Paulo Rocha y la isla del tesoro
La restauración de ‘A ilha dos amores’ devuelve a la vida una de las películas más fascinantes del cine portugués, basada en la vida nómada de Wenceslau de Moraes
21 octubre, 2021 00:00No existe en el cine una más sobrecogedora impugnación de los límites de la realidad que la acometida por Paulo Rocha a partir de la vida y obra de su compatriota Wenceslau de Moraes (1854-1929). A la figura del oficial de marina, profesor, cónsul en Osaka y escritor, Rocha dedicaría tres películas, A Ilha dos amores (1982), A Ilha de Moraes (1984) y Sr. Portugal em Tokushima (1993), que indican algo más que una profunda obsesión por el personaje –que la hubo–, pues Moraes fue, esencialmente, el predecesor en algunas determinaciones capitales de la vida de Rocha, según las cuales, el destino acontece como fuerza a la que rendirse, pero bajo un ideario de perfeccionamiento, mediante el trabajo, de ese hado misterioso; o al arte como reanimación de lo en apariencia extinguido, igualmente como trabazón de lo que asemeja contrario, enfrentado o paradójico.
Moraes fue el espejo que utilizó Rocha para devenir en japonés. Aún asombra verlo en A Ilha de Moraes, delgado, cetrino, de paseo entre las tumbas de Tokushima, conversando sin el menor titubeo en un japonés fluido. La lengua la había estudiado Rocha en dos décadas con el objetivo de rodar la que luego se llamaría A Ilha dos amores, la primera película en torno a Moraes, un film rumiado durante catorce años, periodo durante el cual las imágenes le asaltaban, los planos se le aparecían, ya fuera contemplando un Corot en Furadouro; planificando en el Museo de Óbidos la rabiosa modernidad de A pousada das Chagas (1972); o, incluso antes, en el albor de su carrera, filmando a Isabel Ruth en Os verdes anos (1963), aquella bestezuela indomable que ya presagiaba la Ko-Haru de A Ilha dos amores, el último amor que el viejo Moraes veló en el hospital de Tokushima mientras la tuberculosis la consumía a los veintitrés años.
Wenceslau de Moraes (1897)
Había que ser japonés para entender al Moraes de postrimerías, el que tras África, Macao, Kobe y Tokushima, después de dejar a dos mujeres –en Lisboa a la primera, luego a otra en Macao, ya esposa y con un par de hijos– y perder, contra natura, dos grandes y jóvenes amores –Ó-Yoné y Ko-Haru–, decide no regresar a Portugal y quedarse en Japón, donde, despojado de cualquier reconocimiento de sus días en la diplomacia, se encerraría en la escritura, cada vez más solo y alienado; en el Japón, como escribiera alrededor de 1919, “el europeo será siempre el keto-jin, el salvaje barbudo”.
Y para encabalgarse en esta vivencia, Rocha se convertiría en un viajero por las huellas físicas y el universo literario de Moraes, una travesía hacia las últimas fronteras del mundo que llevaba aparejada otra hacia las entrañas de sí mismo: además del profundo conocimiento de la cultura nipona, el cineasta aportaría en el proceso su admiración e íntima familiaridad con los maestros inmarcesibles –Ozu, Mizoguchi, Naruse– en los que el retrato cotidiano, el ojo por las inefables levedades que puntean cualquier vida, convivía con la caligrafía más estilizada y exacta, como una geometría que purificara lo real. Una extraña orfebrería de las pequeñas y grandes cosas que Moraes ya advertía como definitorio de las estéticas orientales.
No se trata de citas cinéfilas, aunque Dreyer, Renoir, Mizoguchi u Oliveira se agazapen tras A ilha dos amores. Tiene que ver más con el añadido espectral que permite al cine traducir el latido último del Moraes de la prórroga literaria, ese escritor póstumo en vida desde el que se declinan, hacia atrás, todas las capas que se entrecruzan en las casi tres horas de metraje. Hay en este sentido un plano inolvidable –Daney decía que, en A ilha dos amores, cada uno contenía un pequeño film– que tiene a Moraes (Luís Miguel Cintra en una de sus grandísimas interpretaciones) frente a su escritorio, junto a la última víctima del sinsentido del mundo, Chiko-Yo, la hermana niña de Ko-Haru, pronto otra moradora del camposanto de Tokushima. Allí, ya medio muerto, ya medio-espíritu, Moraes obliga a leer a la pequeña las noticias de su muerte, posibilidades contradictoras (¿un suicidio, un asesinato, un accidente?) que engendran la textura mágica de la escena, el motor tragicómico de un cuerpo que reacciona, entre divertido y desesperado, a la lectura de las crónicas de su desaparición.
Además de someternos por su complejidad y milagrosa fragilidad, la toma advierte algo esencial del proceder de Rocha aquí: la necesidad de inventarlo todo. Es decir, de añadir al denso sustrato histórico y documental que sostiene la película, el aleteo de una imaginación enfrentada a las constricciones de los modelos convencionales del cine de autor. Este atentado contra la verosimilitud, la lógica y la cronología, que tiene a Moraes frente a los libros de historia que tratan de su vida y muerte, subraya la opción escogida desde el arranque por Rocha, la de hacer del cine una aventura entre-tiempos y entre-lugares, un viaje a una isla desconocida que amplía con ello la polisemia del título de la película, a su vez prestado de Camões y Los Lusiadas.
En uno de sus textos, El exotismo japonés, Moraes concreta esta pasión por la huida de la patria cotidiana que compartiría décadas después con Rocha –“esos individuos que nacieron ya enfermizamente incompatibles con la dosis de felicidad que su propio medio puede ofrecer”–, de quien parece brindar una perfecta descripción en el párrafo siguiente: “El amante del exotismo, generalmente un intelectual venido de las clases cultas, es también generalmente un esteta, consecuentemente un místico, un enamorado de la forma, del color, del perfume, del sonido, de todo lo que es belleza y arte”.
A ilha dos amores justo se construye mediante unos planos sinestésicos, con textura y olor, que obraron el pequeño milagro de acomodar aquellos catorce años de preparación en dieciocho jornadas de rodaje y dos horas y cincuenta minutos de película. Planos largos en su mayoría, muchos rozando los diez minutos, coreografías entre la inspiración y la regla en los que Rocha susurraba al legendario operador Kozo Okazaki –quien ya filmara para un extranjero otra joya intemporal del artificio, La saga de Anatahan (1953) de Josef von Sternberg– y a los excelsos fotógrafos Acácio de Almeida y Elso Roque, la importancia de cada momento, de lo irrepetible de esa toma única que serviría de testamento creativo de todo un grupo humano conjurado con apasionamiento contra las leyes del comedimiento artístico.
Estas duraciones, estos trozos de tiempo que suspenden la gramática y agujerean el espacio expandiendo la noción de plano –A ilha dos amores contiene una auténtica poética del umbral: ventanas, puertas y recodos que multiplican la erótica del celuloide, operando una plausible nueva noción de collage fílmico– hacia un futuro que se reencuentra con el pasado, con el cuadro de inspiración velazqueña en el que, además de perspectivas, de puntos de vista entrelazados, sucede la comunión entre dimensiones: una concentración de implicaciones que se impone desde una sencillez apabullante.
Aunque cueste explicarlo, es lo que ocurre, por ejemplo, ante el plano de Kobe en que Moraes evoluciona apesadumbrado en su cuarto de trabajo mientras en la habitación contigua Ó-Yoné, tras una malla azulada, adquiere la volatilidad del espíritu en el que pronto se convertiría, siendo Ko-Haru como un animalillo festivo entre estos espacios que son como mundos extraños pero umbilicalmente vinculados, y que pronto interceptarán su órbita. Lo que la articulación de estos planos asombrosos, minuciosos e intempestivos sugiere es una suspensión de las coordenadas espacio-temporales cotidianas al hilo de un movimiento utópico de búsqueda de armonía entre lo que no parece razonable traer a colación, cotejar.
Y si esta simpatía entre lejos y cerca, alto y bajo, mítico y terrenal, ya se modeló en una de las películas más importantes del cine portugués –y universal–, Acto de Primavera (Manoel de Oliveira, 1963; donde Rocha fue asistente), en A ilha dos amores podría argumentarse que el ejercicio de las resonancias se arroga el mayor de los atrevimientos, la suspensión de toda jerarquía, la amalgama de una herencia inmanejable: los cantos de Chu Yuan que estructuran el film, es decir, la poesía más primera, de la voz de bronce que deparara ceremonias chamanísticas que entremezclaban la danza y el baile; los textos modernistas de Luíza Neto Jorge inspirados en Camões resonando en el Museo Militar de Lisboa, entre cañones y frescos históricos; los severos rituales del teatro Nô; la lírica china traducida por Pessanha; el teatro de la Cornucópia de Cintra y Silva de Melo; la tradición operística; el teatro Kabuki en tanto que irradiación de energía a partir de posturas, posiciones y sonidos que se encaminan al ritmo; las marionetas del Bunraku, el animismo de los objetos; la música experimental de Paulo Brandão; la propia literatura de tintes vanguardistas de Moraes; los cantos de Ezra Pound.
De la rabiosa mezcla, entre lo lúdico y lo culto, se extraen, al menos, dos líneas de fuerza, una que apunta a Portugal, a la lengua materna como patria, a la valentía heroica de sus viajeros, a la religión de la saudade como viático para la última morada en la tierra, cuando todo está perdido. En la otra, el Japón, una tierra mítica que se presenta como superación del orientalismo superficial y como cima de una estilización suprema de corte espiritualista, fuente de suplementos de dignidad para la recreación del pasado que lleva adherida una onerosa responsabilidad para el creador, pues, como reza la tradición del Nô, son los fantasmas los que regresan y poseen el cuerpo de los actores, y por tanto resulta necesario estar a la altura de la resurrección.
La potencia de este compromiso que Rocha establece con la memoria de Moraes, la acometida de una aventura en que la desmedida ambición se sostiene con la más insoportable de las fragilidades –material (la del celuloide); industrial (la del rodaje en otra cultura, ajena y distante)–, se siente en una de las secuencias más impresionantes del ya por sí arrebatador arranque de A ilha dos amores. Allí, en Tokio, en pleno barrio de Ginza, en la terraza de la casa Wako, en la noche que puntean los neones del presente-futuro, los actores –entre ellos Rocha, que encarna a Pessanha en un puñado de secuencias– sostienen las fotos de las personas reales que van a interpretar, en un ritual que pretende convocar a los espíritus y animarlos a habitar una nueva morada física. Como advirtiera Charles Tesson, uno comprende entonces, ante el cineasta lívido, sudoroso y ya como extenuado desde este proemio a la magna aventura, que no hay cine sin muerte. Y que este arte de la fantasmagoría, la supervivencia y la reanimación –como la escritura de Moraes– nos enseña a nombrar, numerar y trascender, mientras duren, todas nuestras muertes no definitivas.