Historias de cine y precariedad / DANIEL ROSELL

Historias de cine y precariedad / DANIEL ROSELL

Cine & Teatro

Historias de cine y precariedad

La ola del 15-M dejó su impronta en el cine español al llevar por primera vez en la historia reciente la indignación social de la generación ‘millennial’ a la gran pantalla

11 diciembre, 2021 00:10

“No nos vamos, nos echan” rezaba el lema del colectivo Juventud Sin Futuro, nacido unas semanas antes del 15M. Hubo más movimientos ligados a las acampadas de aquel mayo de 2011 en la madrileña Puerta del Sol, pero esta organización fue la que mejor aglutinó la indignación de los veinteañeros y treintañeros arrastrados a la precariedad, e incluso a la pobreza, a causa de la gran recesión de 2008. Sin casa. Sin curro. Sin pensión. Sin miedo era otro de sus mensajes. El colectivo firmó su carta de defunción en 2017, aunque su despedida no significó que la precariedad económica hubiera terminado ni tampoco el fin de los problemas de la generación millennial

A mediados 2021 la tasa de paro entre los menores de 25 años en nuestro país era del 38 por ciento, más del doble que la media de la Eurozona. “En su paso a la vida adulta”, asegura el colectivo Politikon en su libro El muro invisible: Las dificultades de ser joven en España (2017), los jóvenes “se han dado de bruces con una triple crisis: la económica la social y la institucional”. A todas luces, no son buenos tiempos en España para la denominada generación mejor preparada de la historia, ni para la que viene a continuación, la generación Covid, aunque ese desasosiego, desafortunadamente, no es nuevo. “Los de la Generación X tienen que arreglárselas con menos. Menos esperanzas, exiguos ingresos, ocupaciones temporales, (Macjobs), poco futuro”, escribía Vicente Verdú en el prólogo de Generación X. Tales for an accelerated culture, el seminal libro de 1991, aunque hoy olvidado, de Douglas Copeland

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Esa sentencia de hace más de treinta años podría aplicarse, qué duda cabe, casi a cualquier generación de jóvenes españoles, aunque, a diferencia de las juventudes previas, el no future de los millennials patrios posee una cualidad distintiva y peculiar: el extraño honor de haber convertido su malestar en uno de los principales leitmotiv cinematográficos del cine español de la pasada década. Ya sea bajo la fórmula del taquillazo o con propuestas independientes, autorales y experimentales, hemos visto cómo la crisis ha incidido en la juventud: historias de exilios económicos, filmes de horizontes vitales apocalípticos, relatos íntimos de desarraigo y cintas sobre amistades truncadas por distancias que el destino de un país ha transformado en irreversibles. Se trata de películas que retratan una España paralizada, incapaz de generar las dinámicas de ascenso social que prometía una red discursiva que, entre diplomas y titulaciones que poco o nada parecen servir en el estrecho mercado laboral español, había protegido a la actual generación de treintañeros

Fotograma de la película 'Hermosa juventud'

Fotograma de la película 'Hermosa juventud'

Enumeramos: el paro juvenil entró en plano con Hermosa juventud (2014), en la que Jaime Rosales narraba la deriva de una pareja de novios del extrarradio madrileño que emigra a Alemania solo para perder la dignidad; Nacho G. Velilla transformaba la experiencia migrante en una comedia popular en la exitosa Perdiendo el Norte (2015), remedo millennial de ¡Vente a Alemania, Pepe! (Pedro Lazaga, 1971); mientras que Icíar Bollaín viajó hasta Edimburgo para retratar en el documental En tierra extraña (2014) a la generación perdida que buscaba el sustento y los méritos en otras latitudes

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Desde el ámbito del conocido como otro cine español, esto es, la renovación generacional vía el cine independiente, se han multiplicado las producciones sobre jóvenes que se exilian en busca de un futuro ¿mejor? Eloy Domínguez Serén explicó desde el diario filmado su experiencia migrante de Galicia a Suecia en No Cow On the Ice (2015); Elena Martín hacía lo propio en Júlia ist (2017), pero desde la ficción y con Berlín como escenario de sus vicisitudes juveniles; y Elena Trapé regresaba en Las distancias (2018) a la capital alemana para dinamitar a la generación Benicàssim, educada en el ocio y diversión perpetuos. 

También se han dado, por su parte, historias de los que regresan. En Más allá de la noche (2014), Rafael Hernández de Dios cuenta una historia coral en la que varios jóvenes, entre ellos, una pareja que acaba de regresar de Londres, se encuentran durante una noche de botellón; mientras que el cortometraje Pueblo (2015), con el que Elena López Riera concursó en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes, se sigue la historia de Rafa, un chico que acaba de llegar a España después de una temporada en el extranjero, mientras deambula durante una noche de Semana Santa por un paisaje social y emocional anclado en el tiempo. 

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Del mismo modo, hay películas que traducen el exilio en huidas hacia delante, en empresas utópicas a realizar sin brújulas. En El apóstata (2015), de Federico Veiroj, coescrita entre el uruguayo y Álvaro Ogalla, también protagonista del filme, el personaje principal se autoadjudica la misión imposible de apostatar de la religión católica a la vez que se mueve sin descanso, pero también sin un objetivo concreto, por su día a día. Más abismal es la huida que propone Ion de Sosa al trasladar las ovejas eléctricas de Phillip K. Dick al Benidorm contemporáneo en Sueñan los androides (2014), suerte de metáfora elusiva y angustiante del presente. O la escapada sin final de El futuro, de Luis López Carrasco, en la que somos espectadores de una fiesta donde no parece pasar nada porque tampoco se puede oír lo que se dicen los personajes, atrapados entre cuatro paredes que amplifican la cacofonía de la situación. 

Aunque el filme se ubica en algún momento de 1982, nació inspirado por el pulso del presente. Cuenta el director de la multipremiada El año del descubrimiento que, después de haber recibido una llamada telefónica del enésimo amigo que se iba de España, decidió situar la fiesta de su película en la década de los 80, el culmen de un período cuyo carpetazo final, en su opinión, llega con la explosión de la burbuja inmobiliaria.

La foto finish del cine español de la década de 2010, sin duda, revela una profunda preocupación por las consecuencias de la gran recesión, declinada tanto en filmes policíacos, con la corrupción como telón de fondo, como en cintas fantásticas sobre casas encantadas –en un momento definido justamente por la especulación inmobiliaria– o en relatos independientes que alzan la voz de los jóvenes ante la incertidumbre del futuro. Ciertamente, el salto temático de las ficciones audiovisuales de la pasada década y la de los 2000, caracterizada por los filmes de la Guerra Civil o las adaptaciones históricas, es notable; pero en materia de preocupaciones cinematográficas no hay que dejarse llevar a engaño. 

Sin ir más lejos, para la temporada 2021-2022 el género del cine quinqui y callejero – la máxima expresión fílmica de cine juvenil español a ras del suelo, como apunta Roberto Cueto en Los desarraigos del cine español–, promete un revival a la luz de los estrenos de las grandes producciones Érase una vez en Euskadi, crónica del extrarradio vasco en los ochenta según la visión del debutante Manu Gómez, y Las leyes de la frontera, adaptación del libro de Javier Cercas a cargo de Daniel Monzón.

En el caso de muchas películas sobre exilios juveniles realizados en la década pasada, no obstante, podemos asegurar que casi ninguna de ellas peca de revivalismo o de nostalgia estética, a pesar de que muchos críticos e historiadores hayan querido ver concomitancias entre este cine más o menos activista, más o menos independiente, que retrata la crisis del 2008 y el agitprop del 15M con algunas de las obras más radicales del cine del tardofranquismo y la Transición.

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A lo largo de la década de 2010 se celebraron, de hecho, ciclos relacionando el cine militante de Pere Portabella, Joaquim Jordà, Antoni Padrós y Cecilia Bartolomé, entre otros, con las películas de estos nuevos directores, en concreto los programas Memoria del descrédito, organizado en 2014 entre LABoral Centro de Arte de Gijón junto al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, y 40 años no es nada (Reflejos y derivas del cine militante español contemporáneo), puesto en marcha por la Asociación DOCMA también en 2014. Este ejercicio crítico comparativo, sin embargo, poco tenía de nostálgico y mucho de puñetazo en la mesa contra la idea de realismo tímido en el cine de corte social de las pasadas décadas. 

El concepto fue acuñado por Àngel Quintana al hilo de Princesas (2005) de Fernando León de Aranoa, pero la idea es extensible a todas las películas del género social, bienintencionado y para todos los públicos, que dominó la producción española dentro de los contornos de la industria durante la década del 2000. De El bola (Achero Mañas, 2000) a Los lunes al sol (León de Aranoa, 2002) o Te doy mis ojos (Bollaín, 2003). Para la historiadora Sally Faulkner, estas películas pertenecen a lo que ella llama cine middlebrow, que “fusiona una producción de alto nivel, un tema serio (pero no problemático), referencias culturales elevadas (pero no oscuras) y una forma accesible”. Una suerte de evolución de ese cine de la tercera vía implantado por las producciones de José Luis Dibildos en los 70 que contribuyó a establecer el gusto cinematográfico de las incipientes clases medias españolas. 

En los últimos años se han realizado estudios sobre cine middlebrow y acerca de cómo estas producciones han definido el tipo de películas aceptables y exitosas para el gran público –que no pretendemos analizar en estas líneas–, y sus tesis, de alguna manera, ayudan a responder la ausencia de retratos de la precariedad juvenil que define el cine español de los años 80 y los 90, así como los motivos por los que las producciones contemporáneas sobre el no future millennial se reflejen en el cine de hace cuarenta años y hasta en los postulados del Nuevo Cine Español

¿Cómo es posible que apenas haya retratos cinematográficos del desencanto político juvenil de principios de los 80? ¿Puede por sí sola la comedia madrileña explicar los anhelos y frustraciones de los jóvenes de esa década? ¿Y la marginalidad del cine quinqui? Sin duda, existe una brecha enorme entre las obras de corbatas multicolores y alegría sentimental firmadas por Fernando Trueba o Fernando Colomo y el nihilismo yonqui de Deprisa, deprisa (Saura, 1981) o El Pico (1983), de Eloy de la Iglesia, pero es harto complicado encontrar producciones sobre el mundo juvenil que se desvíen de una u otra temática. Más interesantes que las que ahondan en el hedonismo madrileño y la autocomplacencia de la Movida, a la heroína y sus peligros se rindieron cineastas de diferente calado y con distinto éxito. 

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De todas, tal vez la más reivindicable, en tanto que retrato de una generación a la deriva, sea 27 horas (1986), de Montxo Armendáriz, que traslada a los entornos de la clase media donostiarra el problema de las drogas con la clara intención de huir de la cuestión de la marginalidad y equiparar generacionalmente, más allá de clases sociales, la ausencia de estímulos afectivos, ideológicos, profesionales de aquellos jóvenes que cumplieron la mayoría de edad en los primeros años de la democracia. La película, de hecho, se centra en el deambular de Jon (Martxelo Rubio) a lo largo de un día en busca de dinero y droga, perdido en su interioridad y ajeno de la ciudad que recorre. Esa apatía, que es política –¿hace falta recordar el violento statu quo de Euskadi en esos años?–, da cuenta de “una herida social profunda”, en palabras de Isolina Ballesteros.

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Armendariz es también responsable de la película paradigmática de la Generación X, Historias del Kronen (1994), aunque esa adaptación del libro de José Ángel Mañas y el retrato juvenil que ofrecía poco, o más bien nada, tiene que ver con la precariedad que también sufrió “la primera promoción biológica de españoles rigurosamente posfranquistas”, como apuntó Manuel Vázquez Montalbán. En plena ola de optimismo financiero, tras las privatizaciones de Telefónica, Red Eléctrica, Repsol, Aceralia, Indra, Iberia, Transmediterránea y Endesa realizadas por José María Aznar, llegarían retratos de una juventud al borde del abismo como Salto al vacío (1995), de Daniel Calparsoro; Suerte (1997), de Ernesto Tellería; o Mensaka (1997), de Salvador García Ruiz; y, más paradigmática, Barrio (1998), en la que León de Aranoa fijó su mirada en el extrarradio de Madrid para hablar de unos chavales a cuyas puertas no llamó el subidón económico del momento. 

Fotograma de la película 'Barrio' de Fernando León de Aranoa

Fotograma de la película 'Barrio' de Fernando León de Aranoa

“Cuando se estrenó, mucha gente me decía que, en ese momento de bonanza, llegaba yo con este tema tan crudo”, explicaba el cineasta con motivo del veinte aniversario de la cinta. Àngel Quintana reprocharía años después que Aranoa se convertiría en ejemplo de ese realismo tímido del que hablábamos, pero en Barrio se adelantó de manera espeluznante a la peor imagen de la precariedad del siglo XXI cuando hizo que uno de sus protagonistas, Manu, repartiera pizzas utilizando el transporte público porque no tenía moto. Parecía una broma imposible de cumplirse en la realidad, pero la estampa de riders en el Metro o en el autobús con fast food son hoy nuestro pan de cada día.