Monica Vitti, faro de amor profano
La actriz italiana, musa del director Antonioni y dueña de una sensualidad hipnótica, muere a los 92 años tras dejar a la historia del cine un legado de belleza y talento
3 febrero, 2022 00:00Todo comienza en la sensualidad que desprendía Monica Vitti. Su punto de partida para levantar la trilogía de la incomunicación que la actriz compartió con el director Michelangelo Antonioni: La Aventura, La noche y El eclipse. Por este orden: la intensidad en el silencio inane e hipnótico; el deseo inaparente, junto a Marcelo Mastroiani y finalmente la pasión como desengaño, junto a Alain Delón. Y añadamos un cinta consonante con las anteriores, como El desierto rojo (1964), dominada por la inconstancia después de un trauma, que dejará a la protagonista absolutamente sola. Todas son obras de arte, pero después de aquello resulta fácil imaginar a una joven Vitti devastada por el celuloide, empujada por el empeño de Antonioni, guía y, al mismo tiempo, final inapelable de un Pigmalión de sábana blanca y lencería fina. Antonioni, no lo olvidemos, siguió con The Passenger, con Jack Nicholson y Maria Schneider y sobre todo, con Blow-up, Palma de Oro en Cannes.
Ella fue un faro del amor profano, más intenso que el sagrado y sin las cortapisas ideológicas del presente; y así quieren recordarla quienes valoran, desde el cariño, su esfuerzo de niña mala sin pasar por las arcas caudinas del estrellato, modelo vampiresa. En resumen, Vitti significa la plenitud de una mujer que, desde su poder de atracción, lanza proyectiles contra el muro comodidad y contra la vida que, en sí misma, constituye una derrota. Sus ojos, el tono roto de sus cuerdas vocales y su pelo peleón expresaban un vitalismo en el que ella no hurgó demasiado.
Monica Vitti (1966)
Ayer, su marido, Roberto Russo, el amor de su vida, anunció la muerte de la estrella a los 92 años, tras mucho tiempo alejada de la vida pública a causa de una enfermedad cerebral degenerativa. En las últimas horas, la ñoña prensa italiana habla del escándalo que supuso en los setenta la unión entre Russo y la actriz, que era 17 años mayor que él. Pero es mentira; no hubo ningún escándalo que no fuese el de la crónica rosa, siempre descontada. Tras conocerse, Russo y Vitti siguieron viviendo el cine con intensidad y trabajaron juntos en varias películas; con una de ellas, concretamente Flirt (1983), Vitti ganó el Oso de Plata en la Berlinale. Monica vivió diez años con Antonioni, después se unió a Russo durante dos décadas y acabó casándose con el segundo.
Ahora, la decadencia física y la sombra injusta del pasado no pueden entorpecer el recuerdo sensible, facultad suprema de la memoria. Para empezar, la Vitti tiene mucho ver con los momentos Antonioni” en los que el silencio, la lentitud de la cámara y la presencia de la actriz, están controlados de una manera tan sutil que el arte se hace invisible. Son el tempo y la belleza frente al torbellino de la tecnología y las prisas. El “apresúrate despacio” –festina lente, el oxímoron de Augusto– vale para ambos, director y actriz. Ante la pulsión vandálica de algunas cintas de Hollywood después del medio siglo, Vitti se vindicaba como perteneciente de pleno derecho a una tradición de cine-arte que tuvo momentos brillantes gracias a directores, como Resnais y Visconti, con los que ella no trabajó.
De la mano de Antonioni, la actriz ya se había subido al llamado cine de Arte y Ensayo, que tuvo su momento de explosión en España, antes incluso de que las filmotecas se incorporaran plenamente al pulso de las ciudades. En los sesenta, Vitti trabajó con Luis Berlanga y con Luis Buñuel en El fantasma de la libertad, aquella serie de viñetas conectadas en las que la actriz aparece con Michel Piccoli. Llegaba la etapa de expansión del director español; el momento en el que Buñuel unió su destino al del guionista Jean-Claude Carrier. Se apartó de los circuitos intelectuales para vestir su trayectoria con mundanidad cómica; le pudieron un poco los destellos de Beverly Hills, narrados por Manuel Hidalgo (El banquete de los sueños, Península) en los que el cineasta se preciaba de ser el inventor del coctel Buñueloni, heterónimo del Negroni.
La Vitti de Buñuel tenía ganas de vivir; coincidió en el tiempo con la celebración de Godard, cuando el francés de origen suizo advertía la validez del “cambio en las formas” del aragonés, formado en la Residencia de Estudiantes y pasado por las planchas incandescentes del surrealismo bretoniano. A ella le llegó la influencia de la Nouvelle Vague indirectamente, a través de la dupla distante Buñuel-Carrier, que ganaron el León de Oro con Belle de jour, pero les conmovió realmente La chinoise de Godard. Vitti pertenecía ya al elenco de los que entienden el arte por encima de los galardones y los éxitos.
La actriz debutó con 14 años en el teatro, justo al acabar la Segunda Guerra Mundial. Era una niña astigmática, miope, hipermétrope y sufría de presbicia; duró pocos años sobre el proscenio, pero tuvo tiempo de participar en piezas de Moliére y de Brecht. Cuando probó el cine, lo tenía todo en contra en materia de declamación, pero encontró el botón mágico, gracias a su voz cálida, esgrimida en el doblaje de Dorian Gray, en El grito. Se le abrían así las puertas de la citada trilogía de la incomunicación.
Antes de desaparecer de la arena del gran circo, tuvo momentos de estrellato en el cine italiano en blanco y negro. Se le daba bien la comedia all'italiana, algo que da más dinero y más público que vestirse de Colombina en la Comedia del Arte. Se dijo pronto que su presencia descartaría a la suprema Sofía Loren. Con El demonio de los celos (1970), el brillante Ettore Escola la puso en casa: le obsequió con la pátina de artista a la sombra de lo que había sido el neorrealismo italiano. Vittorio de Sica con sus bicicletas o su papel de alcalde de un pueblo, que se hace pasar por un héroe de la guerra colonial del Duce en Abisinia, era el pasado. Y aquel pasado de repente se convirtió en remoto. Monica Vitti apostó por el cambio de decorado.
La Italia del sorpasso, la de los grandes padrones de la industria, como Agnelli, Romiti y Olivetti, reclamaba un cine nuevo. Las historias de amor napolitano, con la Loren vestida de florero, y Marcelo, con traje gris raído, estaban de capa caída. Monica Vitti lo entendió. Tuvo éxitos de relumbrón en Cinecitta con Alberto Sordi. No se le resistieron los Gasman, Tognazzi o Manfredi. Ninguno salió vivo, pero ella, la bellisima fanciula, solo repitió con Antonioni para televisión en El misterio de Oberwarld (1980). ¿Se había reservado para el vetusto veterano? No. Solo se puso a prueba poco después, como directora, en Escándalo secreto. Al final de aquel periodo llegaron la narrativa autobiográfica, la vela sobre el Tirreno, el mar de los romanos, y las tardes tediosas de domingo.
En Italia, el público la recuerda nítidamente; hoy, día de luto, en Roma se dice que ella, una chica preciosa de la Fontana, era distinta de las demás estrellas. Los cierto es que los italianos no aguantan ya películas enteras y eternas, como La Dolce Vitta de Fellini, precisamente porque la espalda socorrida de Anita Ekberg o tiene el encanto de su ragazza. Vitti se desnudó en sus dos libros aubiográficos; escribió sobre sus dudas y sus intentos de suicidio. Pero la gente la entiende y la salva, como tantas veces ha hecho la opinión de su país al proteger a los más amados, como Caruso o la misma Silvana Mangano. No hace ni dos años, en el cumpleaños de la actriz, se repusieron algunas de sus películas y dos documentales en la Fiesta del Cine de Roma. Fue un éxito rotundo. Cuando a los transalpinos se les sube la nostalgia, todo suena a Novecento.