'Memory': la maldición de recordar, el dolor de olvidar
El cineasta mexicano Michel Franco irrumpe en Estados Unidos con una película que cuenta el encuentro entre un hombre maduro que sufre una demencia prematura y una trabajadora social, una historia que transmite un intenso desasosiego en el espectador
19 junio, 2024 19:00El mexicano Michel Franco (Ciudad de México, 1979) no hace un cine complaciente. Busca sacudir al espectador, sacarlo de su zona de confort. Sus últimas películas, las de mayor repercusión internacional, son un ejemplo: Las hijas de Abril (2017), con Emma Suárez, presentaba un embarazo adolescente que llevaba a un giro inesperado y brutal; Nuevo orden (2020) era una distopía ultraviolenta que ponía sobre la mesa la abismal brecha de clases de la sociedad mexicana, y Sundown (2021), con Tim Roth, contaba la historia de un millonario británico que espera un destino fatal en un Acapulco sórdido, con sangrientos secuestros de turistas y las playas patrulladas por el ejército.
El eco internacional de estas cintas le ha permitido ahora dar el salto a Estados Unidos con Memory, rodada en Nueva York con dos estrellas: Peter Sasgaard, que ganó la Copa Volpi al mejor actor en el Festival de Venecia, y Jessica Chastain, que también hubiera merecido el premio. La película se mueve dentro de los parámetros del universo cinematográfico de Franco, pero con un tono más contenido. Aquí la violencia y el desagarro son más larvados, menos explícitos, aunque acaban generando en el espectador un desasosiego similar. La gran novedad tal vez sea su final, que es lo más cerca que ha estado hasta el momento del director de cerrar un largometraje con una nota de esperanza, al menos posible, aunque el espectador intuye que poco probable o cuando menos sin apenas posibilidades de prolongarse en el tiempo.
Memory narra el encuentro de dos infelices. Por un lado está Saul (Sasgaard), un hombre de mediana edad que sufre los primeros y progresivos síntomas de una prematura demencia que le borra los recuerdos, tanto lejanos como inmediatos, y le genera episodios de desorientación. Eso le obliga vivir con su hermano (Josh Charles), que se convierte en su guardián. El camino de Saul se cruza con el de Sylvia (Chastain), una trabajadora social, madre soltera, que vive con su hija adolescente (Brooke Timber), sobre la que ejerce un férreo control.
Sylvia es una mujer con un pasado turbulento, una exalcohólica que acude a reuniones de Alcohólicos Anónimos y brega con la imposibilidad de olvidar los abusos sexuales sufridos en la infancia, aunque hay ciertas dudas sobre si estos se produjeron de verdad o son fruto de su atormentada imaginación. Su hermana (Merritt Weaver) tiene serias dudas al respecto y la madre o bien es incapaz de asumir que su marido abusó de su hija o bien está honestamente convencida de que eso jamás sucedió. Por cierto, a la madre la interpreta una anciana Jessica Harper, que fue musa setentera a la que los más veteranos recordarán por El fantasma del Paraíso de De Palma, Inserts de John Byron y Suspiria de Argento.
Como se puede intuir por este resumen, Franco se mueve en el terreno argumental del melodrama, pero no en el formal, porque maneja en todo momento la contención, con lo que evita derrapar hacia el folletín. Con estos mimbres otros directores se hubieran precipitado hacia el abismo. En el terreno de la contención trabajan también sus dos protagonistas, con un desempeño actoral excepcional, en el que la sutil gestualidad expresa aquello que no se verbaliza.
Las películas de este cineasta suelen ser divisivas. Sus detractores consideran que se regodea con complacencia en lo sórdido, lo escabroso y lo sensacionalista. Aquí está más comedido, pero con toda probabilidad seguirá generando división de opiniones. A algunos espectadores ciertos giros argumentales les parecerán tramposos, y les desconcertará el abrupto y muy abierto final. A mí me genera dudas si el retrato de la demencia del personaje masculino no es un punto peliculero y hasta edulcorado para que le resulte más manejable en el desarrollo narrativo; por muy medicado que esté, sorprende la casi ausencia de cambios de humor o de arrebatos de frustración.
Sin embargo, son aspectos menores sobre los que se impone la ambición de la propuesta en su exploración de la memoria: la maldición de no poder olvidar, no poder borrar un pasado traumático, y por contraste, el horror de perder los recuerdos y con ellos la identidad. Se suman a estos otros interesantes ángulos: la posibilidad de que la memoria sea engañosa y lo que parecen recuerdos sean en realidad tergiversaciones o invenciones, y también la incapacidad de afrontar las sombras del pasado hasta el punto de negarlo.
Es ahí, en estos meandros, y no tanto en los aspectos más circunstanciales de la trama y sus giros, donde está lo más sugestivo de la cinta de Franco. Y también en su modulación de la tonalidad: es evidente que Franco ha estudiado las estrategias de Haneke para zarandear al espectador, que él aplica de un modo propio, no clonado. Si en películas anteriores buscaba el impacto con súbitos estallidos de violencia -véase el fatal intento de secuestro de la hermana del protagonista en Sundown-, aquí la sensación de incertidumbre y amenaza es más soterrada. En este sentido hay que destacar las escenas iniciales en que el hombre -entonces un desconocido- sigue a la protagonista hasta su casa, con actitud mansa pero infatigable, y después pasa la noche durmiendo frente a la puerta, sin moverse de allí. O la escena en el parque en que ella lo acusa de haber hecho algo atroz que él no puede recordar y que es imposible que sucediera.
En El gigante enterrado, la penúltima novela de Kazuo Ishiguro -que tuve el honor de traducir al español-, el siempre ambicioso novelista proponía una reflexión sobre la memoria en forma de fábula con ecos artúricos. Se hacía dos preguntas: ¿hay que olvidar los horrores históricos del pasado para poder avanzar sin volver a activar los atávicos odios tribales y condenarse a repetirlos? Es la misma pregunta que planteaba David Rieff en su estimulante ensayo Contra la memoria. La segunda cuestión que lanzaba Ishiguro se circunscribía al ámbito más íntimo y conectado con las diversas formas de demencia: ¿qué es lo que nos configura como seres humanos? ¿Es la capacidad de recordar la que sustenta nuestra identidad? En Memory, Michel Franco aborda esta segunda pregunta mediante dos personajes que luchan de forma confrontada con el pasado: uno ve cómo se diluyen sus recuerdos hasta convertirlo en nadie y la otra es incapaz de borrarlo para que deje de afligir y condicionar su vida.
Esta cinta es, además, lo más próximo que ha hecho el cineasta a una historia de amor y redención. ¿Quiere esto decir que se está ablandando con la edad? ¿Tal vez ha bajado un poco el pistón para no amedrentar a sus productores estadounidenses y al público de ese país que se meta en la sala a ver una película de Jessica Chastain? No exactamente. Sigue aplicando el microscopio sobre las fragilidades del ser humano, solo que aquí ha sustituido el punzante bisturí por modos más sutiles de conmocionar al espectador. La contención le sienta bien y abre una nueva etapa en la obra de un director cuyos largometrajes, gusten más o menos, dejan siempre un poso, te persiguen después del visionado. No son ni anodinos ni asépticos y eso ya es un mérito en estos tiempos en que abundan los productos culturales pasteurizados, plastificados y adocenados, que buscan por encima de todo no molestar a nadie.