'Zafari'

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Cine & Teatro

'Zafari': una fábula distópica del miedo latinoamericano

Las cineastas Mariana Rondón y Marité Ugás firman una alegoría cinematográfica salvaje sobre el colapso de la vida doméstica en los países de la América hispana con un sustrato político

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En una esquina olvidada de una ciudad latinoamericana postpandémica, muy parecida a Caracas, un animal agoniza. No sucede en un zoológico, sino en el imaginario de un continente –o de una ciudad– que lleva años reflexionando sobre sus propias tragedias. Zafari, la más reciente película del dúo formado por la venezolana Mariana Rondón y la peruana Marité Ugás, podría describirse como una distopía latinoamericana, pero también como una fábula sucia, incómoda, escrita con la sangre de varias crisis que siguen oliendo a presente. Su trama es, en apariencia, absurda: un hipopótamo irrumpe en la rutina de un edificio y de sus vecinos, convirtiéndose en detonante de una espiral de violencia, miedo y ruina, pero como toda alegoría, el animal está ahí para señalar una situación más compleja.

Estrenada en la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián y multipremiada en Biarritz y Santiago, Zafari ha pasado por varios festivales internacionales y ha tenido una recepción que ha oscilado entre el aplauso y el debate incómodo. En ella, Rondón y Ugás desarman los géneros narrativos como quien descose una camisa vieja para rehacerla con retazos de una historia reciente. El resultado es una película mutante, más cercana al eco de Cortázar de La casa tomada que a los discursos fáciles sobre el cine latinoamericano comprometido.

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La historia sigue a Edgar, Ana y su hijo Bruno, una familia que vive atrincherada en un edificio con piscina, mientras afuera, en un zoológico improvisado semidestruido, sobreviven Natalia y Alí, líderes improvisados de una comunidad despojada. Entre ambos mundos, el de los supuestos privilegiados que van perdiendo privilegios y, el de los que siempre han estado luchando por la supervivencia; hay un animal: el hipopótamo. Como una versión posapocalíptica del cuento de Cortázar, el afuera comienza a infiltrarse en el adentro.

El sonido de los otros, sus cuerpos, sus demandas. La piscina privada se convierte en campo de batalla, mientras que lo doméstico se vuelve político y la supervivencia, que los signa a todos, ya no tiene reglas. La película tiene la virtud y el riesgo de ser ambigua. Zafari puede ser una denuncia sobre el clasismo y el racismo estructural de las sociedades latinoamericanas o un ejercicio estético que reproduce estereotipos.

La película nació de una necrología. En el año 2015, un hipopótamo llamado Zafira, moría en un zoológico en Caracas tras tragarse dos pelotas de plástico. Este hecho fue el punto de partida argumental para Rondón y Ugás. En términos cinematográficos, la atmósfera lo es todo. El uso del sonido: motos que no se ven, ruidos de animales como gritos humanos, el eco deformado de la vida al otro lado de una ventana. Todos estos elementos construyen un mundo en el que la paranoia y la compasión coexisten. Actores chilenos, venezolanos, peruanos y dominicanos. Siete países coproductores. Siete acentos. Una América Latina rota hilada en un edificio con goteras.

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Pero si Zafari funciona como distopía contemporánea, su lectura más poderosa ocurre en lo íntimo. El personaje de Ana es el hilo conductor del relato. Ella decide no sumarse a la barbarie, no seguir el camino del miedo como única respuesta. Su gesto mínimo -negarse a matar y a rendirse- es también el corazón de la película. Hay algo profundamente feminista y político en la historia y tiene que ver con esa ética de los cuidados –casi siempre encomendada a mujeres– que atraviesa la historia en países en crisis.

Sudaca Films, la productora que ambas cineastas fundaron entre Lima y Caracas, parece estar obsesionada con esa frontera entre lo humano y su contrario. Desde Postales de Leningrado (2007) hasta Pelo Malo (2013), que ganó la Concha de Oro en San Sebastián, su cine ha tensado siempre el realismo hasta romperlo. En Zafari lo hacen apostando por los géneros: el thriller, el terror, la comedia amarga, pero también por una libertad formal que permite que el público se incomode y se identifique. Y esto, en un tiempo de fórmulas y algoritmos, sigue siendo un gesto político.