El enigma de los espías de Cambridge
Los agentes dobles y el universo de los espías británicos ha sido objeto de un sinfín de películas y creaciones televisivas, teatrales y literarias cuyo último hito es la serie de seis episodios Un espía entre amigos (Movistar +)
6 agosto, 2023 19:17“Aquellos que se obsesionan con un enigma no son los más adecuados para resolverlo.” Así arranca The Missing Diplomats de Cyril Connolly, publicado en 1952 en un delgado volumen de la Queen Anne Press, una pequeña y exquisita editorial que dirigían Ian Fleming y su mujer Anne, financiados por Lord Kemsley, propietario de The Sunday Times. El librito de Connolly es el primero dedicado a un tema que se acabará convirtiendo en un auténtico mito nacional británico.
Reunía los dos textos que publicó poco antes en el Sunday Times sobre la huida de Reino Unido de Donald Maclean y Guy Burgess en mayo de 1951. Ellos fueron los dos primeros miembros desenmascarados de lo que se conoció como Los cinco de Cambridge. Eran vástagos de la upper class británica, que durante sus años como estudiantes en esa universidad fueron reclutados como agentes al servicio de la NKVD (después KGB).
Maclean fue descubierto y Burgess debía avisarle para que huyera, pero se puso nervioso y decidió desaparecer con él rumbo a Moscú. Cuando Connolly escribió este texto no daba crédito a que pudieran ser agentes comunistas y todavía faltaba mucho para que los nombres de los dos espías de Cambridge más notorios -Kim Philby y Sir Anthony Blunt– salieran a la luz. El misterioso quinto hombre del que se habló durante años, resultó ser John Cairncross, cuya identidad no trascendió fuera de los círculos del espionaje hasta 1990.
Si el libro de Connolly fue pionero, la última aportación al asunto es la muy recomendable serie de seis episodios Un espía entre amigos (Movistar +), basada en el libro del mismo título de Ben Mcintyre sobre Kim Philby. Pero los cinco de Cambridge han dado pie a un extenso repertorio de ensayos, biografías, novelas, piezas teatrales, películas y producciones televisivas.
¿Por qué? Porque sigue siendo un misterio por qué aquellos chavales pijos, que formaban parte de la elitista sociedad estudiantil de los Apóstoles (a la que pertenecieron varios miembros del grupo de Bloomsbury, otra panda de pijos), acabaron convertidos en agentes soviéticos.
Sí, de acuerdo, en los años treinta, muchos jóvenes se dejaron obnubilar y engatusar por el comunismo, y durante la Segunda Guerra Mundial la Unión Soviética era supuestamente una potencia aliada. ¿Pero por qué siguieron después pasando información al enemigo?
Convertidos en una leyenda, la sombra de los espías de Cambridge asoma de forma más o menos velada en novelas de Graham Greene (El factor humano) y John Le Carre (El topo, La gente de Smiley). Las obras de este último y sus adaptaciones a la televisión (con Alec Guiness como Smiley) y al cine (El topo de Thomas Alfredson, con Gary Oldman) plasman muy bien el mundo gris y casi funcionarial de los agentes secretos, muy alejado del fantasioso y colorista festival de testosterona, mujeres ligeras de ropa, Aston Martin, Dom Perignon y martini “mezclado ni agitado” de James Bond.
En una de sus aventuras, Desde Rusia con amor, Fleming incorporó algunas referencias a los cinco de Cambridge, que también asoman en El cuarto protocolo de Forsythe y en otras muchas novelas y películas de espionaje británicas de menor relevancia.
Entre las aportaciones más destacadas al tema, en 1981 Julian Mitchell estrenó la pieza teatral Another Country en el Greenwich Theatre de Londres, que contaba las andanzas y reclutamiento en Cambridge de Guy Burgess (al que se cambiaba el nombre por Guy Bennett). A Bennet lo interpretó Rupert Everett (protagonista también de la versión cinematográfica del mismo título dirigida por Marek Kanievska en 1984).
Como la obra fue un éxito y prolongó su permanencia en cartel, se fueron sucediendo los actores que asumían los papeles de los dos protagonistas y por ese escenario pasó la plana mayor de las jóvenes promesas británicas de la época: Kenneth Branagh, Daniel Day-Lewis y Colin Firth (que fue después el coprotagonista de la adaptación al cine). También se centra en los años universitarios, en este caso de los cinco involucrados, la correcta serie de la BBC Espías de Cambridge (2003), que concluye cuando Maclean y Burgess huyen a la Unión Soviética.
En el ámbito televisivo hay dos grandes autores que han explorado de forma notable el asunto. El primero, Dennis Potter, escribió en 1971 el guion de Traitor, dirigido por Alan Bridges para la serie Play for Today. El protagonista es un espía británico fugado (un trasunto de Philby, aunque toma algunos aspectos de los otros dos huidos) que es entrevistado por unos periodistas occidentales en su apartamento de Moscú.
En 1980 el mismo autor insistió en el tema con otra pieza televisiva, Blade on the Feather, dirigida por Richard Loncraine, sobre un escritor interpretado por Donald Pleasence que está libremente inspirado en Blunt. Sin embargo, es Alan Bennett quien da el do de pecho con sus dos obras televisivas centradas en sendas figuras clave del círculo de espías de Cambridge, ambas dirigidas por John Schlesinger.
La primera es An Englisman Abroad de 1983, que después Bennett reconvertirá en obra teatral. Lo que se cuenta parte de un hecho real: en 1958 la actriz británica Coral Browne (que se interpreta a sí misma) estaba representando con el Shakespeare Memorial Theatre Hamlet en Moscú.
De pronto apareció en su camerino un inglés ebrio –Guy Burgess (interpretado por Alan Bates)– y le pidió que le encargase un traje a su sastre londinense (en la anécdota real completa intervenía también Michel Redgrave). Con una hora de duración, An Englisman Abroad retrata la triste vida moscovita de Burgess, que era –como Blunt– gay y había ido a parar a un país que reprimía la homosexualidad con más ferocidad que el suyo, aunque las autoridades soviéticas hicieron con él la vista gorda y le permitieron convivir con su amante ruso.
Esta pieza forma un díptico con A Question of Attribution, centrada en Anthony Blunt y estrenada en televisión en 1991. En este caso el camino seguido por el autor es el inverso. Primero fue una pieza teatral (en la que el propio Bennett interpretó a Blunt, bajo dirección de Simon Callow, que también tenía un papel en la pieza) y después la reconvirtió al formato televisivo.
Tiene una duración de 70 minutos y está protagonizada por James Fox como Blunt y hay una aparición impagable de Prunella Scales como la reina Isabel en una escena desternillante en la galería real. No olvidemos que Blunt era el supervisor de la Royal Collection y director del Courtland Institute. Fue un prestigioso especialista en arte del Renacimiento y el Barroco, autor de monografías sobre Nicolas Pussin y Borromini (aspectos que recoge la excelente biografía de Miranda Carter que publicó Tusquets).
Blunt fue desenmascarado en 1964, al poco de producirse la fuga de Philby. Pero se decidió mantener esta información en secreto a cambio de que colaborara con las autoridades. De hecho, se mantuvo tan en secreto que sí se informó a la reina, pero no al primer ministro de aquel entonces. Hasta que en 1979 llegó al poder una mujer de armas tomar, Margaret Thatcher, y dijo basta.
Ese año, con la aparición de un libro de Andrew Boyle sobre los espías de Cambridge, empezaron a circular crecientes rumores de que Blunt era el cuarto hombre. La primera ministra decidió que lo mejor era encarar el asunto, pidió a un diputado de la oposición que le hiciera una pregunta parlamentaria y desveló el nombre del traidor.
Blunt fue desposeído por la reina de su título de Sir y murió de cáncer unos años después, en 1983. La película de Bennett y Schlesinger es el agudísimo retrato de un hombre que queda vergonzosamente desnudo y expuesto cuando le quitan la máscara. El episodio de su discreto desenmascaramiento en 1964 está retratado en un capítulo de la tercera temporada de The Crown.
El personaje de Blunt inspiró además de una novela de John Banville, El intocable, cuyo protagonista, Victor Maskell, está basado en él (con algunos detalles tomados del poeta Louis McNeice). La historia también dio pie a otra película televisiva poco lograda, Blunt: The Fourth Man de 1987, con Ian Richardson en el papel de Blunt y Anthony Hopkins como Guy Burgess.
Sin embargo, la figura históricamente más importante es Kim Philby. Debutó como espía británico en la Viena de los años treinta, donde tuvo el decisivo encuentro con la judía comunista Litzi Friedmann, con la que se casó para protegerla de la policía. Después estuvo la guerra civil española (como explica el libro Un espía en la trinchera de Enrique Bocanegra) y en Estambul.
Pero uno de sus destinos más importantes fue Washington, donde actuó como enlace entre los británicos y la CIA. Durante su estancia allí alojó en su casa a Burgess y cuando este fue descubierto, a Philby se lo consideró sospechoso, pero consiguió engañar a todos de forma magistral, que culminó con una célebre conferencia de prensa que organizó en casa de su madre. Y así logró ser readmitido en el MI6, que lo mandó a Beirut, desde donde tiempo después desertó.
Un espía entre nosotros gira alrededor de lo sucedido en Beirut. El MI6 mandó allí al agente Nicholas Elliott (Damian Lewis), amigo de Philby (Guy Pearce) y como él un puro espécimen de la upper class británica. Lo que sucedió realmente en Beirut sigue siendo a día objeto de controversia.
¿Permitió Eliott que Philby huyera para evitar un escándalo que salpicaría a las élites británicas? ¿Le dejó marchar a cambio de que denunciara a Blunt, poco después destapado? Sobre Elliott recayó la sombra de la sospecha y parece que hasta su muerte este episodio le atormentó, pero nunca fue formalmente acusado de complicidad.
Aparecen también en la serie otras figuras reales del periodo: el director del MI5, Sir Roger Hollis (Adrian Edmonson), sobre el que tras la fuga de Philby también se cernió la sospecha de que trabajara para los soviéticos. Y el agente de enlace de la CIA con los servicios británicos, James Jesus Angleton (Stephen Kunken), amigo íntimo de Philby, cuya traición fue incapaz de digerir.
El único personaje ficticio que incorpora esta producción es el de la interrogadora del MI5 (portentosamente interpretada por Anna Maxwell Martin), que trata de averiguar qué oculta Elliott. Su figura sirve de contraste, porque es una mujer de extracción humilde, que choca con el elitista y cerrado universo de los servicios secretos británicos.
Este es uno de los aspectos fascinantes y desconcertantes del espionaje británico, muy bien retratado en la serie y en las novelas de Le Carre. Parecen un puñado de señoritos esnobs jugando rebuscadas partidas de ajedrez –o marcándose faroles en una de póker– entre clubs privados, whiskies, habanos, criquet, rosbif y trajes a medida, mientras llevan una vida rutinaria de grises funcionarios sentados en un despacho de aspecto anodino.
Un clan de hombres de clase alta formados en Cambridge u Oxford e interconectados dentro una burbuja impenetrable. Es lo que en Inglaterra llaman el Old-boy network. ¿Cómo conseguía esta gente traficar con secretos de Estado, cómo podía estar la seguridad nacional en sus manos? Nadie como Alec Guiness en la piel de Smiley ha interpretado mejor a este tipo de personaje y nadie como Graham Greene (que fue amigo de Philby) ha sabido plasmar las aguas pantanosas morales en las que chapoteaba esa gente.
Porque entre tanto esnobismo, la traición de Philby costó muchas vidas. Estuvo involucrado con Elliott en la extracción a Inglaterra durante la guerra de Erich Wermehrer, un agente de la Abwehr alemana, que era en realidad un católico antinazi que facilitó el desmantelamiento del espionaje de Hitler. Además, Wermehrer entregó una lista de alemanes anticomunistas que podían actuar como aliados de Occidente al acabar la guerra.
Philby la filtró a los soviéticos y los que aparecían en ella y habían quedado en la parte controlada por los rusos fueron metódicamente asesinados. Después, en Estambul, el doble agente participó en la extracción del topo soviético Volkov y su esposa. Pero al saber que este iba a denunciar a un topo en el MI6 que no podía ser otro que él, lo vendió al KGB, que secuestró a la pareja, los llevaron de vuelta a Moscú y los torturaron hasta la muerte.
Más tarde, Philby pasó también la información que cándidamente le había dado su amigo americano Angleton sobre una operación de desestabilización del régimen comunista albanés infiltrando guerrilleros para desencadenar una guerra civil. El británico facilitó a los soviéticos la lista completa de los implicados, que fueron aniquilados nada más entrar en el país.
El destino de los espías de Cambridge fue aciago: Blunt quedó expuesto a la vergüenza pública en sus últimos años de vida. Los tabloides se cebaron en él, sacando detalles como que convivía con un expandillero de Belfast al que llamaban Lady Blunt. Los tres fugados acabaron en el paraíso proletario con el que soñaron en su juventud de pijos malcriados, y una vez allí comprobaron que aquello se parecía bastante más al infierno.
Doble o triple agente (los soviéticos tuvieron siempre serias dudas de que no se la estuviera jugando y su deserción fuera un modo de infiltrarse en sus filas), Philby fue el supremo maestro del disfraz. Llegó un momento en que probablemente ya no creía en los ideales comunistas con el fervor juvenil de antaño y tan solo disfrutaba del puro placer del engaño.
Como sus dos colegas que lo precedieron, vivió en Moscú tristemente, dado a la bebida y añorando los pequeños placeres británicos. Parece que lo que más lamentaba era haber perdido el contacto con sus amigos ingleses, sobre todo con el ingenuo Elliott, al que manipuló a su antojo.
Hay un sagaz ensayo de Joseph Brodsky titulado Pieza de coleccionista (incluido en Del dolor y la razón), en el que aborda la figura de Philby a partir del sello que la Unión Soviética le dedicó. El poeta lo descubre un día que está en Londres, al verlo ampliado a toda página en una portada de The London Review of Books.
Y reflexiona: “¿Por qué se preocupa uno tanto de espías ya fallecidos? ¿Por qué no puede contener la repulsión ante aquella portada? ¿No resulta un poco excesivo? ¿Qué tiene de raro que alguien sueñe con la posibilidad de una sociedad mejor en otro lugar? ¿Qué tiene de raro ese lunático sueño a lo Rousseau, cumplido o no?
Toda época y toda generación tienen derecho a su propia utopía, y Philby también. Por supuesto que la capacidad de aferrarse a tales memeces más allá de la edad juvenil (y no digamos ya de la edad de jubilación) resulta incomprensible, pero cabe siempre achacarlo al carácter o a algún desorden orgánico”.