'El mal no existe': mucho más que una fábula ecologista
El cineasta japonés Eyûsuke Hamaguchi indaga en la relación del ser humano con la naturaleza en una película enigmática que, bajo la apariencia de un alegato ambiental, termina explorando la dimensión simbólica de la pérdida del equilibrio vital
2 mayo, 2024 18:52Este año arrancó con buen pie gracias al estreno de Perfect Days, el regreso de un Wim Wenders en plena forma con una película de aires zen, rodada en Tokio. Con un guion mínimo y la crucial aportación del actor Kôji Yakusho -merecidísimo premio a la mejor interpretación en Cannes- nos regalaba la bellísima historia de un hombre solitario que encontraba el equilibrio consigo mismo -y por tanto la felicidad- renunciando a lo superfluo y realizando el nada glamuroso trabajo de limpiar los lavabos públicos de la ciudad. Ahora llega a las pantallas El mal no existe de Eyûsuke Hamaguchi (Tokio, 1978), otra fábula japonesa que también habla del equilibrio -en este caso de su pérdida-, centrándose en la relación del ser humano con la naturaleza. Es una cinta enigmática, que va más allá de la sencilla fábula ecologista que parece a primera vista.
Ambos proyectos tienen un origen singular, que tal vez explique que ambas compartan otro punto en común: moverse en un ámbito más cercano a la poesía que a la prosa. A Wenders lo invitó a Tokio un amigo japonés para mostrarle los vistosos lavabos públicos de diseños vanguardistas que la ciudad había encargado para las olimpiadas y que, con los retrasos por la pandemia, corrían peligro de caer en el olvido. Pensó que le inspirarían un documental o una serie fotográfica, pero al final decidió que serían el punto de partida para un largometraje de ficción. En el caso de El mal no existe, el germen fue una propuesta de la compositora Eiko Ishibashi, autora de la banda sonora del anterior largometraje de Hamaguchi, que le pidió que filmara secuencias como soporte visual a sus conciertos. Él se inspiró en el entorno natural en que vivía ella y de esas iniciales imágenes de ramas de árboles y bosques nació la película.
Hamaguchi tiene ya una larga trayectoria a sus espaldas, que arrancó en 2003. Sus primeros títulos apenas circularon fuera de Japón, pero fue ganando poco a poco un prestigio internacional que alcanzó su punto álgido con La ruleta de la fortuna y la fantasía (tres personajes femeninos que articulan tres historias sobre el deseo, el azar y las dudas) y sobre todo Drive My Car, inspirada en un relato de Murakami, con la que ganó el Oscar a la mejor película internacional. En ella, la preparación de un montaje del Tío Vania de Chejov actúa como contrapunto de la historia de pérdida y dolor secreto que se cuenta a través de la relación entre el director de la pieza y la taciturna joven que le ponen como conductora para los desplazamientos hasta la sala de ensayos. Tras el éxito de Drive My Car había mucha expectación con su nueva obra.
A primera vista, El mal no existe parece una fábula más o menos previsible. La tranquilidad de un pueblo de montaña se ve alterada cuando llegan los representantes de una empresa de Tokio para exponer a los lugareños un proyecto de glamping -combinación de glamour y camping, es decir camping para pijos- que dinamizará la economía de la zona. Sin embargo, la propuesta despierta no pocas dudas, porque los residentes detectan que la empresa piensa solo en sus beneficios y ha mandado allí a dos miembros de una agencia de talentos que no saben nada de las consecuencias ecológicas. Inquieta que la fosa séptica acaba contaminando las cristalinas aguas y que se pretenda ubicar el camping en mitad de una zona de paso de los ciervos de la región.
Uno de los que se opone al proyecto es el protagonista (Hitoshi Omika en su primer papel, hasta ahora era ayudante de dirección de Hamaguchi), un hombre ascético y poco hablador que vive con su hija (Ryo Nishikawa). Como el personaje de Perfect Days de Wenders, también él encuentra la felicidad en las pequeñas cosas y ha renunciado a las grandes ambiciones. Este individuo se relaciona con diversos vecinos, como el anciano alcalde del pueblo y una pareja tokiota que ha instalado allí un restaurante de fideos, atraída por la calidad y pureza de las aguas para elaborar el udon.
La película se recrea con parsimonia en escenas cotidianas que plasman la relación del protagonista con el nevado entorno natural: lo vemos cortar leña, recoger agua del riachuelo con el dueño del restaurante, al que le da a probar una mata de wasabi salvaje que descubre por el camino. A su hija -a la que en más de una ocasión olvida recoger en el colegio- le gusta de adentrarse sola en el bosque: recoge plumas de ave, su padre le ha enseñado los nombres de todos los árboles y sigue las huellas de los ciervos y contempla escondida a unos ejemplares.
Hasta aquí estaríamos ante un bienintencionado alegato contra el capitalismo depredador y la turistización de todos los rincones del planeta. Sin embargo, van asomando algunas pinceladas que hacen intuir que Hamaguchi pretende ir más allá. En varios momentos se oyen a lo lejos disparos de cazadores que hacen batidas de ciervos. En una reunión vecinal el protagonista admite que nadie es verdaderamente autóctono de la zona, porque los primeros en llegar fueron granjeros a los que el gobierno permitió cultivar esas tierras vírgenes en los años de penuria de la posguerra; por tanto, todos son en realidad intrusos que también rompieron en su día la armonía del orden natural. Los ciervos, los árboles y el riachuelo son los verdaderos dueños del lugar. Y sobre los ciervos -que tienen un papel muy relevante en el final- advierte el protagonista a los promotores del glamping que los futuros campistas no deberían acercarse a ellos porque pueden transmitir enfermedades; son hermosos, pero peligrosos.
El mal no existe despliega un tenue hilo argumental en el que se producen algunos cambios de rasante sorprendentes, que desconcertarán a algunos espectadores. Arranca como una cinta realista con mensaje ecológico y deriva hacia una dimensión simbólica que alcanza su plenitud en el enigmático final, centrado en la afición de la hija a los paseos por el bosque y en el regreso de los dos miembros de la agencia de talentos, que han tomado conciencia de los peligros del proyecto y sienten el magnetismo del lugar.
La película, sosegads, explora la fuerza poética de las imágenes del paisaje, trabaja con largos travellings y planos sostenidos en el tiempo, y hace un uso muy singular de la banda sonora, con cortes abruptos de la música. Hamaguchi toma riesgos. Tal vez El mal no existe no sea tan una obra tan redonda como Drive My Car, pero tiene osadías y estímulos más que suficientes como para que merezca la pena dejarse seducir por ella.
Conforme avanza, se adentra en una dimensión filosófica acerca del equilibrio y de su pérdida. Un equilibrio que no necesariamente es apacible y bucólico, porque puede resultar violento y atroz -existen los terremotos y otras catástrofes naturales- y de ahí viene el título: El mal no existe, porque la naturaleza no se rige por un orden moral.
El críptico y sobrecogedor final recuerda a la épica Godland, del islandés Hlynur Palmason, en la que un puritano pastor protestante se enfrentaba a un paisaje agreste y volcánico que ponía en cuestión su fe y rígida moralidad. Su odisea terminaba con un acto atávico para restaurar el orden natural en el que participaba una niña. En la película de Hamaguchi la niña desempeña también un papel clave en un desenlace que se empieza a intuir con la presencia de la sangre: un corte en la mano de una recién llegada, una gota en una rama, la herida en el lomo del ciervo… La armonía se ha roto y debe restaurarse a través de algún tipo de sacrificio.