica, romance o céltica.
Tiene uno algo entumecidos sus otrora decentes conocimientos de galés o bretón, pero muy vivos sin embargo los del gaélico escocés y el irlandés. En este idioma, por ejemplo, no existe palabra para el "sí", como no la hay para el "no". La negación, la afirmación, sus pares y nones se construyen con la repetición, conjugado como proceda, del verbo principal que realiza la pregunta. La política siempre interfiere en la vida real, e Irlanda no es una excepción: cuando allí se realiza un referéndum las papeletas del "sí" ostentan un Tá, y las del "no" un Níl. Pero eso en realidad es una simplificación, aunque no entremos aquí ahora en disquisiciones filológicas. Sobre la lengua, y los labios, y las caricias, sí nos atrevemos a escribir: la preguntita de marras que Seán, Máirtín o Pádraig habrían de hacer a Deirbhile, Bríd o Máire para saber si se quieren acostar con ellos es Ar mhaith gnéas a bheith agat liom? La respuesta, si el deseo la inflama, sería Ba; no, Tá.
Leandro Fernández de Moratin
Parecería que porque el español dispone del más sencillo "sí" todo es igualmente fácil. No lo es. Varios juristas han expresado ya la imposibilidad de llevar a la práctica la teoría política sobre el consentimiento. Edgar Allan Poe, a quien estos días traduzco, escribe en una reseña del Barnaby Rudge de Dickens: “Una teoría solo es buena como tal en la medida en que se puede llevar a la práctica. Si esta falla, es porque la teoría es imperfecta”. La teoría del Gobierno es sumamente imperfecta. ¿Cómo se ha de dar ese preceptivo "sí"? ¿Qué constancia puede quedar? ¿Quién recuerda haber hecho el amor interrogando, más allá de las dudas de las manos inexpertas o de los azorados y azarosos besos? ¿Qué es el coqueteo, la seducción, sino una sucesión de sobrentendidos? No han faltado quienes han comparado el "sí" con el del matrimonio, el "sí, quiero" ante el altar. Para ese viaje no se necesitaba alforja.
Perseguir los abusos sexuales, las violaciones, no es solo loable sino imperioso, y cualquier esfuerzo en esa dirección ha de ser bienvenido. Extender al conjunto de la población medidas pensadas para casos extremos es un despropósito que va contra las relaciones fluidas. Tendrá en su antinaturalidad algo que ver con esa otra manipulación idiomática, el lenguaje inclusivo que paradójicamente hace que tantos, y tantas, se queden fuera de ese paraguas que no sienten que los represente. Traduciendo todo a un lenguaje tan de laboratorio como reiterativo se cae en esta neolengua políticamente correcta: también existe el proyecto de que la Real Academia revise la Constitución para hacerla conforme con el todos y todas, los españoles y las españolas, etc. Al final, como con la palabra ciudadanía para evitar ciudadanos y ciudadanas, vamos a caer en la españolidad, que es voz que tiene ecos de otra época y hasta un aire cañí y de pasodoble.
La prueba del algodón de estos experimentos sin gaseosa es la literatura. A nadie que escriba una novela, un poema, se le ocurre trufarlo de las fórmulas hipercorrectas que abundan en el mundo irreal de la política. John Keats escribió que “la belleza es verdad, verdad lo bello”. No puede haber por consiguiente ni belleza ni verdad en versos reformulados como Andaluces y andaluzas de Jaén, / aceituneros y aceituneras altivos y altivas. La justicia pierde la razón en el lenguaje mal empleado; los códigos, así estén recién redactados, enmohecen si no atienden a la realidad. Nada tiene que ver la reivindicación de derechos con el afeamiento, además ineficaz, del lenguaje. Nada, traducir del español a un neoespañol artificial, inútil, torpe.