
Imagen de la película 'La Infiltrada'
De 'La Infiltrada' a '¡Montoya, por favor!'
El estupor es enorme ante la variedad de un mundo que acepta y deglute igual la sublime abnegación, que viene a ser lo mismo que la más alta elegancia del espíritu, y la estupidez más pura y cristalina
Pensándolo bien, creo que fui injusto con La Infiltrada, película muy celebrada, incluso en los premios Goya, de Arantxa Echebarría, sobre la aventura vital de la policía Elena Tejada, que cuando era muy joven, recién egresada de la Academia, se infiltró en ETA, estuvo enmascarada durante seis años e hizo posible desactivar al comando Donosti, entre otros servicios valiosos a la sociedad.
Celebrando que por fin hubiera una película sobre ETA que no fuera moralmente equidistante o se centrase en la dura vida de los terroristas, le reproché ciertos defectos de estilo muy propios del cine español y también que en realidad fuera “ciega” a la grandeza de la policía Tejada, héroe de nuestro tiempo. Me molestaban los tacos. Me pasé. Mea culpa.
Luego, pensando otra vez en la película, que fue rechazada por el muy filisteo Festival de San Sebastián –un verdadero sepulcro blanqueado con cal--, y visto el malestar y la rabia que ha provocado entre etarras y simpatizantes, he comprendido mejor el valor de La infiltrada y su desafío al statu quo mental, que considera decir las verdades sobre nuestro pasado reciente una provocación innecesaria, sobre todo ahora que el Gobierno necesita los votos de Bildu, el partido etarroide.

Imagen de 'La infiltrada'
Celebremos a Elena Tejada, que sacrificó su juventud para salvar vidas, desarticuló a los malvados antes de que segasen más vidas en atentados que ellos lo llamaban “acciones bonitas” y demostró ante sí misma, ante sus superiores y ahora ante el gran público tener un alma de un temple inaudito.
Permítaseme un excurso para recordar los motivos por los que “El inhumano”, el oficial de policía que instruyó a Elena y la respaldó durante sus largos y peligrosísimos años como infiltrada, que, según ha revelado El Mundo se llama Fernando Sainz Merino, prefería, para esa misión, a las mujeres policía que a los varones. Según Sáinz, las mujeres “tienen más fortaleza anímica, son psicológicamente más resistentes”.
Más calladas
La experiencia me dice que está en lo cierto. Sea por genética sea por educación, hay en muchas mujeres, obligadas por el natural impulso intrusivo del varón (lo cual no quiere decir que todos seamos violadores en potencia como sostiene una ministra particularmente indocumentada), una capacidad de retracción hacia el fondo de sí mismas, predisposición a un segundo pensamiento, una habilidad para estar y a la vez no estar en una situación determinada. (Históricamente, como a la mujer no la entendían, se hablaba de su “misterio”. No hay tal misterio femenino. Era sólo que estaban más calladas.)
No lo digo como una teoría de valor universal. Por supuesto también ha habido grandes espías varones. Pero, ya que han trascendido sus nombres, desde Sorge hasta Philby, a lo mejor no es porque no hubiera espías mujeres, sino porque éstas eran tan buenas en el disimulo que nunca han sido detectadas.
Bromas aparte, el caso es que los hombres que Sainz intentó infiltrar se rindieron al cabo de pocas semanas, mientras que Elena perseveró, demostrando inteligencia, sangre fría y capacidad de sacrificio casi sobrehumana.
De su última hazaña, en 1999, gracias a la cual cayó el “comando Donosti”, han pasado 25 años. Fecha en la que vi, fascinado, en el ordenador, la escena del actual programa televisivo “La isla de las tentaciones” que ha dado la vuelta al mundo, asombrando a las audiencias.
Superado, desde el estupor
Por si hay alguien que aún no se haya enterado, la cosa ha sido así: informado el concursante Montoya por la presentadora del concurso, llamada Sandra Barneda, de que su novia se halla en el bungalow al otro lado de la playa, donde está encamada con otro, aquel lanza un rugido desesperado, se arranca la camisa y se echa a correr como un gamo por la playa hacia el bungalow. Es una noche que anuncia tormenta, destellan los relámpagos y retumban los truenos. Sandra corre tras él suplicándole en vano “¡Vuelve, Montoya! ¡Montoya, por favor, por favor, Montoya!”.

Montoya, en 'La isla de las tentaciones'
Y el mundo entero se pasma antes de estallar en una carcajada.
Si pongo uno junto a otro estos dos fenómenos humanos no es para insinuar que desde tiempos y lugares trágicos hemos caído en vertiginoso declive hasta esta charca. No. Sucede sólo que esos dos fenómenos –el heroísmo discreto de Elena y el histrionismo narcisista y vehemente de Montoya— me han llegado casi simultáneamente, y me resulta imposible conciliar su contradicción, encuadrarlos en un sistema comprensivo.
Quería dejar aquí constancia de estupor ante la variedad de un mundo que acepta y deglute igual la sublime abnegación --que viene a ser lo mismo que la más alta elegancia del espíritu-- y la estupidez más pura y cristalina, plasmada en un zoquete que corre por la playa seguido por una petarda que le grita “¡Montoya, por favor!”.
Me desborda, me supera. Oh, mundo, mundo.