Portada de Le consentement, de Vanessa Springora / EFE

Portada de Le consentement, de Vanessa Springora / EFE

Letras

La falsa conversación entre Springora y Cioran

El libro 'Le consentement', éxito en ventas en Francia que narra el caso de pederastia que sufrió su autora, cuenta con una escena falsa que daña la reputación del filósofo

6 septiembre, 2020 00:00

Dentro de unos días se publica la edición española de Le consentement (El consentimiento): la memoria, o el testimonio, de la escritora y editora francesa Vanessa Springora a la seducción abusiva de la que fue víctima, cuando era una niña de 14 años de edad, intelectual, emocional y familiarmente desvalida, por el entonces conocido escritor francés de origen ruso Gabriel Matzneff, entonces cincuentón.

Como ya comentamos aquí hace unos meses el libro ha sido el best seller inesperado del año en el país vecino y motivo de un examen de conciencia colectivo en la intelectualidad francesa sobre su tolerancia o incluso simpatía con la pederastia siempre que ésta estuviese bien envuelta en una coartada cultural, de lo cual es prueba el afecto de Mitterrand por Matzneff, el premio Reanudot que obtuvo, sus colaboraciones durante varios años en Le Monde, así como la beca permanente del Estado francés a escritores impecunes, etc.

Springora se propuso --le sobraban, ciertamente, los motivos-- vengarse mediante la literatura de un ogro de cuento que no solo destruyó su infancia y le dejó un trauma de larga duración solo parcialmente curado muchos años después mediante psicoanálisis, sino que la convirtió en materia literaria, personaje de diferentes libros, en trofeo sexual, amoroso y narrativo, y la siguió molestando con sus solicitudes o acoso sentimental. “Durante tantos años”, dice el prólogo, “doy vueltas en mi jaula, mis sueños están poblados de asesinato y venganza. Hasta el día en que por fin se presenta la solución, ahí, ante mis ojos, como una evidencia: cazar al cazador en su propia trampa, encerrarlo en un libro”.

Y vaya si lo ha conseguido: gracias a este libro-trampa, Matzneff, espuma de Saint-Germain-des-Prés, ahora un octogenario, ha visto como los cuatro editores que publicaban sus diarios y novelas los han retirado de la circulación, los amigos que le reían las gracias le vuelven la espalda y tendrá que someterse a un juicio; no por delitos de perversión de menores contra Springora y otras menores de edad francesas, que ya han prescrito, sino por sus andanzas de turista sexual en Oriente con niños de 8 o 10 años, de las que se jactaba con todo detalle en dietarios que nadie se tomaba demasiado al pie de la letra.

Nosotros no volvemos a este libro ahora, cuando llega a los lectores españoles, por el genuino y meritorio valor de denuncia de su testimonio, ni por su competencia literaria, ni por la tragedia moral que describe y denuncia; sino por unas páginas en concreto, un detalle que en su momento nos pareció que chirriaba y que durante estos meses nos ha hecho pensar reiteradamente en él; la escena que describe es falsa y daña la reputación de un hombre inocente, “un amigo de G., un filósofo de origen rumano que me presentó al principio de nuestra relación como su mentor”. Emil Cioran.

Teniendo en cuenta que tanto él como su mujer, Simone Boué, están muertos y no dejaron hijos que puedan salir en defensa de su honor, es cuando menos curioso que los suyos sean los únicos nombres propios, con apellidos, que figuran en La consentement, donde incluso Matzneff es mencionado solo con la G de Gabriel, su nombre propio. Pero simpatizamos con Springora y su causa y no queremos creer que haya sido precisamente porque Cioran y Boué no pueden replicar y contradecirla es por lo que los mete en su libro. Y además representando un papel peor que desairado, despreciable.

Como conocimos la casa de Cioran que Springora describe, y conocimos al “filósofo de origen rumano” y a su esposa, y --hasta donde sea posible a través de los libros e incluso de su dietario personal-- conocemos el pensamiento de Cioran, podemos decir que aunque la escena (páginas 139-142 de la edición de Grasset) literariamente funciona muy bien, para dar una idea del aislamiento y la atmósfera de desamparo que respiraba la pobre niña… todas las circunstancias que cuenta Springora son inventadas. Mentiras. Lo cual no es un detalle menor, en un contexto en que todo lo demás es verdad, aunque sea la verdad subjetiva de la autora.

La narradora, Vanessa, (“V.”), ahora de 15 años de edad, acaba de romper con G. y está desconsolada, confusa, asustada, horrorizada. En busca de consejo y cediendo a un movimiento espontáneo, decide ir a ver a ese “mentor”. Es posible: es cierto que Cioran y su mujer trataban a Matzneff --paseante asiduo, como él, del jardín del Luxembourg--, como a otros escritores extranjeros residentes en París, como Beckett, Ionesco, etc. Todo lo demás es inexacto:

Cioran, dice Springora, vive en el primer piso de una casa “suntuosa”, con Simone, que cuando ve a la niña llorando le tiende un pañuelito de encaje y luego esa mujer “bajita”, de “pelo azulado”, “desaparece al fondo del corredor”. Cioran le aconseja a la llorosa Vanessa que se someta al ogro: “Tú le amas. Tienes que aceptar su personalidad. G. no cambiará nunca. Es un inmenso honor el que te ha hecho al elegirte. Tu papel es acompañarle en el camino de la creación, y plegarte también a sus caprichos. Yo sé que él te adora. Pero a veces las mujeres no comprenden lo que necesita un artista. ¿Sabes que la esposa de Tolstoi se pasaba los días pasando a máquina el manuscrito que su marido escribía a mano, con una abnegación completa? […] Entregado y sacrificado, ése es el tipo de amor que la mujer de un artista le debe a su amado.”

La verdad es que los Cioran no vivían en un edificio “suntuoso” sino en el número 21 de la rue de l’Odéon, una casa hausmanniana igual a todas las del barrio; mal pudo entrar Springora “bajo el porche”, pues la casa no lo tiene; los Cioran no ocupaban un espacioso primer piso, sino tres modestas y pequeñas buhardillas comunicadas, tres “chambres de bonne” (cuartos de la criada) en las que no había “corredores” al fondo de los cuales desaparecer. Simone no era “bajita”, sino alta y grande. No llamaba a Cioran por su nombre de pila, “Emil” (por lo menos delante de terceros), sino “Cioran”.

De joven no fue “una actriz de moda” que “no hace falta preguntarse en qué momento dejó de actuar en las películas” (o sea, se infiere: cuando conoció a Cioran, para ponerse a su servicio): sino que fue siempre maestra, profesora de inglés en un colegio, hasta su jubilación. De hecho Cioran y ella se conocieron en un comedor estudiantil. Simone no iba nunca “emperifollada”, como dice Springora, sino que vestía con modestia y pulcritud funcional. No llevaba el pelo azulado sino castaño, con un característico mechón de pelo blanco que no se teñía. El discursito repugnante que hemos citado, así como la referencia a Tolstoi, no son en absoluto propios de Cioran, como saben los que hayan leído alguno de sus libros, como tampoco es propio de Simone el “asentimiento silencioso” a semejante ristra.

Lo único creíble de lo que dice Springora en estas cuatro páginas es que nunca ha leído nada de Cioran. Bueno, no es obligado. Lo más probable es que, en realidad, tampoco lo llegara a conocer; y esta escena no es, como a lo mejor pretende, una licencia poética, sino, en el mejor de los casos, una irresponsabilidad, y en el peor, una bajeza.