Darren Aronofsky: exceso y redención
El cineasta, autor de películas poderosas y patinazos delirantes, logra su obra de mayor madurez con 'La ballena', donde Brendan Fraser interpreta a un obeso profesor de escritura creativa
13 marzo, 2023 18:35Un hombre con obesidad mórbida al que vemos en la primera escena masturbándose con porno gay, un suicidio debido a la culpa generada por la presión religiosa, una adolescente con creciente vocación suicida, un joven proselitista de una secta apocalíptica que oculta un secreto, una mujer desquiciada porque su marido dejó plantada por un jovencito, una enfermera que está purgando una culpa… ¡y para colmo el director es Darren Aronofsky! Los haters del cineasta, que lo odian con fervor cuasi místico, ya deben de estar comprando un bazooka en la dark web. Pues bien, resulta, que pese a lo que se pueda temer, La ballena, la película de la que hablamos, no solo es probablemente la mejor de su autor, sino que además es la menos desaforada y la más contenida dentro de lo se puede esperar del aspirante al trono de rey de la desmesura, en reñida competición con contrincantes de la talla de Leos Carax, Gaspar Noe o, en otra liga, Baz Luhrmann.
Jugar en la cuerda floja de la estética del exceso es una profesión de riesgo, porque se maniobra en permanente equilibrio entre lo sublime y lo ridículo. Pero también hay que reconocer que denota ambición y osadía, porque lo más cómodo es ceñirse al corsé de lo establecido. Aronovsky (Brooklyn, Nueva York, 1969) es un perfecto ejemplo de cómo, maniobrando en este terreno arriesgado, cuando las cosas le salen bien consigue películas poderosas, pero cuando se pega un morrazo el desaguisado alcanza dimensiones estratosféricas. Su carrera presenta unas oscilaciones recurrentes muy identificables, que podríamos esquematizar del siguiente modo: al logro le sirgue la tentación de venirse demasiado arriba y, después de hundirse, reconduce el tiro rebajando el nivel de delirio y volviendo a un cierto orden. La ballena es el perfecto ejemplo de este repliegue al orden.
Debutó en el largometraje en 1998 con Pi, fe en el caos, una producción prácticamente amateur, de bajo presupuesto y rodada en blanco y negro con una fotografía muy saturada. En ella ya se pueden observar algunos de los elementos definitorios de su cine: gusto por los personajes abocados al desequilibrio mental y utilización de recursos como la cámara adosada al cuerpo del actor mediante un brazo mecánico (es lo que se llama Snorricam), lo cual permite primeros planos en movimiento y provoca sacudidas bruscas muy interesantes para transmitir sensación de psique alterada. También usa con el mismo fin el ojo de pez y el tracking shot posterior (la cámara sigue al personaje pegada a su cogote). En esta película estas decisiones estéticas le sirven para meterse en la mente de un matemático obsesivo que trata de dar con un código numérico que supuestamente regiría el aparente caos de la bolsa. Ambiciosa y pretenciosa, es un primer atisbo de un cineasta con un discurso muy personal.
Dos años después, con más presupuesto y ya dentro de la industria, confirmó obsesiones temáticas y estéticas en Réquiem por un sueño (2000), propuesta desquiciada y desquiciante sobre las adicciones (en un sentido amplio). Estaba basada en una novela de Hubert Selby Jr., alguien que sabía mucho de este asunto porque lo había vivido en sus propias carnes. Le dio uno de sus primeros papeles relevantes al enigmático Jared Leto y exprimió la vena histriónica de Ellen Burstyn, una señora que sabía un rato de personajes trastornados, porque había interpretado a la mamá de la niña de El exorcista. De nuevo, repertorio de recursos de cámara para mostrar estados de delirio mental y alucinaciones, escenas surrealistas y toneladas de efectismo que en su momento deslumbraron al público más ávido de vanguardismo. Contiene lo mejor y lo peor del cineasta: es jactanciosa, irregular y fascinante.
Encumbrado, Aronovsky se vino arriba y perpetró una de sus obras más pomposas, pretenciosas y cargantes: La fuente de la vida (2006), una chifladura con los viajes temporales al pasado (la España del siglo XVI) y a un futuro muy lejano que emprende un personaje (interpretado por Hugh Jackman) en busca del árbol de la vida para salvar a su esposa enferma de cáncer. Público y crítica le dieron la espalda y entonces vino la primera corrección de rumbo con la mucho más equilibrada y razonable El luchador (2008), que tiene no pocos elementos en común con La ballena.
De entrada, en ambas rescata a un actor con la carrera medio descarrilada: en la primera a un Mickey Rourke con la cara como un mapa por una sucesión de operaciones de estética desastrosas, y en la segunda a Brendan Fraser. También comparten el ser dos propuestas comedidas, ortodoxas en su estructura y desarrollo, y de planteamiento modesto, con presupuesto bajo. Son lo que llamaríamos películas pequeñas. Ambas narran una historia de redención, con una hija abandonada por medio. Se centran en la construcción dramática del personaje principal sin echar mano de continuas distorsiones visuales con la cámara, plasmando la crisis que viven desde una perspectiva más realista. Aronovsky acertó al elegir a Rourke para un papel que le iba como un guante, porque la vida del actor tenía paralelismos obvios con la del personaje, una estrella de la lucha libre en decadencia, cuya vida hace aguas.
Recuperado el favor de crítica y público, el director volvió a lo suyo con la que probablemente sea su obra más emblemática y la más lograda de entre las que juegan con el exceso como estilo: Cisne negro (2010), en la que plasma, de nuevo con amplio repertorio de recursos distorsionantes y escenas surrealistas, la progresiva perturbación mental de una bailarina en el exigente mundo de la danza clásica. Utiliza con inteligencia El lago de los cisnes de Marius Petipa y Chaikovski, la obra que están ensayando, como contrapunto y espejo que refleja la quiebra psíquica de la protagonista (interpretada por una sobresaliente Natalie Portman. En el fondo, no está tan alejada de un gran clásico sobre el mundo del ballet, Las zapatillas rojas de los geniales Michael Powell y Emeric Pressburger, cuyo cine tiende también a un gusto por la desmesura y el esteticismo que los convierte en clásicos de una radical modernidad, aunque no todo el mundo lo sepa valorar.
Nuevo triunfo de Aronofsky que volvió a las andadas, en este caso por partida doble. En 2014 perpetró Noé, extrañísimo hibrido de blockbuster y cine de autor con tema bíblico y Russell Crowe como protagonista. Era casi imposible que la cosa saliera bien y no salió bien. Y en 2017 llegó Madre!, una de esas propuestas extremas que provocan respuestas igualmente extremas, en este caso por lo general negativas, desde la estruendosa pitada en su estreno en Venecia.
Hay que decir que la película está brillantemente rodada, que logra construir una tensión creciente y que la protagonista, Jennifer Lawrence, está estupenda (su partner Javier Bardem no tanto). Podría haber sido una versión modernizada de referentes de Polanski como Repulsión o La semilla del diablo. Y es que Polanski es otro experto en captar estados mentales de angustia y paranoia (véase también la estupenda El quimérico inquilino, en la que además era el protagonista). El problema se genera al final, cuando a Aronovsky le agarra la vena bíblica y lleva el disparate a tal nivel que, todo el universo inquietante que ha ido construyendo en las dos horas previas, se desmorona en un ridículo cósmico (nunca mejor dicho, y si la han visto ya sabrán de qué hablo).
Tras el desastre, de nuevo llega el volantazo y la vuelta al orden y la modestia con La ballena, retrato de un obeso al borde de la muerte rodado en un único escenario. Se ha hablado mucho del asunto de la obesidad del personaje y de la gran interpretación de un renacido Brendan Fraser, provisto de un traje prostético, que da un recital actoral sin cargar las tintas del patetismo. Sin embargo, lo más relevante no es esto, sino la solidez dramática del desarrollo de la historia, sin necesidad de recurrir a artificios.
Buena parte del mérito hay que atribuírselo al dramaturgo Samuel D. Hunter, que ha adaptado su propia pieza teatral. Una de las cosas interesantes de la película es que no se esfuerza por esconder este origen teatral, más bien diría que lo potencia o cuando menos lo muestra sin disimulo. No hablo solo del escenario único, sino de las entradas y salidas de los pocos personajes y sobre todo del tono literario de sus diálogos, propio del teatro y menos habitual en el cine.
El tema nuclear es la redención. Y está trabajado con una extrema habilidad a partir de la presencia de una redacción sobre Moby Dick que el protagonista guarda como oro en paño y cuando cree que va a morir por un aumento súbito de la tensión pide que le lean. El personaje es profesor de escritura on line (da clases por Zoom y no pone la cámara para que sus alumnos no vean su aspecto) y el descubrimiento de quién escribió ese texto es el último y conmovedor giro dramático que cierra la historia.
Consciente de que le queda poco tiempo de vida, el protagonista trata de hacer un último gesto que lo redima de la culpa que lo persigue. El planteamiento de este tema no está muy alejado del de dos de las historias de las tres que trenzaban Las olas de Michael Cunningham. En ambos casos se abordan las aristas de nuestros actos: una decisión valiente y liberadora no siempre es inocua y puede dejar heridos por el camino. Aronovsky, el rey del exceso y los fuegos de artificio, tiene la humildad y la inteligencia de ponerse al servicio del texto dramático y de los actores. El resultado no complacerá a los fans de su vena más desaforada, pero es una obra de sólida madurez.