'Münter y el amor de Kandinsky'
Gabriele Münter y el amor de Vasili Kandinsky: cómo (no) retratar a una mujer artista
Markus Rosenmüller reduce la importancia artística de la pintora alemana, miembro de la corriente vanguardista Der Blaue Reiter, a un alegado sentimental lleno de pedagogía feminista basado en su tormentosa relación con el pintor ruso
La película arranca en pleno nazismo. Una anciana Gabriele Münter (1877-1962) recibe la visita de un burócrata del régimen acompañado de soldados. Registran su casa con la intención de requisar obras de arte degenerado que no logran encontrar. La casa es la llamada Münter-haus en Murnau, cerca de Múnich, que la pintora compró en 1909 y en la que vivió de forma permanente desde 1931 hasta su fallecimiento. Hoy es un museo dedicado a su figura.
Los lienzos que los nazis no descubrieron porque los tenía muy bien escondidos en el sótano eran de Kandinsky y otros miembros de Der Blaue Reiter (El jinete azul), del que ella también había formado parte. Acabada la guerra, la artista los donó a la Lenbachhaus -uno de los más exquisitos museos de Múnich-, que alberga la colección más completa de este grupo de las vanguardias históricas.
Autorretrato de Gabriele Münter
En Münter y el amor de Kandinsky de Markus Rosenmüller el infructuoso registro de los nazis es un preámbulo a partir del cual la protagonista empieza a evocar tiempos más luminosos: los de su juventud, marcada por la complicada relación sentimental con Vasily Kandinsky y la creación de Der Blaue Reiter. Es por su vínculo con este grupo por lo que Gabriele Münter ocupa un lugar en la historia de las primeras vanguardias.
Der Blaue Reiter fue fundado en 1912 en Múnich, con unas bases programáticas redactadas por Kandinsky y Franz Marc; la película atribuye a Münter una participación en la elección del nombre que diría que no se ajusta a la realidad. Del colectivo formaron parte Marc, Münter, Kandinsky, el también ruso Alexei von Jawlensy y su pareja Marianne von Werefkin, August Macke, Paul Klee y el compositor Arnold Schönberg en su faceta de pintor. Der Blaue Reiter nació como una superación de la Nueva Asociación de Artistas de Múnich (la NKVM) creada en 1909, de la que también había sido miembro Münter y que reunía a los jóvenes rebeldes ansiosos por romper con la pintura académica. Sus planteamientos tienen conexión con los de Die Brüke, el grupo expresionista que pusieron en marcha Kirchner, Heckel y Scmidt-Rottluff en Dresde en 1905.
Munter pintando
En ambos casos se reivindicaba el arte primitivo y la fuerza expresiva del color y de la distorsión de las formas. Pero Die Brüke practicó un expresionismo más áspero y con mayor contenido sociopolítico, mientras que Der Blaue Reiter trabajó en un registro más lírico y espiritual, con un uso del color más cercano al de los fauvistas franceses.
Considerada en su día como una figura de relevancia menor, Gabriele Münter ha pasado a ser muy reivindicada: fue objeto a finales del año pasado de una notable exposición en el Museo Thyssen de Madrid y el Guggenheim de Nueva York abre otra este próximo noviembre. La pintora expresó bien cuál era el sentido de su arte y el de sus colegas muniqueses en una nota autobiográfica que escribió en 1948: “Ya no me esforcé por encontrar la forma correcta, reconocible, de las cosas. Y, sin embargo, nunca quise superar a la naturaleza, ni tampoco destruirla ni burlarme de ella. Representé el mundo tal como me parecía en su esencia, tal como se apoderaba de mí”.
'Paisaje de Murnau'
Der Blaue Reiter se disolvió con la Primera Guerra Mundial, en cuyas trincheras fallecieron dos de sus miembros más prometedores, Marc y Macke. Münter se mantuvo fiel al expresionismo figurativo toda su vida, mientras que Klee y Kandinsky conectaron con la Bauhaus y abrieron el camino de la abstracción. Es la relación sentimental de Münter con Kandinsky la que constituye el centro del largometraje. Ella, diez años más joven, fue alumna de él, cuando harta de la enseñanza académica de las escuelas femeninas a las que hasta entonces había acudido, se matriculó en Phalanx. Era el taller de la asociación de artistas del mismo nombre, abierta a las nuevas tendencias, que no dividía las clases por sexos y enseñaba el estilo y las técnicas de la pintura francesa que iba desde el impresionismo al fauvismo.
Maestro y discípula se embarcaron en una relación amorosa que duró más de una década, pero estuvo marcada por un inconveniente: él estaba casado con una prima lejana, de modo que convirtió a Münter en su amante. Acabó divorciándose, pero entonces llegó la Primera Guerra Mundial y Kandinsky tuvo que abandonar Alemania porque era ciudadano ruso y, por tanto, enemigo.
Munter y Kandinsky
La pareja se refugió en Suiza y después en Suecia. Hasta que él decidió volver a Rusia, se sumó con cándido entusiasmo a la revolución y se casó con una rusa, dejando plantada y despechada a su ex alumna. La última vez que se vieron fue en Estocolmo en 1916. La película se inventa, por motivos dramáticos, un reencuentro posterior que nunca se produjo en la realidad.
Es justamente el modo en que se narra esta relación amorosa lo que plantea el gran problema de este largometraje. Se pasa de presentar a Münter como una joven rebelde y cosmopolita -que viajó muy joven por Estados Unidos con su hermana- a convertirla acto seguido en una muchachita cándida que cae en las garras de un manipulador Kandinsky, en el papel de villano de la función.
Si bien lo que se explica es, en esencia, cierto y Kandinsky tuvo con ella un comportamiento tirando a deplorable, la lectura del epistolario entre ambos, recopilado por Annegret Hobert -Letters and Reminiscences, 1902-1914, publicado por Prestel (no hay traducción española)- permite ver que la historia y sus protagonistas son bastante más complejos.
'Munter y el amor de Kandinsky'
El retrato que hace la película de Münter la acaba jibarizando a la condición de víctima de la moral misógina de la época y de los ardides de su mezquino amante. Con ello, se pierde por el camino la rica personalidad de la pintora y su relevancia como creadora. Es un buen ejemplo de una tendencia hoy triunfante, que acaba haciendo un flaco favor a las mujeres artistas, a las simplifica para convertirlas en iconos feministas.
Tiempo atrás, el estándar en el cine a la hora de retratar a los artistas era tirar del cliché de la genialidad, muchas veces vinculada con la locura, en la línea marcada por clásicos ya un poco apolillados como El tormento y el éxtasis -basada en el best-seller de Irving Stone– en la que un titánico Miguel Ángel-Charlton Heston se enfrentaba al papa para crear los frescos de la Capilla Sixtina. O El loco del pelo rojo -cuyo origen vuelve a ser un libro de Stone–, en la que Van Gogh se erigía en genio luchando contra sus demonios interiores.
'Paseo en barca'
Que el cine ha evolucionado lo demuestran las dos relecturas modernas de Van Gogh, muy diferentes entre sí, pero coincidentes en confrontarse con el clásico protagonizado por Kirk Douglas: el verista Van Gogh (1991) de Maurice Pialat y el más poético Van Gogh, a las puertas de la eternidad (2018) de Julian Schnabel. Con la estirpe de los clásicos mencionados conectan títulos dedicados a artistas mujeres convertidas en víctimas sacrificiales enfrentadas a hombres destructores como La pasión de Camile Claudel (1988) de Bruno Nuytten o Frida (2002) de Judit Taymor, con Salma Hayek.
La llegada de la última oleada feminista ha traído, además del #MeToo, la indignación por la escasa representación de las mujeres artistas en los museos (algo que ya llevaban tiempo denunciando con humor y sana mala baba las Guerrilla Girls, siempre parapetadas tras sus máscaras de gorilas). Si uno sigue las programaciones de los museos internacionales, no hace falta ser muy avispado ni muy conspiranoico para percatarse cómo en los últimos años todos han pisado el acelerador programando exposiciones en clave femenina y hasta han replanteando sus colecciones permanentes para no ser señalados por la ira twittera.
Mujer escribiendo en un sillon
Lo cual plantea un problema: una cosa es rescatar a figuras de altísima calidad que, en efecto, fueron incomprendidas o ninguneadas por ser mujeres, y otra es buscar en los cajones a cualquier artista menor para cubrir el expediente. Si es esto lo que se acaba haciendo, flaco favor se hará a las creadoras. Porque figuras como Georgia O’Keefe, Claude Cahun, Barbara Hepworth, Helen Frankenthaler, Louise Bourgeois, Ana Mendieta, Bridget Riley, Agnes Martin, Mona Hatoum, Tacita Dean o las fotógrafas Rineke Dikjstra y Sally Mann son geniales más allá de su sexo y jamás deberían ser utilizadas para cubrir una cuota.
En el ámbito de los biopics cinematográficos dedicados a mujeres artistas también se ha notado el cambio y creo interesante comparar tres películas recientes: Paula (2016) de Christian Schwochow; Helene (2020) de Antii Jokinen y esta Münter y el amor de Kandinsky que ahora se estrena. La primera cuenta la vida de Paula Modersohn-Becker (1876-1907), pintora alemana que formó parte de la colonia de Worspswede.
'Paula'
En vida, sus compañeros de colonia de pintores, incluido su marido, la miraban un poco por encima del hombro por ser mujer. Sin embargo, fuera del ámbito alemán ya nadie se acuerda hoy de la obra de ninguno de ellos y sin embargo la relevancia de ella no ha dejado de crecer como antecedente del expresionismo. La película muestra, sí, el machismo imperante en el ámbito artístico de la época, pero no reduce a Modersohn-Becker a mero emblema de esa situación, sino que explora su búsqueda artística, íntimamente conectada con su obsesión por la maternidad que acabó llevándosela a la tumba con solo 31 años, por complicaciones postparto; su obra más emblemática es un deslumbrante autorretrato embarazada.
Por su parte, Helene, visualmente exquisita, retrata a la pintora finlandesa Helene Schjerfbeck, a la que la Royal Academy de Londres dedicó una espléndida exposición en 2021. Plasma de forma diáfana la situación de la mujer en la sociedad finlandesa del cambio de siglo, pero se centra sobre todo en la construcción compleja del personaje, cuya vida estuvo marcada por el amor no correspondido hacia un escritor más joven, al que solo pudo poseer pintándolo. Y pone especial empeño en mostrar a la artista trabajando, con su particular técnica con la espátula que da ese carácter único a sus lienzos, entre los que destacan los hipnóticos autorretratos.
'Helene'
También en Münter y el amor de Kandinsky vemos a la protagonista pintando, cómo no, pero nunca se nos transmite lo que significa para ella su arte. Porque la película está más preocupada por reiterar su didactismo un poco bochornoso para subrayar que Kandinsky era en realidad un miserable y ella una víctima. Flaco favor se le hace. Sin minimizar sus desgracias sentimentales vinculadas con la situación de la mujer en la época, es su fuerza como pintora lo que hay que destacar, como hacen Paula y Helene. Münter se merecía una aproximación con menos pedagogía feminista y más énfasis en su valía como artista.