El asombroso mundo de Juan Carlos I
La serie 'Salvar al rey' deja al español medio muy deprimido porque se da cuenta de en manos de quién estuvo el país durante cuarenta años
23 septiembre, 2022 22:00Una vez se ha tomado la decisión de desactivar a un rey para salvar la monarquía, se abre la veda del Emérito, como ha podido comprobar Juan Carlos I desde que abdicó en su hijo y actual monarca español Felipe VI. Asimismo, hay barra libre para explicar ampliamente sus trapisondas en forma de artículos de prensa, libros o series de televisión: véase, si no, la miniserie de HBO Max (tres capítulos) Salvar al rey, que está siendo uno de los grandes éxitos de audiencia de dicha plataforma de streaming, cosa que no es de extrañar, pues aporta abundante información sobre la peculiar manera de entender la monarquía que tuvo don Juan Carlos desde sus primeros días en el trono que le había facilitado el general Franco saltándose el orden de la institución porque don Juan le caía fatal y prefería dejar que se alcoholizara en Estoril, donde pegaba sus famosos sablazos a los monárquicos que cometían la imprudencia de visitarle para darle ánimos.
Nada más acceder al cargo, don Juan Carlos se hizo con los servicios de su buen amigo Manuel de Prado y Colón de Carvajal y se puso a trincar, consciente de que su figura, por aquel entonces, era prácticamente sagrada. Su primera víctima fue el Sha de Persia, a quien pegó un sablazo de diez millones de pesetas que, en teoría, iban destinados a la UCD de Adolfo Suárez, pero de los que ni éste ni su partido vieron ni un duro. Los que creíamos que el Emérito había tenido una conducta intachable hasta llegar a la edad provecta, cuando se le fue la olla con las cacerías de elefantes y Corinna (algo habíamos oído de lo de Bárbara Rey, pero tampoco mucho), hemos descubierto, gracias a Salvar al rey, que las urgencias de cartera y de bragueta de Juan Carlos I venían de fábrica y constituían, de hecho, una seña de identidad de los borbones, familia en la que el miembro más raro y menos borbónico es nuestro actual monarca, un hombre de una seriedad y una discreción rayanas en el aburrimiento del que no se conocen ni infidelidades conyugales ni aspiraciones a comisionista, tal vez porque es el primero de la familia en darse cuenta de que lo suyo es un anacronismo que solo puede sobrevivir adoptando un perfil bajo, evitando los escándalos y portándose bien.
Su padre, como queda claro en la miniserie de HBO, es un hombre de otra época, un rey de los de antes, de los que se creían que podían hacer su real gana (nunca mejor dicho) y que, en su caso, llegaban al trono más bien tiesos de pasta y con ganas de acumular monises por si las moscas, pues ya se sabe que, en España, de vez en cuando, nos da por echar al rey y crear una república que siempre acaba como el rosario de la aurora. Tras una infancia y una adolescencia cutres en Suiza y Portugal, don Juan Carlos llega a rey con hambre atrasada y muchas ganas de fornicaciones extra conyugales (él mismo reconoce que lo que más le gustaba de Sofía de Grecia era que él le gustara tanto a ella).
Saltan todas las alarmas
Para las cuestiones de pasta, ahí está su amigo Manolo Prado. Para los líos adúlteros, se basta y se sobra él mismo, pues aún cree en el derecho de pernada y así se hace con su primera amante conocida, la difunta fotógrafa de prensa Queca Campillo, a la que conoce en un acto oficial, invita rápidamente a su residencia y retoza con ella en una furgoneta cercana a la Zarzuela. Cuando se fija en Bárbara Rey, el gobierno y el servicio secreto ya se han hecho a la idea de que hay que tragar quina y le buscan un chalé para su esparcimiento. Con Corinna, la cosa se desmadra, pues le ceden a la aristócrata trepa un pabellón a dos pasos de la residencia oficial, lo cual saca de quicio definitivamente a doña Sofía. Cuando reúne a la familia para decir que se divorcia y se casa con Corinna, saltan todas las alarmas: o se hace algo o ese señor se carga la monarquía. Afortunadamente, el propio Juan Carlos I se anuda la soga al cuello con la cacería en que se parte la crisma y se arma el belén. Poco después, el hombre abdica, se va a los Emiratos Árabes e incordia cada vez menos, aunque aún se permita inconveniencias como presentarse en Galicia para una regata o en Londres para el funeral de su prima Isabel.
Salvar al rey es, para el español medio, un espectáculo básicamente deprimente, pues le muestra en manos de quién ha estado durante cuarenta años (tras ser puesto a dedo por un dictador que se tiró en el poder los cuarenta anteriores). Y ese alguien es una especie de badulaque con pujos de fino estadista al que, según sus propias palabras, hay que dárselo todo hecho (hasta los golpes de estado). Por lo que respecta a sus amantes, que Dios le conserve la vista, ya que, menos Queca Campillo y la mallorquina Marta Gayà, todas van a ver qué le pueden sacar. En ese sentido, Corinna es una versión sofisticada de la levemente zarrapastrosa Bárbara Rey (que llenaba de micrófonos y cámaras sus niditos de amor y había que sobornarla y darle programas en Canal 9 para que no se fuera de la lengua): ambas se le engancharon para medrar y beneficiarse económicamente, la una en su mundo cutre y la otra en sus entornos señoriales. Política y sentimentalmente, nuestro hombre es un desastre cuyas meteduras de pata han tenido que solucionar como han podido los sucesivos gobiernos de la democracia española. A esa triste conclusión puede llegar cualquiera que se trague Salvar al rey, que uno vio del tirón porque no daba crédito a su contenido (esos audios con Bárbara Rey mientras ésta, presumiblemente, está colocando cámaras y micros en el tálamo…). Confiaba en reírme un rato con el lado más berlanguiano del asunto, pero no lo logré y llegué al final más bien triste, tirando a deprimido.
Y no me he hecho republicano porque creo que los españoles somos muy capaces de cargarnos en muy poco tiempo las virtudes de ese sistema y nos las apañaríamos para poner al frente del estado a lo peor que encontráramos. Pero he estado a punto.