La ópera, el espacio polisémico de la risa y el llanto
La ópera está considerada como una de las grandes aventuras del conocimiento y cuenta con una guía imprescindible: 'Historia de la ópera, de la tradición a más allá de la posmodernidad'
14 noviembre, 2023 17:18El mundo se detiene sobre la cubierta de un vapor sobre el Atlántico. Stefan Zweig, a través de uno de sus personajes de ficción, y el campeón del mundo de ajedrez juegan en la cubierta del barco una partida del único deporte que es capaz de medir el músculo del cerebro humano. La música la pone Cristóbal Halffter con libreto de Wolfgang Haendeler, sobre la vida de un preso político que consigue un libro de ajedrez y un tablero sin figuras; en la soledad de su celda, el preso inventa los caballos, las torres, los alfiles, los peones y la reina; imagina partidas sin fin, como su tiempo carcelario. Finalmente, Zweig compone su conocido relato dramático, Novela de ajedrez, su última entrega, antes de caer por voluntad propia en Petrópolis (Brasil).
Las mejores óperas son muchas veces la relectura musical de un texto del que cuelga un pequeño amago. El escenario lírico cambia a veces la combinación de fechas y personajes, como ocurre en La flauta mágica de Mozart, en la que la alegre confusión conduce a la risa y al buen humor y, además, ofrece significados profundos al que conoce los símbolos masónicos. Los cambios repentinos de humor en un patio de butacas no son exclusivos del teatro. La neurociencia ha demostrado que podemos modular cualquier estimulación cerebral a través de la música, y especialmente de la música cantada. La ópera es una de las grandes aventuras del conocimiento y ahora disponemos de una guía imprescindible: Historia de la ópera, de la tradición a más allá de la posmodernidad, -Galaxia Gutenberg- de Tomás Marco, compositor, honoris causa de la Complutense y destacado miembro de la Real Academia de Artes de San Fernando.
La Camerata de los Bardi alumbra el nacimiento del género con el que Claudio Monteverdi –autor de Orfeo, estrenada en febrero de 1607, en la Corte de Mantua- consigue la aprobación del público. Llevamos cuatrocientos años de composición lírica viviendo a expensas de músicos y libretistas italianos, sajones, rusos, o franceses. Venimos de un mundo cuyo centro, -sea Venecia, San Petersburgo, Viena, Berlín, París, Barcelona, Madrid o Milán- venera sus teatros y auditorios, difunde la melodía, ofrece refugio al amor y admira los duelos del corazón. Procedemos de un origen poblado de valientes, ataviados con capa y sombrero de tres picos. Del Renacimiento al romanticismo, los decorados del mundo real, reflejados en las tablas, permanecen bastante inmutables, pese al enorme salto tecnológico; y tampoco han cambiado tanto en plena era digital.
Durante la demolición de la ópera decimonónica, casi todo se mantiene vivo gracias a figuras únicas, como Wagner, Verdi o Strauss. La defunción del clasicismo llega con el estreno de Pelléas et Mélisande de Claude Debussy. Si el XIX levanta al género hasta el podio más alto, el XX supone un gran estallido. Marco lo cuenta con todo lujo de detalles en su libro que podríamos considerar enciclopédico, no solo por acumulación, sino sobre todo por su calidad. La obra ha sido prologada por Xavier Güell, director de orquesta y autor de libros como El cuarteto de la guerra: Bartók, Strauss, Shostakóvich y Schönberg y de la obra de realidad-ficción, Yo Gaudí (Galaxia Gutenberg). Güell le ofrece perspectiva a la aventura solitaria de Tomás Marco; nos propone ampliar, de la mano del autor, el ángulo de conocimiento de la ópera, “dejarnos llevar hacia espacios desconocidos”.
Hoy, el jinete de la guerra nos interpela en términos geopolíticos. Pero es bien sabido que, ante las utopías armadas, solo se puede esgrimir el amor como lenitivo, el espacio del arte, el lujo ensimismado y humilde de la tolerancia. Al doblar la esquina del ochocientos, las cosas no eran mejores que ahora. Cuando en 1805, el Fidelio de Beethoven, anticipa la inspiración de compositores del XIX, como Rimski-Kórsakov o Puccini, el continente está sumido todavía en las guerras napoleónicas, la batalla colonial de Trípoli o los conflictos fronterizos entre España, Francia y Portugal. Es entonces cuando empieza realmente nuestro tiempo; cristalizan las músicas del XX-XXI, como la de Karlheinz Stockhausen, autor de la heptalogía Licht ejemplo de la presión a la que se someten los nuevos caminos que están permitiendo la supervivencia del arte.
Marco, que fue alumno de Stockhausen, cubre, con su obra recién publicada, el tramo decisivo de la modernidad y la posmodernidad, entre 1900 y 2022, la etapa en la que la ópera abandona sus refugios convencionales para mostrarse prístina a los ojos de todos. Para rastrear los primeros altares del teatro cantado es necesario visitar con la imaginación los festejos populares más propios de trovadores, cuando los miembros de la Camerata Florentina consideraron que la música se había corrompido y que era necesario recuperar el estilo de la antigua Grecia. Dos de sus miembros, el músico Jacopo Peri y el poeta Ottavio Rinuccini, estrenan Eurídice en 1589, anticipando en más de una década la aparición de Monteverdi, el antecedente académico del género.
La historia operística del XIX, el siglo romántico, está dominada por Giuseppe Verdi y Richard Wagner, los autores respectivos de Falstaff y Parsifal, que presentan sus últimas piezas cuando hace ya mucho que ambos ocupan para siempre la cima. Abandonan la escena y la vida sin sucesión salvo casos concretos, como el de Jules Massenet, autor de Manon y Werther, auténtico heredero, a criterio de Tomás Marco. Se acerca la plenitud de Debusy, que busca incansablemente trasladar a la música el simbolismo poético de Verlaine y Mallarmé; la ópera conquista París con la citada Pelléas, con un libreto de Maeterlinck, que tarda ocho años en subir al escenario del teatro Gardnier y hasta provoca un rifirrafe entre escritor y músico a propósito del papel femenino de la soprano Georgette Leblanc. En medio de un panorama algo más gris y con la grand opéra francesa algo acartonada, se anuncia un renacimiento que no acaba de llegar.
Las campanas del cambio suenan con claridad en marzo de 1906, en el teatro estatal de Graz, a orillas del Mura en el sureste de Austria, donde Richard Strauss dirige Salomé desde el podio y mantiene el tipo ante el silencio del público, tras la caída del telón. El silencio solemniza aquel final y solo se corta al cabo de dos minutos, cuando Giacomo Puccini, el gran músico y dandy con sombrero ladeado, se levanta en su palco y grita tres veces ¡bravo! A partir de aquel momento, los aplausos son interminables, los pacatos lloran por el pecado capital de la protagonista que presenta en bandeja de plata la cabeza del evangelista, mientras otros gozan de pura admiración. Entre el público se encuentran los mejores compositores de la línea divisoria entre el ochocientos y el novecientos: Arnold Schönberg, Alban Berg, Alexander Zemlinsky, Puccini y Gustav Mahler. Este último confía en que después de una noche en la que Strauss ha hecho realidad el viejo sueño de Wagner, “la obra de arte total”, la Ópera de Viena aceptará su propia versión de Salomé; no pierde la esperanza, pero partirá de vacío hacia EEUU, donde empieza una nueva vida. A la hora de resumir el pasado, en el prólogo de Historia de la ópera, Güell se pregunta si alguien es capaz de responder a este enigma: “¿Por qué Mahler, el mejor director de ópera de su tiempo, el reformador del arte escénico, el compositor de diez sinfonías que transformaron el mundo de la música, no escribió ópera?”
Medio siglo después, aparece en España la Generación del 51, la de Leonardo Balada cuya trayectoria escénica va desde María Sabina, con libreto de Cela, hasta ¡Verdugo, verdugo!, o La ciudad de la avaricia hasta sus piezas sobre Cristóbal Colón , durante el Quinto Centenario, con textos de Antonio Gala. Y su composición más combativa, Faustball, una versión femenina del mito de Fausto, con libreto de Fernando Arrabal. Es el tiempo abreviado y liderado por Cristóbal Halffter, con su Quijote en el Teatro Real de Madrid, con letra de Andrés Amorós, en la que se intercalan fragmentos de San Juan de la Cruz y de Jorge Manrique. A la mitad de su carrera, Halffter desaparece en Kiel, absorbido por el teatro alemán; compone Lázaro y la música de Novela de ajedrez, la citada obra homónima de Stefan Zweig.
Zweig y Strauss inician una fértil colaboración artística con La mujer silenciosa, tras la muerte de Hugo von Hofmannsthal, el libretista del compositor bávaro. A través de un amigo común, el escritor y el músico alemán empiezan su conocida relación epistolar -Richard Strauss-Stefan Zweig, Correspondencia (1931-1935), Ed Acantilado- hasta que la Gestapo intercepta una carta y corta la colaboración entre ambos. Señalado por los nazis, Zweig consigue huir a Brasil y Strauss acepta la presidencia de la Cámara de Música del Reich, un cargo ofrecido por Hitler en persona al propio músico, en el jardín de Wahnfried, en Bayreuth, a pocos metros del mausoleo de Wagner.
De nuevo, como el caso del ajedrez y el preso, otro viaje por mar a Brasil alienta a un gran compositor y alimenta el espíritu del público apasionado. Esta vez es un encuentro casual entre la furia y el perdón, en la ópera La pasajera de Mieczysław Weinberg. La obra conjuga dos acciones simultáneas en dos periodos de tiempo: el campo de concentración de Auschwitz y un crucero de vacaciones.
Son la víctima y el verdugo. Se reconocen intentado olvidar el horror del pasado y encaminar su vida hacia un futuro mejor; atraviesan un cataclismo emocional, concluido en el perdón como broche final. Este punto de encuentro, entre la bestia antisemita y una indefensa mujer que representa al pueblo judío, es admirado como relato por el propio Dimitri Shostakóvich; y es precisamente, el gran compositor ruso quien piensa en su idoneidad para una ópera. Se la recomienda a Weinberg, polaco y nacionalizado soviético, que ha sufrido por partida doble a Hitler y a Stalin, el exterminio y el pogromo.
Weinberg y Shostakóvich se conocen en Tasken (Uzbekistán) y una vez muerto Stalin, el maestro ruso consigue que Beria, el nuevo hombre fuerte del PCUS, rehabilite al polaco. Este segundo viaje recoge el mensaje del arte como recomposición. Enaltece a la ópera, a la literatura y al arte, pantalla de la humanidad, antídoto del terror.