King Crimson, la secta de Robert Fripp
El documental 'In the court of the crimson king', es el retrato de un grupo y su líder, un demente funcional, pero un guitarrista excepcional
18 julio, 2023 18:41Confieso que, dentro del fascinante mundo de la música pop, nunca he sabido muy bien quién era y qué pretendía el británico Robert Fripp (Wimborne Minster, condado de Dorset, 1946). Recuerdo con cierto agrado los primeros dos discos de su grupo, King Crimson, pese a cierta tendencia a la grandilocuencia que lo emparentaba con el terrible rock sinfónico. Sé que ha grabado una serie de discos en solitario y que ha colaborado con luminarias como Brian Eno y David Bowie (y con el pretencioso y sobrevalorado David Sylvian). Sé que ha mantenido más o menos vivo a King Crimson durante la friolera de cincuenta años, aunque haya sido, principalmente, a base de ejercer de una mezcla de gurú y dictador: si un músico se le ponía de canto, Fripp no paraba hasta deshacerse de él de la manera más cruel posible, escudándose en su concepto de la disciplina como única arma para alcanzar la perfección. Sé que está casado desde 1986 con la cantante Toyah Willcox, una punk levemente excéntrica y apayasada que parece haberle cogido el punto a nuestro hombre, que es raro no, lo siguiente. Y hasta ahí llego en mis conocimientos sobre Robert Fripp. De ahí que me tragara la otra noche, en Filmin, el documental de Toby Amies In the court of the crimson king, retrato de un grupo y su líder que éste hace todo lo posible por boicotear desde dentro. ¿He llegado a saber quién es y que pretende Robert Fripp tras el visionado de In the cour of the crimson King? La verdad es que no, pero sí me ha sido de utilidad para asomarme a la peculiar psique del guitarrista perfeccionista con alma de gurú, y lo que he atisbado me ha producido una cierta sensación de vértigo.
Mi principal conclusión es que King Crimson funciona como una secta. Tanto dentro del grupo, cuya formación ha cambiado en multitud de ocasiones gracias a los caprichos estéticos, musicales y hasta morales de su líder (que es el único que queda de la banda que surgió en 1969), como entre su nutrida base de fans, que lo consideran un ente que va más allá de la música y ofrece aires de experiencia mística (Fripp se interesó ya de joven por Gurdjieff y la teosofía de éste santón del este y su fiel madame Blavatsky, cuya relación con la religión y la ciencia es, por usar un término suave, discutible).
Los devotos que aparecen en el documental son de los que asisten a los conciertos en riguroso silencio, con los ojos cerrados y, a lo sumo, meneando un poco la cabecita (como si estuvieran en una mezcla de iglesia católica y el Muro de las Lamentaciones). Como antaño los seguidores de The Grateful Dead (conocidos por el cariñoso mote de Deadheads) seguían a su grupo favorito por toda Norteamérica, como si viviesen en una perpetua peregrinación a Tierra Santa, los de King Crimson van de país en país para no perderse ni un concierto del señor Fripp, pues alcanzan en cada uno de ellos una altura mística más que notable (yo los veía en el documental, escuchaba lo que oían y se adueñaba de un mí un aburrimiento espantoso, lo reconozco). Destaca entre el contingente de fans una monja noruega que explica a cámara la dimensión religiosa de la música de King Crimson, y si la hermana no parece estar del todo en sus cabales, lo cierto es que el señor Fripp tampoco.
Su actitud hacia el equipo responsable de la película oscila entre la displicencia y el desprecio (la frase que la cierra es lapidaria: “No habéis visto nada y no habéis entendido nada”). A la hora de narrar una experiencia fundamental en su existencia, Fripp se remonta a la charla de un pensador inglés cuyo nombre no se me quedó y al que nuestro hombre abordó en una escalera para prometerle que se matricularía en su academia de pensamiento (Fripp atravesaba una de sus frecuentes crisis morales). “Le saludé y me preguntó cómo me llamaba. Se lo dije y…” A partir de ahí empieza un inacabable primer plano en el que Fripp, en completo silencio, parece estar sufriendo un derrame cerebral o experimentando una visión imposible de describir con palabras; al cabo de un rato, vemos cómo le cae una lágrima de cada ojo; finalmente, toma la palabra para llegar a una conclusión críptica a más no poder: “Y me dijo: me acordaré de usted”. Fin de la incomprensible experiencia de misticismo en diferido.
¿Qué pretende Fripp?
Como no podía ser de otra manera, en In the court of the crimson king sale gente que ha tenido trato con él. Casi todos lo odian profundamente, lo acusan de ser un tirano y lo responsabilizan de los peores años de sus vidas (el letrista Pete Sinfield procede a su demolición en un tiempo record). A Fripp, evidentemente, se la sopla lo que otros puedan pensar de él. Solo piensa en la disciplina que conduce a la perfección y cita como ejemplo a Pau Casals porque seguía ensayando varias horas al día cuando ya era octogenario: Fripp no deja de ensayar ni un solo día al año porque asegura que basta con una jornada de asueto para que las canciones no suenen como deberían sonar. Cambiando de estilo constantemente, evolucionando no se sabe muy bien hacia donde, echando a patadas a sus colaboradores y colaborando con éste y aquél, Robert Fripp ha logrado la hazaña de mantener vivo a su grupo durante medio siglo, para alegría de los creyentes internacionales, una genuina secta místico-sonora que lo considera prácticamente un semidiós.
Tras tragarme In the court of the crimson king, yo sigo sin saber quién es Robert Fripp ni qué pretende, pero he entendido un poco mejor el extraño fenómeno socio-religioso-musical que es King Crimson. ¿Me interesa semejante fenómeno? La verdad es que no mucho. Y que el señor Fripp se acerca bastante a mi idea de lo que es un demente funcional, pero no le discuto su condición de guitarrista excepcional: cinco horas diarias de ensayo cunden mucho.