Nadie como Viota
‘La herencia del cine’, un libro donde se reúnen los escritos del iniciático director cántabro Paulino Viota, redimensiona la figura de uno de nuestros mejores cineastas
23 abril, 2020 00:00Que Paulino Viota ha triunfado –la semilla arraigada–, que su labor creativa, donde se ampara la transmisión de esta herencia del cine, el trabajo de reanimación de lo que merece seguir adelante, ha calado íntimamente lo demuestra la existencia de una firme, leal y agradecida comunidad paulina, que siempre se ha esforzado por que su legado de cineasta no se perdiera –así el cofre que Manuel Asín preparó para Intermedio con su obra fílmica de 1966 a 1982, cortometrajes y largos: Contactos, Con uñas y dientes, Cuerpo a cuerpo--; la que aún lo sigue en sus legendarios cursos y conferencias –hace poco --amenazados (nadie es profeta en su tierra) por la negligente y desmemoriada nueva dirección de la Filmoteca de Cantabria.
También esa que ahora –gracias al esfuerzo de Rubén García López, editor del volumen para Ediciones Asimétricas, antes doctor con una tesis sobre su cine y coordinador de un libro colectivo, Paulino Viota. El orden del laberinto (Shangrila)– recopila en La herencia del cine sus más reveladores artículos y análisis fílmicos, esa tercera pata, la de escritor cinematográfico, cuya dispersión merecía la pena corregir para ofrecer por fin una imagen completa del Viota cineasta y que las nuevas generaciones pudieran calibrar la importancia de sus metamorfosis, la impagable suerte de que su profunda inteligencia –salpimentada de la amabilidad, el humor y la ironía que aureolan a los más grandes– habite entre nosotros.
Paulino Viota.
En su justamente famoso artículo, aquí escogido, Intacta el ansia, la esperanza extinta (reflexiones de un cineasta), Viota repasaba su condición de cineasta interrumpido, amputado, del que, con gracia, acababa naciendo un alivio retrospectivo (“Y sin embargo, hemos hecho cine. Yo ya ni me lo creo”), quizás porque todo podría haber sido incluso peor. En aquellas líneas, sin embargo, ya se apuntaba a un españolísimo limbo de películas abortadas, de vocaciones traicionadas, como rasgo esencial de nuestro cine (“Porque el cine que he hecho, no sé, no sé, ¡pero qué cine no hemos hecho!”), una tierra baldía que obligó a algunos de los más capaces, sin duda a los más apasionados, a continuar por otros medios con la profesión deseada, para seguir siendo merecedores de aquel “alto jornal” al que se refiriera Claudio Rodríguez, a un oficio que brille limpio y se entregue desde el corazón.
Claro que lo de ser cineasta por otros medios nunca estuvo al alcance de cualquiera. Hay que amar, como justo dice el poeta. Y el reciclaje de Viota en docente, conferenciante, crítico y escritor, además de posibilitado por la tecnología –la popularización del vídeo, que permitía parar el cine, ejecutar una antinatural autopsia desde su unidad mínima reconquistada, el fotograma, para detectar así las “relaciones a distancia” entre sus partes, por similitudes o diferencias entre sus elementos constitutivos: gestos, miradas, actitudes, objetos…– fue favorecido por su acendrado amor al cine.
Paulino Viota. Obras (Intermedio).
Motor desde el que profundizar en un estudio implacable de su teoría e historia, en el desmenuzamiento de las películas de los cineastas que más le habían “punzado”: Ford, Hitchcock, Dreyer, Eisenstein, Tati, Chaplin, Hawks, pero también Godard, Oliveira o Debord; corolario intelectual y de madurez de una herida no exenta de éxtasis y delirio, alimentada desde la infancia y la juventud –las repetidas asistencias (reincidencias) en las sesiones de las salas de cine para comprender el porqué de las impresiones ante lo visto/oído; también frente a lo que nos mira/escucha–. La oportunidad, en definitiva, de una filología del cine que se había nutrido vigorosamente en el despertar moderno, ahí donde, según Serge Daney, el cine descubrió, humilde a la fuerza, que no estaba solo (es decir, después de sus anhelos operísticos, totalizadores y totalitarios, de Gesamtkunstwerk), y que podía dialogar con literatura, pintura, música, danza, etc., proponiendo hibridaciones que, luego, los más excelsos analistas, como Paulino, han sabido descifrar para explicarnos el funcionamiento, en la superficie y en la entraña, de semejantes caricias entre artes.
Así, atendiendo a otra de las joyas aquí recopiladas, el artículo El vampiro y el criptólogo, comprendemos cómo el excineasta, ya escritor y conferenciante a demanda, expresa la diferencia –susurrando el secreto abrazo de su repetición variada– entre el cineasta como “ladrón de formas”, como detenido insolvente que no puede alegar razonamiento alguno frente a los interrogantes creados, y el crítico como traductor o criptólogo a la búsqueda del tesoro perdido, esa lengua personalísima que habla cada film y que, a medida que nos va separando de ella el paso del tiempo, se asemeja a las inscripciones de las civilizaciones extintas. Criptólogo, reiteramos, enamorado, capaz de desentrañar, para después transmitir –como aconsejara Julien Gracq– el modelo de atracción que lo hizo caer perdidamente en aquellos brazos: saber de los gestos de una seducción.
Es de esta manera que el buen crítico debe producir, responder; está incluso condenado a ser un creador. En este trance, a Viota, siempre atento a los cineastas que se salieron de la norma –no otra cosa, excepciones, fueron los más determinantes, incluso dentro del sistema clásico: Chaplin, Hitchcock, Stroheim…– habría que aproximarlo a dos de sus cineastas de cabecera, Eisenstein y Godard. Al primero, por tener que volcar parte de su excedente imaginario en artículos teóricos que se reapropiaban de las visiones no impresas en celuloide; al segundo, al ser el adelantado por antonomasia, el decisivo demiurgo que barajó para siempre las cartas, señalando la senda a seguir: primero como crítico-cineasta, cuyos textos quedaban habitados por un deseo de cine que hablaba de planos, de momentos, mediante una lengua propia, más lírica que argumentativa; luego como cineasta-crítico, ralentizando la sustancia fílmica en busca de sus dialécticas, reiniciándolo todo como un mediador wittgensteiniano que, en alarde clarificador, empezara por el simple ejercicio de poner una cosa (una imagen, un sonido) al lado de otra, compararlas u oponerlas, y esperar a que pasara algo.
Jean Luc Godard, cineasta crítico y viceversa
Viota se pegó a los modernos “que saben” –a Godard, Straub o Ruiz, por no mencionar al intemporal oráculo Oliveira–, porque sus rupturas alumbraban una comprensión a fondo del legado clásico, una “aplicación creadora” –como llega a escribir– de sus enseñanzas que no podía pasar desapercibido a quien fuera un cineasta experimental de primer orden (Contactos, 1970), pendiente del componente estructural –métrico, rítmico, matérico– que soporta cualquier película, sea mayor o menor su roce con lo real.
Así, cuando en los minuciosos análisis de este libro –los de Vértigo o Río Grande, por ejemplo, piezas maestras del deletreo– Viota persigue las estructuras, el tejido entre formas locales y globales, y nos invita a fijarnos en cómo se articulan (se suturan) las unidades discontinuas que conforman una película (así el paso de una secuencia diurna a una nocturna) resuena muy próximo Peter Kubelka, quien encontraba en el mecanismo de proyección del cine una suerte de sistema solar en miniatura que encadena las noches y los días mediante los vertiginosos golpes del obturador.
vVértigo (Hitchcock, 1958).
Añadida a la compulsiva gimnasia filológica, esta simpatía esencial con los resortes primordiales del cine –y con sus reflejos antropomórficos, que a la postre facilitan la capacidad de relacionarlos más intensamente con los de las demás artes– depara el inigualable punto de vista de Viota, desde donde se alumbran acercamientos inauditos entre cineastas, como el de Tati con Fellini, o la sorprendente capacidad para generar conceptos iluminadores, como ese de “dialéctico secreto” con el que califica a Dreyer, quien “piensa sus películas como Eisenstein o Godard, pero las hace como Renoir o Rossellini”.
Los que hemos tenido la fortuna de cruzarnos con Viota, de asistir a algunas de sus conferencias o presentaciones, sabíamos de su poder de transmisión, de su calidad docente y humana, así como de su preocupación por la formación como única manera de advertir todo lo que una película nos puede brindar.
Río Grande (John Ford, 1950).
Ahora, gracias al monumental El vértigo de la rectificación (Vértigo, The Searchers, Río Grande), suerte de libro dentro del libro, ya está al alcance de cualquiera. En el lento rumiar de Viota, que paso a paso desgrana la riqueza de las relaciones internas de unas películas que conoce como a familiares, comparece el magistral analista, también el Ahab en persecución de la idea más profunda, más abisal (“las regiones de la forma” de difícil acceso), y, sobre todo, el cineasta que admira en sus mayores cómo éstos lograron proponer mundos y a la vez cargarlos de memoria, cómo supieron inocular en el desfile de imágenes esa multiplicidad de conexiones que hacen posible, gracias a la atención en la forma, que “lo inexpresado se exprese” –en fórmula dedicada al arte fordiano–, como si mágicamente detuvieran el tiempo que inmisericorde se agota.
Aquí, en sus idas y venidas, en sus prospecciones (también con enmiendas y tachaduras) a las películas amadas, Viota nos regala el resultado de haber aceptado el mandato proustiano –o godardiano– de edificación de un personal edificio de signos –algo así como sus particulares Histoire(s) de cinéma–, ahí donde la distancia y la intimidad, la mirada del que desbroza y la turbación generada al sentirse mirado, clavado en lo más profundo, se anudan inefablemente. Una incalculable donación.