Robert Wilson.
Bob Wilson: artificio, gestos, luz y teatro de vanguardia (I)
El artista norteamericano, que llegó a la dirección teatral a partir de la arquitectura y la creación plástica, deja en el mundo de las artes escénicas una huella trascendental gracias a obras cuya originalidad le permitió componer tableaux vivants de una plasticidad exquisita y memorable
“Descubre lo que se supone que no debes hacer y entonces hazlo”. La frase es del recién fallecido Robert Wilson (1941-2025), director teatral, dramaturgo, escenógrafo, diseñador de iluminación, artista plástico y una de las figuras fundamentales de la vanguardia escénica del último tercio del siglo XX y del primer cuarto del XXI. El creador de un estilo reconocible de inmediato, basado en el manejo antirrealista del tiempo y del espacio, del gesto -ralentizado y exacerbado- y de la luz. Un teatro que, a través de la artificiosidad y el control milimétrico de los movimientos, genera tableaux vivants de una plasticidad exquisita. “La mayoría del teatro te dice qué tienes que pensar, yo doy espacio para pensar”, dijo en una entrevista.
Si hablamos de las figuras que han dejado una huella verdaderamente trascendental en las artes escénicas del último tercio del siglo XX, podemos reducirlas a un puñado. De entrada, los creadores de universos muy personales e intransferibles, como el polaco Tadeusz Kantor con su teatro de la memoria, Pina Bausch con su teatro-danza, Bob Wilson y, un poco más tarde, el canadiense Robert Lepage. A ellos habría que sumar a grandes directores como Peter Brook, Giorgio Strehler, Patrice Chéreau y acaso Peter Sellars. Estos son los nombres que han transformado las artes escénicas contemporáneas. De uno u otro modo, todo lo demás emerge de ellos.
'Homenot' dedicado a Peter Brook
Nacido en Waco, Texas, en una familia perteneciente a la congregación baptista, la infancia de Wilson está marcada por una doble condición que lo aísla en esa comunidad ultraconvervadora del sur estadounidense. Durante sus primeros años tuvo problemas de tartamudez y después descubrió que era homosexual. Waco era, además, una ciudad completamente segregada, todavía bajo las leyes Jim Crow, y su mejor amigo era un niño negro, el hijo de la criada de su pudiente familia.
La madre es una figura distante y fría, que inspirará las hieráticas figuras femeninas vestidas de negro y sentadas con la espalda muy erguida, que abundan en sus primeras creaciones. La relación con el padre, abogado y figura prominente de la pequeña ciudad, es mucho más cercana y cariñosa, pero entorpecida por unas metas que el hijo no puede cumplir. Para contentar a su progenitor, estudia Administración de Empresas en la Universidad de Texas, pero no tarda en dejarlo. Y cuando le confiesa que es homosexual, el padre se muestra comprensivo, pero convencido de que eso puede curarse. Este conflicto derivará en un intento de suicidio y el breve ingreso en un psiquiátrico.
Robert Wilson.
El único modo de sobrevivir es marcharse a Nueva York. Allí estudia arquitectura en el Instituto Pratt, pero en seguida centra su interés en las actividades extracurriculares como la danza. Para entender la radicalidad de las primeras propuestas de Wilson es importante tener en cuenta que carece de una formación escénica específica. Su aproximación al teatro se produce desde otros ámbitos: la arquitectura y las artes plásticas. Es un caso similar al de David Lynch, que llega al cine a través del arte experimental, sin una formación ortodoxa en el medio. En ambos casos eso les permite inventar sus propias reglas, su propio lenguaje casi desde cero.
En este sentido, es interesante establecer una comparativa entre la trayectoria de Wilson y la de Pina Bausch, la otra figura que pone patas arriba todo lo preconcebido sobre los escenarios. Wilson parte de una radicalidad adánica. Bausch, en cambio, se forma en Nueva York en los parámetros de la danza de vanguardia que arranca de los Ballets Rusos de Diáguilev y pasa por la danza expresionista de Mary Wigman y después por Martha Graham.
Cartel del 'Cafe Muller' de Pina Bausch.
Empieza a trabajar en esta escuela y presenta varias creaciones deslumbrantes: la coreografía de dos óperas de Gluck -con el concepto de ópera-danza- Ifigenia en Táurice y Orfeo y Eurídice, y una obra maestra incontestable: una versión de La consagración de la primavera de Stravinski jamás superada. Aunque solo hubiera coreografiado estas producciones, su nombre ya figuraría en los libros de historia de la danza del siglo XX. Pero entonces, rompe con todo y crea una de esas piezas que puede considerarse de verdad como un parteaguas, porque hay un antes y un después de Café Müller. Ahí, con el concepto del teatro-danza, reinventa desde cero el lenguaje gestual. El equivalente wilsoniano sería Einstein on the Beach, un hito ya indiscutible de la vanguardia escénica.
Hay un paralelismo entre su carrera y la de Wilson, porque en ambos casos tienen una etapa en la que forjan sus nuevos lenguajes y son recibidos con la incomprensión del desconcertado público y tratados como charlatanes por una parte de la crítica. Hasta que esos lenguajes se imponen y entonces llega el éxito. En ambos casos empujado por una cierta dulcificación que hace más digeribles sus propuestas. En el caso de Wilson, como veremos, el momento del cambio se produce tras el triunfo de Einstein on the Beach y el desastre de the CIVIL warS.
Carátula del disco 'Einstein on the beach' del Philip Glass Ensemble
En el caso de Bausch es evidente que hay una diferencia entre la visceralidad de las obras de los ochenta como Kontakthof, Arien, Nelken, Se ha escuchado un grito en la montaña o Two Cigarettes in the Dark y la mágica y naif poesía de las que crea a partir de los noventa, como Danzón, El limpiador de cristales, Masurca Fogo, Agua o Para los niños de ayer, de hoy y de mañana.Tanto Bausch como Wilson pasan de los cenáculos vanguardistas a recibir encargos oficiales por medio mundo. Con ellos hemos podido asistir en directo al fascinante espectáculo de ver cómo un lenguaje radical y rompedor acaba imponiéndose y siendo asimilado por el mainstream.
Si bien Wilson y Bausch comparten algunos códigos relevantes, como prescindir del asidero de un hilo conductor narrativo, hay, sin embargo, una diferencia sustancial en el modo de trabajar de ambos. Bausch buscaba para su compañía, el Tanztheater de Wuppertal, bailarines que tuvieran, además de una gran técnica, una personalidad muy marcada y capacidad creativa. Su método consistía en lanzarles una sugerencia y dejar que ellos improvisaran, y a partir de ahí ella modulaba e integraba el resultado en la obra.
Cartel del Tanztheater Wuppertal
De modo que sus creaciones son orgánicas en el sentido de que, manteniendo siempre el inconfundible lenguaje de Bausch, no se entienden sin las aportaciones de bailarines como el francés Dominique Mercy o la española Nazareth Panadero. Cada nueva incorporación de un bailarín a la compañía, con su particular virtuosismo y personalidad, enriquecía con matices nuevos la construcción de las piezas. El sistema de la coreógrafa era muy similar al de Miles Davis: ir modulando un estilo propio a partir de la absorción de talento ajeno. Son creadores que dejan espacio a sus colaboradores.
El sistema Wilson está en las antípodas: aunque puede partir de intuiciones que va perfilando y afinando, la relación con sus intérpretes se estructura a partir de una disciplina férrea y un rigor matemático. El actor debe reproducir los gestos y los tonos marcados de forma milimétrica. Porque la característica principal de su estilo es que todo está medido al detalle. Hay un interesante documental, Le Mystère Huppert. Incarnant Marie Stuart, de Sandrine Veysett, que muestra los ensayos de Mary Said What She Said, la obra en la que la diva se puso por tercera vez a las órdenes de Wilson y que pudo verse en Barcelona en 2019. Ofrece una ventana excepcional para contemplar la metodología del director y la entrega de esta actriz excepcional.
'Mary said what Mary said'
Tanto el sistema de trabajo de Wilson, como la estética no realista, la minuciosidad de las geometrías y los gestos están muy cerca de lo que hace en el cine Wes Anderson. Los actores que trabajan con ellos saben que deben amoldarse a unas pautas inamovibles y no cualquier intérprete sirve para adecuarse a esas exigencias que buscan un resultado estético.
Para entender la propuesta escénica de Wilson es relevante atender a sus años formativos en Nueva York y a sus primeras fascinaciones e influencias. Él mismo ha contado en múltiples ocasiones que fue a Broadway a ver teatro y le horrorizó; fue al Met a ver ópera y también le desagradó. En cambio, quedó deslumbrado por las coreografías de George Balanchine, al frente del New York City Ballet.
'Jewels', de Balanchine
Nacido en San Petersburgo y formado en la disciplina de la danza clásica, Balanchine se incorporó como bailarín a los Ballets Rusos de Diáguilev. Al desintegrarse tras el fallecimiento de su creador, recibió la propuesta del mecenas Lincoln Kirstein de crear una compañía estadounidense. El resultado acabó siendo el New York City Ballet. Balanchine llevó la danza clásica a Estados Unidos, adaptándose como coreógrafo a la diferente constitución de las bailarinas americanas, más altas y atléticas. Creó sus obras maestras para Tanaquil Le Clercq y Suzanne Farrell. La primera, con la que se casó, tuvo un final de carrera trágico cuando enfermó de poliomielitis en Copenhague durante una gira europea, en el momento de su máximo esplendor como bailarina, con solo 27 años. La segunda es la gran leyenda del ballet americano, por la que Balanchine sentía una pasión rayana en lo enfermizo.
Balanchine es sin duda el mayor coreógrafo clásico del siglo XX, además de un puente entre la tradición europea y Estados Unidos y entre lo clásico y lo moderno. Su discípulo y heredero fue Jerome Robbins. El coreógrafo ruso fue pionero en la creación de ballets abstractos, sin argumento. Pura forma, pura belleza, sin asideros narrativos, como Agon, con música de Stravinski- o la extraordinaria Jewels, acaso la cumbre de su carrera. Son estas piezas abstractas las que deslumbran a Wilson y le proporcionan una pista sobre el tipo de propuesta escénica a explorar.
Cunningham
En esta época, descubre a un segundo coreógrafo mucho más experimental que también le entusiasma: Merce Cunningham. Junto con su pareja, el compositor John Cage, fueron dos de las figuras más emblemáticas de la vanguardia neoyorquina. Cunningham rompe por completo con la tradición del ballet clásico, pero también con la vanguardia expresionista de Martha Graham, en cuya compañía había sido bailarín solista. Trabaja como Balanchine desde la abstracción, pero alejándose de su virtuosismo y de la búsqueda de la belleza a través del gesto sublime.
Los bailarines de Cunningham construyen patrones geométricos en el espacio, que se dibujan y desdibujan. El coreógrafo hace dos aportaciones trascendentales: la incorporación del azar en el proceso creativo -siguiendo las exploraciones musicales de Cage- y la ruptura de una pauta hasta entonces sagrada. Sus bailarines no se mueven al compás de la música, sino de forma independiente a ella, con lo que se crean dos planos paralelos y disonantes que entrechocan. Esta tensión disruptiva abre una nueva dimensión.
Merce Cunningham
La técnica la aplicará Wilson, disociando el texto del movimiento del actor, porque, como ha repetido hasta la saciedad: “Detesto el naturalismo. Estar sobre un escenario es artificial, y si tratas de actuar de forma natural, resulta artificial. Pero si aceptas que es artificial, se convierte en más natural”. Está por tanto en contra del teatro decimonónico de la cuarta pared y sus derivados, que busca el realismo. Esto es algo propio de la tradición occidental, porque en otras -por ejemplo, la japonesa con el Noh y el Kabuki- esa pretensión de que en el escenario se represente la vida tal cual no se da.
En estos años formativos, centrados en el movimiento corporal, Wilson colabora en el programa terapéutico de un centro para niños con lesiones cerebrales a los que se estimula mediante ejercicios artísticos, y también en un hospital, donde trabaja con enfermos de poliomielitis que pasan meses encerrados en pulmones de acero. En 1968 crea su propia compañía, The Byrd Hoffman School of Byrds, con sede en el enorme loft de tres plantas en el que se ha instalado en el Soho neoyorquino. En aquel entonces era todavía un barrio industrial degradado y semiabandonado al que llegaban los jóvenes artistas atraídos por los precios muy asequibles de sus edificios industriales, en su mayoría antiguos talleres textiles.
Carnet de Wilson de The Byrd Hoffman School of Byrds
El nombre de la compañía era un homenaje a la profesora que en Waco enseñaba ballet a las niñas de familias pudientes; una de sus alumnas era la hermana de Wilson. Esta mujer excéntrica quedó fijada en su recuerdo como la primera artista a la que conoció, y además le dio las pautas para superar su tartamudez. La Byrd Hoffman School of Byrds era, siguiendo los estándares de la época, una mezcla entre comuna hippy y secta en la que Wilson ejercía, con su magnetismo y autoridad, de gurú de la causa vanguardista. Uno de los miembros más tempranos del grupo fue el bailarín y coreógrafo Andy de Groat, que se convertiría en su pareja estable.
Debutaron en 1969 con el espectáculo neodadá The King of Spain, que desplegaba un enigmático imaginario surrealista. Incluía unas gigantescas patas de gato que caían desde el techo y se movían por el escenario entre los actores. Pocos meses después, esta pieza se subsume como parte de The Life and Times of Sigmund Freud. Son obras sin diálogos, que ya abocetan la estética de Wilson, basada en la ralentización del tiempo y la creación de una sucesión de tableaux vivants. En estas primeras tentativas el escenario está saturado de personajes y objetos; con el paso de los años irá depurándolo y vaciándolo cada vez más, dejando solo lo esencial.
Cartel en francés de 'Deafman Glance'
El suyo es ya desde el principio un teatro plástico, de imágenes. Su experimentación con el lenguaje puramente visual está estrechamente vinculada con la aparición de Raymond Andrews, un chico afroamericano de trece años al que en 1968 rescata de un policía que le está pegando en una calle de Summit, New Jersey. Acaban todos en comisaria y allí Wilson descubre que el chaval es sordomudo y muy inteligente. Vive hacinado en un pequeño apartamento con doce familiares, ha dado el salto al mundo de la delincuencia y está a punto de ser enviado a un reformatorio. Para evitarlo, el joven director pide convertirse en su tutor legal, a lo que sorprendentemente el juez del caso accede, ante el argumento de que de este modo el Estado se va a ahorrar un montón de dinero.
Raymond será el protagonista del título que propulsa la carrera de Wilson: Deafman Glance (La mirada del sordo). La obra, que construye un mundo a partir de esa mirada subjetiva, dura más de cuatro horas, sin una palabra, y con los actores ralentizando todos sus movimientos. Incluye la imaginería surrealista propia de esta etapa: en este caso una tortuga gigante que tarda más de cuarenta minutos en atravesar el escenario, una rana gigante y la hierática figura de una mujer negra en una silla, acompañada de un cuervo. Ese papel lo interpreta la performer y actriz Sheryl Sutton, una persona muy relevante en estos años tempranos.
'Deafman glance'.
En 1981, con ella y Raymond, Wilson convertirá en película de 27 minutos para una instalación museística la escena del infanticidio, en la que la mujer, vestida de riguroso negro, friega los platos, saca un cuchillo, se mira en su hoja como si fuera un espejo y asesina a dos niños, todo ello con movimientos desacelerados, despojando a la acción de todo realismo y transformándola en un perturbador ritual. Deafman Glance se estrena en Nueva York en 1970 y recibe abucheos y el vapuleo generalizado de la crítica. Pero entre el público hay un programador francés que decide llevarla al Festival de Nancy, donde se representa. En contraste con lo sucedido en Nueva York, el éxito es apoteósico. La crítica francesa saluda al nuevo genio de la escena. Y Pierre Cardin, que está entre el público, decide llevar la obra a París, donde se ha corrido la voz y llenan el teatro cada noche.
El viejo poeta surrealista Louis Aragón acude a verla y queda tan deslumbrado que escribe un texto en forma de carta a su ya fallecido compañero de fatigas André Breton. En él asegura que “jamás he visto nada más hermoso en mi vida. Jamás he visto un espectáculo como este, porque es al mismo tiempo vida diurna y vida onírica. Lo cotidiano se funde con el sueño”. Ve en Wilson a un continuador del movimiento surrealista y con este escrito, como representante de la vieja guardia, da la bienvenida al joven americano en la cofradía de las vanguardias.
'La Traviata'
Muchos años después, en 1986, una pequeña parte de esta obra, la apertura del cuarto acto -la mujer acuchillando a los niños- se representa en el Grec de Barcelona y es recibida con abucheos y perplejidad de la crítica. Ha quedado en los anales del festival como la pitada más sonora de la historia. Muchos años después, en 2019, en el mismo festival, Wilson estrena la deslumbrante Mary Said What She Said, protagonizada por Isabelle Huppert en el papel de la reina María Estuardo esperando a ser ajusticiada. En este caso, al acabar el espectáculo también hay estruendo en la platea, pero es de aplausos y vítores.
Se cierra el círculo. Lo que en 1986 desconcertó a un público desprevenido, provoca ahora entusiasmo. El lenguaje escénico es básicamente el mismo, solo que evolucionado y depurado. Lo que fue rupturista se ha consagrado. Pese al tropezón barcelonés que está por llegar, el éxito en Francia de Deafman Glance marca la trayectoria de Wilson, que será más apreciado en Europa que en Estados Unidos. Su carrera estuvo muy vinculada a Francia y Alemania, y en los últimos años se desplegó por todo el continente, con montajes en Suecia, Portugal, los países balcánicos, Grecia…
Representación de 'Turandot' en el Teatro Real de Madrid.
Es interesante apuntar que, en sus inicios, no solo va contra la tradición, sino contra la línea imperante en las vanguardias de aquel entonces. En las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo el Living Theatre de Julian Beck y Judith Malina estaba en su apogeo y en Nueva York triunfaban los happenings y performances de Fluxus. Lo que se estilaba era la provocación, lo visceral, lo descarnado… Mientras tanto, Wilson moldeaba el tiempo ralentizándolo y cincelaba obras elusivas y enigmáticas. Las creaciones de esta etapa tienen otras dos características destacadas. Por un lado, la tendencia a duraciones desmesuradas, como tratando de conseguir algún tipo de absurdo récord. The Life and Times of Joseph Stalin de 1973 dura doce horas, y KA MOUNTAIN AND GUARDenia TERRACE: a story about a family and some people chanching de 1972 es un proyecto faraónico, que duraba siete días ininterrumpidos, en siete escenarios al aire libre, con un total de setecientos participantes. Encargado por el festival de Shiraz y Persépolis, en la época occidentalizada del Irán gobernado por el Sha, se escenificó en las colinas en las afueras de Shiraz, en una única función.
Cartel de 'The life and times of Josef Stalin'
La producción tuvo magnitudes épicas. Su preparación peligró, porque a Wilson lo detuvieron en un aeropuerto griego por llevar una bola de hachís. Acabó en la cárcel y pendía sobre él una posible condena de siete años, pero las presiones de la embajada estadounidense y varias cartas de eminencias del teatro como Arthur Miller lograron que saliera libre después de un mes retenido. Después, durante la representación, debido a las altas temperaturas y el agotamiento, varios de los entregados actores acabaron en el hospital por deshidratación e insolaciones.
Otra característica de las piezas de la etapa inicial es el uso de figuras históricas como punto de partida para construir obras que nunca son ni biopics ni dramas al uso. A las ya mencionadas sobre Freud y Stalin, se sumarán A Letter to Queen Victoria, Einstein on the Beach, Death, Destruction and Detroit, que se sirve de Rudolf Hess, y Edison. Se utiliza a estos personajes como iconos de una época, no como figuras a desarrollar psicológicamente. No se cuenta su vida, sino que se despliegan ciertas ideas en torno a su personalidad mediante asociaciones libres.
En una conversación con Umberto Eco, Wilson hace esta reflexión: “El artista recrea la historia, no como un historiador, sino como un poeta. El artista toma las ideas y asociaciones comunes que rodean a los diversos dioses de su época y juega con ellas, inventando otra historia para estos personajes míticos”. En los años venideros -que abordaremos en una segunda entrega- dos encuentros marcarán la carrera de Robert Wilson: el primero con el chico autista Christopher Knowles y el segundo con el compositor minimalista Philip Glass. (Continuará).