David Lynch
Una extraña mirada
Por culpa del coronavirus, David Lynch no podrá presentarse en Sitges este mes de octubre para recibir el premio a toda su obra que le ha concedido el festival de cine que allí se celebra desde hace décadas. Una lástima, pues muchas de sus películas han pasado por dicho certamen y allí le esperarían sus seguidores en masa (aunque guardando la distancia social y con la preceptiva mascarilla, claro está). El premio es merecido por un doble motivo: suelen dártelo cuando ya tienes una edad (74 años en el caso del cineasta de Montana) y es muy poco probable que nuestro hombre ruede nada más, teniendo en cuenta su peculiar manera de entender el cine y la mentalidad de los ejecutivos de las grandes productoras que deberían dar luz verde a sus proyectos. De hecho, nuestro hombre ya firmó su sentencia de muerte con su último largometraje, Inland Empire, fascinante e incomprensible epopeya que se estrenó en más salas en Barcelona que en todo Estados Unidos, donde la proyección se redujo a un cine de Nueva York y otro de Los Ángeles. Inland Empire (rodada en plan guerrilla con una cámara de turista) no se entendía, ciertamente, pero eso carece de especial importancia en la obra del señor Lynch: yo mismo creí entender Mullholand Drive tras el tercer visionado y a día de hoy sigo sin comprender porqué Bill Pullman se convierte en Balthazar Getty a media proyección de Lost Highway sin que el director se tome la molestia de explicarme por qué (aunque eso ya lo había hecho Buñuel con Ángela Molina y Carole Bouquet en El fantasma de la libertad).
La tercera e igualmente indescifrable temporada de Twin Peaks fue la última oportunidad que le concedió la industria al señor Lynch, pero éste la aprovechó a su manera, el resultado no era el que esperábamos ni el público en general ni los devotos de Lynch en particular y el hombre no ha vuelto a rodar nada, lo cual es una desgracia doble: su visión del medio audiovisual es fascinante y los entretenimientos a los que se consagra cuando no rueda --la pintura y la música-- dan origen a unas abominaciones notables sin las que el mundo sería un lugar mucho más acogedor (sé lo que me digo: me compré uno de sus discos de música electrónica, un mero amasijo de ruidos, y aún lo estoy lamentando). El lugar de David Lynch es el sector audiovisual, donde ha dado obras arrebatadoras. Que nadie esté dispuesto a financiarlas es una lástima, pero el hombre nunca ha engañado a nadie (no hay más que revisar su primer largometraje, Eraserhead, para comprobar que sabía en qué dirección iba desde el primer momento), y cuando lo entrevisté en 1980 en Los Ángeles para El País, a medias con mi amigo y anfitrión José María Martí Font, ya intuí que aquel tipo de voz aflautada y camisa blanca abrochada hasta el último botón me iba a proporcionar grandes momentos en diferentes salas oscuras de este mundo.
Lejos de irse adecuando a las exigencias de la industria, Lynch se ha ido radicalizando con el paso del tiempo, para alegría de sus incondicionales y desesperación de los bien pagados chupatintas de los estudios. Inland Empire resultaba más adecuada para un museo que para un cine. Y así es cómo se llega a dejar de rodar y a que te entreguen, con todo merecimiento, el premio a la obra de toda una vida.