Gary Cooper, by Farruqo
Gary Cooper y Ayn Rand: el individuo frente al compadreo populista, símbolo de la posverdad
El creador solitario casi nunca encuentra su límite y menos si lo trasladamos al momento actual, en pleno siglo XXI, un periodo en el que el capitalismo más obsceno le permitirá obtener todo lo que desea, al estilo de Elon Musk, autoproclamado astrofísico
En la película El manantial de King Vidor, rodada en la edad de oro del cine, el actor Gary Cooper encarna al hombre incorruptible en un esfuerzo por imponer su versión estética de la arquitectura frente a los poderes fácticos. Cooper protagoniza al arquitecto Howard Roark que pugna por desarrollar su criterio en defensa de la belleza frente a Gail Wynand (el actor Raymond Masey), el millonario del ladrillo y propietario del diario más influyente de la ciudad de Nueva York, el Banner; este segundo es un hombre hecho a sí mismo, convencido de que el poder y el dinero solo pueden conseguirse dando a la gente lo que quiere, aunque sea recurriendo a burdas manipulaciones.
La escritora ruso-norteamericana Ayn Rand, en su novela anterior y homónima, El manantial, base argumental de la película, presenta la indefensión del ser humano brillante frente a la masa y plantea, paralelamente, que el individuo, si no encuentra su límite, puede entrar en el juego de la manipulación y dejar atrás valores como la solidaridad, la dignidad humana, la intimidad o la libertad.
La aventura de un ciudadano en solitario es el gozne de una ventana de doble vuelo: el individualismo y la causa común. El primero forja su destino, como el arquitecto Howard Roark, muestra una gramática corporal al servicio de un discurso. Refuta la moral burguesa de la producción material; se limita a producir ideas, plasmarlas en el papel y la piedra y a ser un artista del gesto.
Pero en último término, el creador solitario casi nunca encuentra su límite y menos si lo trasladamos al momento actual, en pleno siglo XXI, un periodo en el que el capitalismo más obsceno le permitirá obtener todo lo que desea, al estilo de Elon Musk, autoproclamado astrofísico.
La desinformación desenfrenada acaba por imponerse. Gail Wynand vive en un baño de nihilismo cínico; predica sobre un mundo podrido en el que el conocimiento y la ciencia son parte de un engaño de las élites académicas.
La escritora libertaria Ayn Rand
Utiliza cada instante para ofrecer una opinión o su contraria, cuando las circunstancias así lo requieren. Ahora mismo, tenemos un ejemplo de este contrasentido delante de nuestros ojos: el presidente Donald Trump, islamófobo y xenófobo, acaba de acoger en la Casa Blanca al recién elegido alcalde de Nueva York, Zohran Mamdani, ciudadano musulmán y socialista. “Nos ayudaremos mutuamente”, dice el presidente al comprobar que la mayoría de su ciudad prefiere a su enemigo; y trata, aparentemente, de convertirlo en aliado.
La posverdad se reinventa y su denominador común siempre es el mismo: la conculcación de derechos -el racismo y la detención de inmigrantes- se disimula al precio que sea, incluso haciendo migas con el diablo.
Ciudadano común
Otros presidentes republicanos anteriores a Trump fueron reaccionarios y perezosamente corruptos, pero mantuvieron la estabilidad y defendieron la legitimidad. Fueron duros, pero nunca totalitarios; protegieron en parte a las minorías y permitieron un respiro sincero a sus oposiciones.
El individualismo funciona como principio rector frente a la subordinación del ser humano al supuesto interés colectivo. Así lo mostró Isherwood en su Adiós a Berlín y lo remató Alfred Döblin en su Berlín, Alexanderplatz, una asombrosa premonición al caos en los siglos XX y XXI.
Los desastres de la historia no son producto únicamente de la impersonal geopolítica, sino también de las acciones de caciques que rechazan el racionalismo en busca del puro instinto, o de sabios que desdeñan al ciudadano común del “dónde va Vicente, donde va la gente”.
Portada del libro de Ayn Randt
¿El intelectual es capaz de resistir por sí solo la presión de un poder omnívoro? Ahora, casi un siglo después de los autoritarismos alemán e italiano, que abrieron el escenario de la II Gran Guerra, el orden democrático no consigue detener la maquinaria populista y las nuevas mayorías se decantan por ideologías duras.
Antes de disolver al individuo, los grupos humanos naturales son el principal objetivo de los llamados “hechos alternativos” de Kelly Anne Conway, abriendo cataratas de mentiras como la de negar que fuera la Legión Cóndor la que bombardeó Gernika o negar que Winston Churchill ordenara castigar la ciudad de Dresde, con bombas incendiarias, cuando el Reich alemán ya había sido derrotado, como expone Kurt Vonnegut, prisionero de guerra norteamericano, en Matadero Cinco o la cruzada de los niños.
Los mensajes misóginos y racistas se multiplicaron en las últimas elecciones presidenciales en EEUU con la apelación de Trump a una hermandad masculina. Su propuesta despertó la figura del hermano viril, descontento y alejado de la política.
Trascendió las barreras raciales; resonó entre los jóvenes negros, latinos y asiáticos y redujo las ventajas de Kamala Harris en los estados clave. “Se puso en marcha una pugna por el imaginario emocional de una generación marcada por la precariedad y el deseo de pertenencia” (El fin del mundo común, de Máriam Martínez Bascuñán).
Especulación contra meritocracia
En El manantial, Howard Roark no sucumbe a la tentación del poder. Pero ¿a quién pertenece el arte arquitectónico, a su creador o a la mayoría dispuesta a disfrutarlo, aunque sea bajando muchos peldaños la exigencia estética?
En la novela de Rand, Roark se perfila como el hombre honesto e idealista por excelencia. Solo le interesa la magnitud de su obra; es el superhombre de Nietzsche, un ser idealista de gran fuerza e independencia, dispuesto a “jugar” con su trabajo sin responsabilidades morales. Se opone con todas sus armas a la manipulación de un poder económico populista.
Pero ¿quién podrá disfrutar de su arte? No es un pintor ni un escultor; no es el protagonista del arte museizado, que nace solo para ser contemplado. El arquitecto propone una forma de vida real en el nido. Su valor es una aproximación sometida a la urbanización del entorno.
Su mercancía depende del valor del suelo y está sujeta a muchas causas, como demuestran los grandes debates sobre esta cuestión, que abandonaron la Teoría del Valor de los economistas clásicos para entrar en el análisis de los mercados de la mano de Werner Shombart, Max Weber, Joseph A Schumpeter o John Maynard Keynes.
La especulación enriquece más que la meritocracia y es el origen de enormes patrimonios, hasta llegar a un salto tecnológico, como el actual, superior al de la Revolución Industrial, que ha redoblado las grandes fortunas. La ficción de Ayn Rand descarga este elemento omnisciente en la figura del poderoso neoyorquino Gail Wynand y anticipa nuestra realidad, antes del plenilunio del Silicon Valley y de la IA.
Cartel de la película 'El manantial'
En la novela Rand aparece una tercera persona entre el artista y el empresario sin alma: la mujer, en el papel de Dominique Francon, interpretada por Patricia Neal, en la película de Vidor.
Es el retrato admirable de una joven y rica mujer que trabaja en el Banner, como crítica de arte, sin apenas convicción. Frustrada y atormentada por no encontrar la honestidad y la belleza en este mundo, pero impactada por la personalidad del arquitecto, Roark, entre la luz y la sombra de los contraplanos del maestro Vidor, en el rostro de Gary Cooper.
Moralina conservadora
Dominique Francon también es un nexo entre la tradición clásica que concede solo a los hombres la capacidad plena de razonar y el feminismo en marcha a las puertas de una explosión. Dominique rompe solo con su mirada los ideales ilustrados exclusivos de los hombres.
En varias escenas de la película, el gesto de Patricia Neal, con la complicidad de Cooper, refuta la tradición ilustrada surgida del Emilio, el texto de Jean-Jacques Rousseau cuya educación paternalista contrapone a la niña Sofía, “la mujer hecha para complacer y ser subyugada al hombre”.
La mentira disfrazada, que capta Ayn Rand, tiene mil caras; y una de las más feas la oímos en la desinformación del programa de radio norteamericano Climatage, en el que Rush Limbaugh negaba el cambio climático denunciando “la corrupción que existe entre el Gobierno, el mundo académico, la ciencia y los medios de comunicación”.
Este lamentable vocero no ve ni escucha al arquitecto Roark, cuando desacraliza el miedo y la moralina conservadora en su discurso final: “Con la mediocridad y el temor de las religiones a los avances científicos, la humanidad todavía estaría en la Edad Media”.